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Tania García, educadora social: “Un niño necesita saber que en casa puede llorar sin ser juzgado y equivocarse sin ser castigado”

La escritora presenta ‘Educar hijos felices en un mundo de locos’, una guía práctica para comprender y gestionar las emociones y experiencias vitales como padres con el fin de acompañar mejor a los menores en el mundo que les toca vivir

Aprender a vivir sin urgencia desde lo esencial para educar desde otro lugar. Eso es lo que propone Tania García (Madrid, 42 años) educadora social, investigadora en neurociencia y fundadora de la Educación Real (filosofía educativa basada en el respeto), en su último libro, Educar hijos felices en un mundo de locos (HarperCollins, 2024). Rescatar y valorar los “momentos talismán” de calma para disfrutar en familia, la gratitud o alinearse con el propósito de vida son algunas de las coordenadas con las que la autora ofrece un mapa para disfrutar de los hijos y desterrar la presión o la culpa como padres. “No quería escribir un manual más de trucos sobre educación o crianza. Quería ir mucho más allá; a la profundidad emocional y vivencial de todos y cada uno de nosotros”, explica la escritora. “Lo que me motivó fue la urgencia de poner en el centro lo que casi nunca se nombra, la salud emocional de la infancia y la adolescencia”, agrega.

PREGUNTA: ¿Qué puede encontrar diferente el lector en este ensayo sobre educación infantil?

RESPUESTA: Este libro es una invitación a recordar que la infancia y la adolescencia merecen ser vividas, no aceleradas; que nuestros hijos e hijas necesitan lo mejor de nosotros aquí y ahora. Para ofrecérselo, primero necesitamos sanar, conocernos y amarnos. Vivimos en una sociedad que les exige demasiado, que corre tan deprisa que olvida su ritmo y normaliza desconexiones como la falta de presencia que terminan dejando huella.

P. ¿Cómo nació?

R. Nace como un faro y una llamada a la esperanza para atrevernos a mirar lo esencial y redescubrir que hay otra forma de educar más humana, más ética y más real. Hay que llegar a la raíz, y no pensar solo en lo mal que se portan los niños, sino en cómo los tratamos. Por ejemplo, la violencia no es solo la física o verbal. También lo es la forma en que reprimimos las emociones de los niños o adelantamos sus procesos, queriendo que sean maduros antes de tiempo. Nos obsesionamos con las expectativas y la presión externa. Nos anestesiamos con tecnologías y dejamos de estar presentes realmente. Esa violencia se esconde en frases cotidianas, en las aulas, en los lugares públicos, y por supuesto, en los hogares, donde parece que el foco siempre esté puesto en el futuro, en lo que serán mañana, olvidándonos del presente, de las personas que ya son hoy.

P. ¿Cree que la agenda actual de familias está sobrecargada y eso crea tensión incluso en los días de descanso?

R. El equilibrio no se construye solo los domingos, sino en la ética diaria con la que nos relacionamos con quienes más amamos, incluyéndonos a nosotros mismos. Los recuerdos que se quedan en la memoria no son las prisas, ni los logros externos, sino esos instantes donde alguien nos miró de verdad, nos sostuvo y nos hizo sentir que estábamos en casa. La cuestión de fondo es el modelo de vida que hemos normalizado. Vivimos anestesiados, corriendo de un lado a otro, creyendo que llenar la agenda es equivalente a educar bien o mejor. Pero vivir con este estrés crónico y esta desconexión no fortalece, sino que desgasta. No construye vínculos, los erosiona. Un hijo no necesita diez actividades, necesita saber que en casa hay un lugar donde puede llorar sin ser callado, reír sin ser juzgado y equivocarse sin ser castigado. Ese es el verdadero refugio, un espacio donde la infancia y la adolescencia puedan existir sin máscaras.

