Drama en chancletas
Los expertos nos han dicho hasta el cansancio que tendremos que aprender a vivir con el bicho. Pero quién nos enseñará a vivir bajo el eterno pie del miedo
Viajé al mar en un automóvil con las ventanillas cerradas, que salió de la puerta de mi casa y no se detuvo hasta llegar al domicilio en el que se encontraban mis amigos. Todos estamos vacunados ya, y aun así guardamos las precauciones de rigor. Reunimos provisiones para no salir a supermercados ni tiendas de abarrotes; si no quedaba más remedio que asomar al mundo exterior, usábamos cubrebocas y nos limpiábamos las manos con gel hasta que llegara el momento de lavarlas con agua y jabón.
En la segunda jornada de mi vacación, decidí caminar por la playa y elegí para hacerlo una hora de la mañana temprana. No había nadie a la vista, fuera de una gaviota que se andaba columpiando en las corrientes de aire más allá de las palmeras.
No era mi primer viaje desde que comenzó la pandemia pero sí el primero exclusivamente recreativo, y que no tenía nada que ver con el trabajo. Como todos, había pasado por meses de zozobra, de amigos y conocidos enfermos, hospitalizados, fallecidos. Ese horror que hemos vivido todos.
Y qué desacostumbrado se siente uno al mundo fuera de casa a estas alturas. Supongo que era inevitable filosofar ante el batir de las olas, incluso con el cubrebocas puesto, y aunque las bermudas y las chancletas invitaran a poner la mente en blanco antes que a ocuparse del sentido de la vida.
En esas estaba cuando escuché el sonido de alguien aclarándose la garganta. Levanté la cabeza de la arena y allí apareció él: un tipo de cincuenta y tantos, pálido, con ropas blancas y vaporosas como de gurú de la buena vibra. Estaba descalzo, de frente al mar. La espuma de las olas le tocaba los pies. Sus sandalias se encontraban unos metros allá, a la sombra de una palma. Digo que se aclaraba la garganta nomás por no decir que se andaba torturando el pecho para extraerle un salivazo.
Ese sonido inconfundible, claro y alarmante se repitió tres o cuatro veces en unos pocos segundos hasta que el tipo, doblándose como un gato que fuera a arrojar una bola de pelo, le escupió al mar.
Yo pegué un brinco minúsculo en la arena y traté de alejarme. No solo me daba asco la escena: ¿quién me decía que aquella saliva espantosa no iba a contagiarme del maldito bicho cuya simple sombra me tuvo encerrado por meses?
Pero el sujeto, entonces, se dio cuenta de que no estaba solo y, muy campechanamente, se volvió hacia mí. “Buenos días”, dijo, como si fuéramos a ponernos a charlar. Pero yo solo quería huir. Tres metros había entre nosotros y pocos se me hacían. El hombre levantó las manos al aire, como disculpándose. Tenía un reloj del tamaño de uno de los brazaletes de Wonder Woman. “No se preocupe, ya me curé”, dijo, sonriendo. A esas alturas ya me había alejado lo suficiente como para que la brisa marina se llevara las siguientes palabras que pronunció. Huelga decir que volví lo más pronto que pude a la casa en la que me hospedaba.
No quiero postular que mi encuentro con aquel sujeto fuera relevante o sintomático siquiera. Solo me pregunto si así vamos a vivir en adelante, saltando como conejos ante el menor atisbo de riesgo, con pesadillas provocadas (sí, las tuve) por un episodio que en otras circunstancias habría sido del todo olvidable (asqueroso, claro, pero aun así intrascendente).
Los expertos nos han dicho hasta el cansancio que tendremos que aprender a vivir con el bicho. Pero quién nos enseñará a vivir bajo el eterno pie del miedo.
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