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Los hipopótamos de Pablo Escobar, 40 años de un grave problema ambiental

El sueño megalómano del narcotraficante sigue siendo un dilema pendiente de resolver para Colombia

En los años ochenta, cuatro hipopótamos desembarcaron en Colombia como un capricho exótico de un temido narcotraficante. Más tarde, Pepe —un descendiente díscolo— se convirtió en el más famoso de la manada cuando lo capturaron. Desde entonces, el país ha cambiado de Constitución, de presidentes y de guerras, pero cuatro décadas —y varios corresponsales— después, el titular sigue intacto: ...

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En los años ochenta, cuatro hipopótamos desembarcaron en Colombia como un capricho exótico de un temido narcotraficante. Más tarde, Pepe —un descendiente díscolo— se convirtió en el más famoso de la manada cuando lo capturaron. Desde entonces, el país ha cambiado de Constitución, de presidentes y de guerras, pero cuatro décadas —y varios corresponsales— después, el titular sigue intacto: Colombia no sabe qué hacer con los hipopótamos de Pablo Escobar. Da igual cuándo lea esto.

La historia empezó en la Hacienda Nápoles, a 150 kilómetros de Medellín, donde Escobar —poseído por el espíritu de un Noé megalómano— montó un zoológico privado con rinocerontes, elefantes y otros bichos comprados en el mercado ilegal internacional. Los hipopótamos encontraron en el entorno del río Magdalena un paraíso inesperado: agua abundante, ausencia de depredadores y un clima perfecto para reproducirse. Tras la caída de Escobar y el abandono de la hacienda, algunos escaparon de los estanques que los contenían y tomaron el río. Y, con el tiempo, los cuatro se volvieron decenas. Hoy son 169. Serán 1.000 en 2035. Y, si no se hace nada, se contarán 1.300 en 2060.

Los hipopótamos han vuelto a la conversación pública. Si es que alguna vez se fueron. El Gobierno de Gustavo Petro, ya en su recta final, tampoco ha logrado resolver el problema de la especie invasora más célebre —y pesada— del país. A finales de noviembre, El Espectador les dedicó un extenso reportaje que abría con la historia de Luis Díaz, un campesino analfabeto atacado por un hipopótamo mientras recogía agua en el charco de una finca, una mañana de mayo de 2020. Casi lo mata. “Todo el primer año, no podía escuchar el nombre del animal porque se ponía a llorar”, contaba su madre.

El reportaje trazaba también el mapa de las posibles salidas, todas conocidas y todas problemáticas. La anticoncepción con un fármaco que requiere varias dosis —y que cuesta un dineral— lograría la erradicación en unos 45 años. La captura y esterilización, que requiere al menos de 12 personas y seis horas de cirugía nocturna en un animal de tres toneladas, es un esfuerzo titánico. O la eutanasia, defendida por parte de la comunidad científica como la vía más eficaz, pero que tiene en contra a los sectores progresistas y animalistas de la sociedad colombiana.

En ese enredo anda el Gobierno Petro, que prometió una estrategia definitiva y respetuosa con los peligrosos hipopótamos: trasladar una parte de la población a santuarios en el exterior y controlar el resto con anticonceptivos. Se habló con Ecuador, Perú, Filipinas o la India, pero ningún país ha cerrado el trato: es un problema también para ellos. Los científicos critican que más allá de la intención no hay plan, ni plazos, ni financiación. Mientras tanto, la población crece, las especies endémicas están amenazadas, los ataques se repiten y crece la urgencia de hacer algo.

A pie de calle, un hipopótamo de alambre rojo de una tonelada recibe a los visitantes del Museo Nacional, en Bogotá. Es un recordatorio del problema ambiental y la prueba de que el animal dejó de ser solo una especie invasora para convertirse en algo más: un símbolo que incomoda y fascina a la vez. De hecho, hace solo unas semanas varios artistas colombianos, inspirados en los hipopótamos, inauguraron una exposición que juega con tapetes, fotografías, cuadros y hasta boñigas del animal, que han resultado ser el hábitat ideal para un hongo alucinógeno. Para rematar el simbolismo, el artista Camilo Restrepo presentó los excrementos en forma de fardos.

Colombia, siempre hábil en explorar su contradicción. Un país que convierte el problema en metáfora, en objeto estético, en reflexión incómoda de su propia historia. En memoria. Da igual cuándo lea esta carta: los hipopótamos —y, de algún modo, todo lo que los trajo hasta aquí— seguirán ahí.

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