P. ¿En qué consiste la “actitud talismán” que se menciona en el libro y qué impacto tiene en los hijos?

R. Es un modo de vida. Un faro interno que ilumina incluso en medio del caos y que nada tiene nada que ver con el positivismo superficial que tanto circula hoy en día. No consiste en forzar una sonrisa o repetir frases bonitas, sino en habitar la coherencia. Cuando un adulto encuentra su propio equilibrio y se muestra real, esa calma se convierte en refugio para los hijos. En la práctica, significa algo tan sencillo y tan poderoso como que si yo me sostengo, mi hijo puede sentirse seguro. Los niños, niñas y adolescentes aprenden de lo que perciben en nuestra presencia, no de lo que escuchan en nuestros discursos. La verdadera actitud talismán es la capacidad de mostrarnos humanos, vulnerables, de reparar cuando nos equivocamos, de responsabilizarnos de nuestras propias mochilas y trabajar en sanarlas. Porque lo importante no es estar siempre bien, sino estar de verdad.

P. Lo ideal sería criar con disfrute, pero la autoexigencia suele arruinar esa posibilidad. ¿Cómo se puede revertir?

R. La autoexigencia es el eco de nuestra infancia y adolescencia. Crecimos entre juicios, comparaciones y silencios, aprendiendo que valíamos solo si cumplíamos expectativas. Ese aprendizaje no desaparece, se activa en la maternidad y la paternidad, y lo proyectamos sobre nuestros hijos. Por eso, la clave no está en maquillar el dolor con frases positivas, sino en atrevernos a mirar de frente lo que arrastramos y reconciliarnos con ello.

P. ¿Cómo se puede transmitir la importancia de tener un propósito de vida a los hijos en un mundo que presiona para seguir los caminos establecidos?

R. El propósito vital no se transmite con discursos, se contagia con ejemplo. Cuando los hijos nos ven vivir obedeciendo a un guion que nos apaga, aprenden que la vida es resignación. Pero si nos ven buscar coherencia interior, aunque incomode o duela, aprenden que merece la pena esforzarse por lo que da sentido a nuestra vida. Cada niño y adolescente llega al mundo con una voz propia y no necesita que se la demos, ya la tiene. Nuestro papel es reconocerla y no apagarla. El adultocentrismo nos ha hecho creer que sabemos más de lo que ellos necesitan, pero no es o así. Acompañar no es moldear, es guiar con amor hacia lo que verdaderamente desean.

P. ¿De padres motivados e íntegros, hijos iguales o no necesariamente?

R. Por supuesto que influyen muchos factores, como la escuela, los amigos, la cultura o las redes sociales, pero un hijo que encuentra en su hogar un lugar donde no se necesita fingir, tiene una raíz a la que volver siempre, un latido interior que le acompaña en su día a día. La integridad no consiste en no equivocarse nunca, sino en reparar.

P. Muchos padres viven atrapados en la culpa por cómo hacen las cosas con los hijos. ¿Cómo se pueden librar de ella?

R. La culpa no tiene por qué ser una cadena. Ella nos señala algo importante, pero la hemos aprendido a negar o disfrazar, a no querer mirarla de frente para ver qué nos cuenta. Así, en lugar de liberarnos, nos atrapa en un bucle interminable. Sin embargo, se trata de un faro que señala lo que duele, lo que necesita reparación. Esto se consigue con la práctica al pedir perdón, volver al vínculo real, demostrar con hechos que seguimos ahí, pase lo que pase, sin juicios ni críticas, y trabajando en nuestra propia mochila. Cuando lo hacemos, la culpa deja de ser condena y se convierte en aprendizaje, y es cuando ocurre lo más transformador, porque no solo nos liberamos nosotros, también liberamos a nuestros hijos de heredar heridas que no les pertenecen.

P. ¿Cómo se puede definir la buena educación?

R. Hay que entender la educación como un acto profundamente humano y ético. No se trata de moldear, sino de acompañar; no de controlar, sino de conectar; no de adiestrar, sino de sostener y liberar. La gran confusión ha sido creer que educar es aplicar técnicas rápidas, coleccionar trucos o disfrazar el malestar con positivismo. Eso solo perpetúa la anestesia social en la que ya vivimos. Educar hijos felices en un mundo de locos no significa blindarlos contra el dolor, eso es imposible, sino asegurarles que siempre habrá un lugar, nosotros, donde volver y sentirse completos.

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