Un dilema social
Las redes lograron que se dejaran oír, a escala masiva, voces distintas a las que poblaban la política, los círculos intelectuales y los medios tradicionales
Hasta hace no demasiado tiempo, las redes sociales tuvieron lo que podríamos llamar “buena prensa”. Su popularidad se cimentó en los círculos de la intimidad: en la familia, los grupos de amigos, las “comunidades” articuladas en torno a intereses comunes (cierto equipo de futbol, ciertas aficiones o pasatiempos, etcétera). Las redes permitieron que millones de personas estrecharan lazos y facilitaron el reencuentro de parientes, amigos o colegas olvidados, distanciados o perdidos de vista. Y también permitieron el despliegue de esos curiosos ejercicios de vanidad cotidiana en los que, aceptémoslo o no, casi todos hemos incurrido: presumir a los contactos nuestra lindísima cara, nuestro vistoso almuerzo, nuestro viaje envidiable...
Pero la conquista mundial no paró ahí, sino que rápidamente saltó de ese ámbito enorme, pero aún así limitado, de lo personal, a la esfera de lo público: ahí fue donde se cuajó su gran victoria. Las redes sedujeron a millones y millones de personas como difusoras de ideas (entendidas en un sentido amplio, porque “ideas” no solo son el marxismo o el ecologismo, sino también el modo de rizarse las pestañas o los trucos para pasar de nivel en un videojuego). Las redes lograron que se dejaran oír, a escala masiva, voces distintas a las que poblaban la política, los círculos intelectuales y los medios tradicionales. Voces que, en un primer momento, resultaron frescas, renovadoras y sinceras. Y que interactuaron con multitudes crecientes y gigantescas que las encumbraron. Empujadas por esas voces (que, dependiendo del caso, a veces son, en realidad, caras o cuerpos), las redes ganaron incluso una sólida reputación de ser vehículos de cambio social y político. La “Primavera árabe” o el movimiento #MeToo no habrían existido (o no a la escala que lo hicieron) sin ellas. La prensa se rindió y las imitó en todo lo que pudo. La mejor prueba de ello es que “las redes”, así, como abstracción, son para los medios contemporáneos una noticia en sí misma. Es como si la realidad de la calle hubiera desaparecido y hubiera sido suplantada por otra realidad, que se desarrolla solo en las pantallas de millones de dispositivos.
Las redes, en fin, son la mayor comunidad organizada en la historia. Son usadas por la mitad de la Humanidad, calcula la web especializada Hootsuite. La cifra es delirante: unos 3.8 mil millones de personas. Su poder, por lo tanto, es incontestable. Nadie que aspire a que sus obras o pensamientos sean atendidos puede darse el lujo de ignorarlas o, siendo más precisos, el lujo de no usarlas continuamente: ni políticos, ni deportistas, ni artistas, ni siquiera científicos o pensadores están exentos.
Pero esas todopoderosas y omnipresentes redes no son las plataformas neutras, amistosas y útiles que las mayorías piensan que son. No son esas “maravillosas herramientas modernas”, como quiere el cliché que tantos figurones, de todos los terrenos, han repetido en los años recientes, al ponderarlas. Detrás de plataformas como Facebook, YouTube, Google, Twitter, Instagram, Tik Tok y demás, hay megacorporaciones dedicadas a procesar los datos personales y los “contenidos” que sus hambrientas multitudes les regalan para venderlos al mejor postor. Es decir, que el presunto espacio de conexión y comunicación humanas que las redes ofrecen es, en realidad, un anzuelo. Y detrás de la caña de pescar no solo están esas megaempresas, sino sus clientes: gobiernos o grupos de poder felices de contar con unos instrumentos eficacísimos de propaganda, desinformación, polarización, distorsión y hasta coacción violenta.
La revisión del apocalíptico pero muy serio y muy bien informado documental El dilema social, de Jeff Orlowski (recién estrenado en Netflix, por seguir hablando de plataformas gigantescas y poderosas...), lleva a una constatación preocupante: los ganones con el triunfo mundial de las redes no han sido la libertad ni la fraternidad humanas, sino los intereses económicos y políticos más ruines concebibles. Y las fuentes que construyen esta afirmaciónno son conspiracionistas obsesivos: son expertos contrastados y, en la mayoría de los casos, ex altos ejecutivos de las principales redes sociales del planeta. Es decir, gente “de dentro”, tan fiable que uno de ellos es directamente el inventor del simbolito para dar “like”. Vale la pena, estimado lector, que se asome a ver esta cinta y que analice a profundidad las consecuencias personales, familiares, sociales y políticas de la hegemonía de estos monstruos que, entre todos, hemos alimentado y que ahora están dispuestos a devorarnos.
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