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Combat rock
Columna
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Disfrazar a los muertos

México es un desfile interminable de civiles extintos, de casas enlutadas y sagrarios dolientes que arden todo el año

Antonio Ortuño
La ofrenda en homenaje a las víctimas de la pandemia en el Palacio Nacional de México.
La ofrenda en homenaje a las víctimas de la pandemia en el Palacio Nacional de México.Monica Gonzalez (El País)

Estudié la primaria en una escuela pública federal y en los ya lejanos años ochenta. Por aquellos días, aún rifaba el nacionalismo revolucionario en la educación mexicana y una parte considerable de nuestra preparación académica consistía en leer y oír hablar de los héroes patrios. Prueba de ello es que en el plantel se montaban altares de muertos cada 2 de noviembre, sí, pero no había en ellos símbolos religiosos (ni crucifijos, ni santos, ni vírgenes) o fotos familiares, sino solamente estampitas de héroes.

Los chamacos recortábamos papel de colores con forma de calaveritas y cempasúchiles. Alguien dejaba, por ahí, unos panes de muerto comprados en el supermercado que se levantaba al otro lado de la calle, y añadía un jarro de chocolate frío (y nadie se tomaba la molestia de calentarlo porque nadie iba a bebérselo). Y honrábamos, de nuevo, al Cura Hidalgo, Morelos, y la corregidora Ortiz de Domínguez (que ya habían tenido su fiestecita en septiembre), y a Zapata, Villa y Madero (que tenían la suya unos días después, el 20 de noviembre). Otro inevitable era don Benito Juárez, al que siempre se terminaba recordando, aunque fuera Navidad.

A nadie se le hubiera ocurrido vestirse y pintarse de Frida-Catrina o cosa similar en Día de Muertos, porque a nuestras nacionalistas y revolucionarias profesoras les parecía que los disfraces eran cosa del odiado, imperialista y satánico Halloween, una fiesta que combatieron año tras año y hasta donde les dieron las fuerzas. Los únicos disfraces permitidos, lógicamente, eran los que debíamos ponernos los alumnos en los eternos festivales cívicos de los lunes y las fechas patrias. Y es fácil suponer de quiénes eran: de Hidalgo, Morelos, la Corregidora, Zapata…

La devoción por los héroes es fundamental, aun, en nuestra parodia de división política entre izquierda y derecha (aunque en la realidad ambas sean igual de conservadoras). México, cuando habla de historia, es como un grupo de niños jugando a Star Wars: se trata de una partida de buenos contra malos. Justo así: el nacionalismo revolucionario se reservó para su panteón a los “buenos” y le dejó a la derecha a los puros villanos reventones: Iturbide, Maximiliano, Porfirio Díaz, Huerta… (y lo más gracioso es que parte de esa derecha, efectivamente, asume el culto por estos Darth Vader nuestros).

Esta concepción infantil y lineal del país es aun entusiastamente suscrita por el presidente López Obrador, el más nacionalista y revolucionario de los gobernantes de México desde López Portillo, y al que los héroes no se le caen nunca de la boca (lo cual hace pensar a los ingenuos que sabe mucho de historia, aunque luego se le haga bolas el barniz y ponga a Guerrero a escribir los Sentimientos de la Nación). No me cabe duda de que el mandatario querría, como mis profesoras, que cada altar de muertos fuera un tabernáculo dedicado a esa patria suya llena de estampitas y devociones escolares.

Solo que no. La fiesta de los muertos en México ha experimentado un crecimiento de popularidad exponencial en los años recientes y los altares y los disfraces de Fridas-Catrinas han alcanzado zonas del país en donde nunca pintaron. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Llevamos casi catorce años de matanzas, desapariciones y feminicidios, y de convivir con unos índices de violencia dignos de una guerra. Y hoy, por si fuera poco, la pandemia de la covid-19 ha cobrado ya casi cien mil víctimas mientras el gobierno todavía se pregunta si los cubrebocas sirven o no.

México es un desfile interminable de civiles extintos, de casas enlutadas y sagrarios dolientes que arden todo el año. Y, entretanto, nuestros políticos juegan a que unos eran los buenos que salvaban la galaxia y otros los malos que intentaban apoderarse de ella. Pero a tantos muertos no hay disfraz o jueguito que los tape.

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