Cuando tu bebé muere antes de nacer: “Pronunció tres palabras: ‘No hay latido’. Aullé”
Lydia Alba Baeza narra el proceso desde que le informaron que Chloe había muerto durante el embarazo hasta que salió del hospital sin su hija. “La cogí y, en ese momento, el amor lo inundó todo. Fue un bálsamo para la herida tan profunda, lacerante e incapacitante que se había abierto”
Había escuchado algunas historias. Gente lejana a la que le ocurría. Parecía ficción, parecía imposible. Pero entonces pronunció esas tres palabras: “No hay latido”. Aullé. El corazón me retumbaba en los oídos y miles de ideas inconexas se sucedían por mi mente. “Mi hija se ha muerto”, repetía escéptica. Entre todos los pensamientos recuerdo uno con mucha intensidad: “¿Cómo vamos a vivir ahora?”. Quise bajarme del potro, me sostuvieron para que no me cayera, pedí a gri...
Había escuchado algunas historias. Gente lejana a la que le ocurría. Parecía ficción, parecía imposible. Pero entonces pronunció esas tres palabras: “No hay latido”. Aullé. El corazón me retumbaba en los oídos y miles de ideas inconexas se sucedían por mi mente. “Mi hija se ha muerto”, repetía escéptica. Entre todos los pensamientos recuerdo uno con mucha intensidad: “¿Cómo vamos a vivir ahora?”. Quise bajarme del potro, me sostuvieron para que no me cayera, pedí a gritos que mi pareja viniera. No oía, no veía. El dolor inhibió mis sentidos. Me desconecté por completo de mi cuerpo. Nos tiramos a los brazos del otro, nos sostuvimos y apretamos, como cuando te pellizcas para ver si estás dormido. Nos sentía como a dos extraños. Era inverosímil, parecía una pesadilla. “Si ayer tenía hipo”, le insistía a la ginecóloga, queriendo decir en realidad: “¿Cómo es posible que haya muerto?”.
Inconscientemente, mi embarazo terminó en ese preciso momento: no volví a tocarme la barriga, no volví a interactuar con nuestra hija, no me despedí del que había sido su hogar por nueve meses. La ilusión se había esfumado, el amor estaba agazapado, el terror y la angustia se hicieron con todo. Me evadí de la realidad física de que Chloe había fallecido en mis entrañas.
El equipo médico que estuvo con nosotros nos agarró de la mano desde el primer minuto. En aquel momento era incapaz de verlo, pero nos ayudaron mucho al concedernos tiempo, todo el que necesitáramos. Para entender, para empezar a asimilar, para conectar, para decidir. Gracias a ese espacio todo fue más pausado, más tranquilo y comedido. Tras comprobar que era viable, nos recomendaron dormir en casa. “Sin prisas, venís por la mañana y comenzamos la inducción”. Aquella noche la oscuridad daba más miedo, era más densa, respirábamos a duras penas.
Al día siguiente, en la sala de espera movía las piernas con impaciencia. Al cruzar el umbral de aquel paritorio, al cual pegaron una mariposa en la puerta, una calma sobrecogedora se apoderó de mi pánico. Me sentía cuidada, protegida, comprendida. Podíamos verlo: en sus palabras, en sus ojos, en sus actos. Para ellas —las que estaban allí— también era muy doloroso. Nos guiaron con amor, respeto y cautela. “¿Vais a querer verla y estar con ella?”, nos preguntaron.
Recuerdo que, en las clases de preparación al parto, la matrona nos preguntó acerca de cuál era el sentimiento que primaba cuando pensábamos en parir. El miedo ganaba por goleada. Este es más intenso, más incontrolable, más aterrador cuando sabes que vas a traer al mundo a tu bebé sin vida. “Recordad, parir es el único dolor con sentido, gracias a él tendréis a vuestros bebés”, decía ella, insuflándonos confianza, intentando apaciguar nuestros temores. Tampoco teníamos ese consuelo. Me creía incapaz de ver a Chloe, pero confiamos en ellas, en sus palabras. “Es recomendable que la veáis, que estéis con ella y que podáis despediros”. Decir “hola” y “adiós” al unísono. Pasamos de estar unidas de la forma más íntima y trascendente a separarnos, físicamente, para siempre.
Era mediodía, empecé a sentir presión. Había dilatado del todo, pero de nuevo, tiempo. No había prisa. Nos agarrábamos las manos temblorosas, entrelazando los dedos, con las cabezas juntas y fingiendo más sosiego del que en realidad teníamos. Pasaron un par de horas más hasta que empecé a empujar. “¿Queréis poner música?”, nos preguntaron. Nuestras miradas se cruzaron y pusimos la lista que había hecho pensando en ese momento, aunque entonces en mi mente todo era radicalmente diferente, ya que estaría recibiendo vida, no muerte.
Me sentía ajena mi cuerpo, y a la vez conectada a él de una manera salvaje: podía notar las contracciones, que gracias a la epidural eran indoloras, percibía como el cuerpo de Chloe iba saliendo. Noté como la tripa se me vaciaba. “¿Sigo empujando?”, pregunté, a pesar de saber la respuesta. Solo había silencio. “No, Lydia, Chloe ya ha nacido”. La limpiaron y envolvieron con cariño. La matrona se acercó con ella entre sus brazos. Me asomé con desconfianza, temblaba de pánico. Sollocé. “Estaba dentro de mí”, empecé a repetir mientras las lágrimas caían.
Cogí a nuestra hija y, en ese momento, el amor lo inundó todo. Ponerle cara, acariciar las manos y los pies que me empujaban desde dentro, besarla, acunarla, nombrarla, encontrarle parecidos con nosotros. Fue un bálsamo para la herida tan profunda, lacerante e incapacitante que se había abierto tras su muerte. Nos tomamos fotos, la abrazamos con ternura, nuestros seres más queridos pudieron conocerla. El tiempo tampoco importaba. Nos deleitamos en observarla, en absorber cada detalle de su cuerpo: su peso, la suave textura de su piel, la forma de sus facciones. Volvería a pasar por todo el proceso solo para tenerla de nuevo entre mis brazos.
Dos días después salimos del hospital cargados, pero sintiendo las manos vacías. Sin encontrar consuelo, pero hallando un remanso al rememorar las horas que estuvimos con ella. Jamás pensé que me adentraría en la maternidad de esta forma tan desoladora, tan dolorosa. Pero hay algo que es tal y como siempre había imaginado: el profundo amor que profesamos a nuestra hija, el tremendo orgullo que sentimos por ser sus padres, y lo presente que está en nuestras vidas.
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