El hijo de Hans Frank, criminal nazi ahorcado en Núremberg: “Soy contrario a la pena de muerte, excepto la de mi padre”
Una visita a Niklas Frank cuando se cumplen 80 años de los juicios que acabaron con la condena a muerte de llamado ‘Carnicero de Polonia’ y otros líderes alemanes
Niklas Frank no puede quitarse de encima a su padre, el criminal nazi Hans Frank. Nunca podrá. Él lo compara con un duende, un espíritu maligno que estuviese agarrado a sus hombros, y no lo soltase. Para siempre lo tendrá con él.
“Yo odiaba a mi padre”, dice, en una mañana nublada de otoño, en su casita en la llanura al norte del Elba, un lugar que parece sacado de un cuento de los hermanos Grimm. “Aho...
Niklas Frank no puede quitarse de encima a su padre, el criminal nazi Hans Frank. Nunca podrá. Él lo compara con un duende, un espíritu maligno que estuviese agarrado a sus hombros, y no lo soltase. Para siempre lo tendrá con él.
“Yo odiaba a mi padre”, dice, en una mañana nublada de otoño, en su casita en la llanura al norte del Elba, un lugar que parece sacado de un cuento de los hermanos Grimm. “Ahora lo desprecio”.
Niklas tenía 6 años cuando su padre se sentó en el banquillo de Núremberg. El juicio empezó el 20 de noviembre de 1945, hace hoy 80 años. Hoy él tiene 87, se quedó viudo hace tres y, mientras encadena un cigarrillo tras otro, desgrana los recuerdos y se lamenta por esta Alemania y este pasado que jamás acaba de pasar.
“Nunca terminará”, explica, “porque las víctimas siguen vivas, ardiendo en mi cerebro”.
Niklas Frank fue un príncipe del nacionalsocialismo. El benjamín del abogado de cabecera de Hitler y su virrey en los territorios entre las actuales Polonia y Ucrania, donde se encontraban los campos de exterminio de Treblinka, Majdanek, Belzec o Sobibor. El niño, el pequeño de cinco hermanos, creció entre algodones en el castillo de Cracovia desde donde el Carnicero de Polonia preparaba el asesinato de millones de judíos. Tenía 7 años cuando Hans Frank murió ahorcado el 16 de octubre de 1946 junto a los otros líderes nazis condenados a la pena capital.
Niklas llevó encima durante años con él la conocida fotografía del cadáver del padre. “Para asegurarme de que está muerto”, decía. En la imagen, se le ve con una etiqueta sobre el traje en la que se lee: “H. Frank”.
El hijo repitió durante años: “Soy contrario a la pena de muerte, excepto en el caso de mi padre”. “Soy un egoísta”, comenta ahora. “Si no hubiesen ahorcado a mi padre, él habría destruido mi cerebro con su ideología. Era un muchacho encantador. Hablaba con tanta fluidez, eran tan inspirador que seguro que habría arruinado mi cerebro y, seguramente, yo habría necesitado décadas después de su muerte para encontrar la verdad”.
Niklas Frank vive en Ecklak, un pueblo de 300 habitantes en el Estado federado de Schleswig-Holstein, al norte de Hamburgo. Desde finales de los años 70 trabajó para el semanario Stern, de Hamburgo. Fue reportero y columnista. De pequeño —en el gueto de Cracovia o en la prisión de Núremberg, donde visitó a su padre unas semanas antes de su ejecución— ya era observador. Hannelore, su mujer, era jueza en la pequeña ciudad de Itzehoe.
Al llegar a Ecklak por carretera desde Itzehoe, el anfitrión avisa a los visitantes: “Vayan al jardín de al lado antes de empezar la entrevista”. Al lado, junto a la carretera que cruza el pueblo, se ve una estatua que él ha ideado: un cocodrilo con la piel pintada de los colores negro, rojo y amarillo de la bandera alemana, y una gigantesca lágrima. En una placa se lee: “Único monumento honesto a los niños, mujeres y hombres judíos asesinados por nosotros (también vale por Austria)”.
“En lo que respecta a los crímenes alemanes”, dice Niklas, “no hay mayor chovinista que yo. No me interesan otros países con muchos asesinatos. Nadie cometió crímenes como los que cometimos nosotros con el Holocausto.”
Cerca de la estatua, hay una pequeña construcción de madera. En la puerta, un cartel indica: “Entrada al infierno”.
El visitante duda, abre la puerta con cautela. Dentro hay una foto de Hans Frank con Adolf Hitler. Hay fotos de cadáveres en los campos de exterminio. Hay otra que nunca hemos visto y causa incómodo malestar. Es el cadáver de Hans Frank. Pero no vestido, como en la foto conocida de los ejecutados en Núremberg. Está desnudo. Niklas Frank consiguió esta foto hace dos años y cree que hay que difundirla. Sería “una revancha personal”, pero dice que ningún medio quiere publicarla.
“Todo el mundo puede soportar muchas imágenes de judíos desnudos, montañas de ellos”, se queja. “¿Y no pueden soportar al asesino desnudo?”.
En la rara especie de los hijos de grandes nazis, Niklas Frank es un caso singular, desde que en los años 80 publicó el libro Der Vater. Eine Abrechnung (“El padre. Un ajuste de cuentas”). El hijo del Carnicero de Polonia confronta al padre sin concesiones, a veces brutal. Es un reflejo extremo —porque extremos fueron los crímenes del padre— de una sociedad que se embarcó a partir de los años 60 en una operación similar: la de pedir cuentas a los padres y abuelos por sus crímenes por acción u omisión. Y aceptar que esta herencia define la identidad nacional. Pero pocos fueron tan lejos como él, y no toda la sociedad compartía su actitud, ni todos los hijos de nazis. Otra Alemania se decía: sí, el nazismo fue criminal, pero negaban que sus padres o abuelos hubieran podido participar en él.
En su libro Calle Este-Oeste (Anagrama, 2017), sobre los orígenes del derecho penal internacional, el autor, Philippe Sands, reunió a estas dos Alemanias en las personas de Niklas Frank y Horst Wächter, hijo de Otto von Wächter, otro criminal nazi que, al contrario que Frank, logró escapar de Núremberg. Mientras Frank acusaba a su padre, Wächter justificaba al suyo: “Sé que todo el sistema era criminal y que él formaba para del sistema, pero no creo que él fuese un criminal”.
La conversación con Niklas Frank empieza en una minúscula cabina junto a su casa, que utiliza para fumar. Fuma los mismos Camel que fumaba su madre, Brigitte Frank, apodada la Reina de Polonia. En la pared de esta habitación hay un dibujo, hecho por uno de sus nietos, de La dama del armiño. El mismo cuadro de Leonardo da Vinci de que Hans Frank se apropió y colgó en las paredes del Wawel, el castillo de Cracovia.
Niklas evoca los pocos recuerdos agradables asociados a su padre, que le llamaba Fremdi, “extraño”, o “extranjero”, porque Hans sospechaba que el padre biológico de Niklas podía ser otro: o bien Karl Lasch, uno de sus subordinados, o Carl Schmitt, el eminente filósofo del derecho. Ese era el ambiente en el que se movía Hans Frank, abogado de Hitler en los años 20, presidente de la Academia alemana de Derecho y ministro del Reich sin cartera antes de ser nombrado Gobernador General en la Polonia ocupada.
“Es un criminal, pero se convirtió en un criminal porque era un cobarde y porque quería hacer carrera”, dice el hijo. “Además, estaba enamorado de Hitler”. Cuenta que en los diarios juveniles de su padre no ha encontrado referencias antisemitas. Cree que, si Hitler le hubiese ordenado odiar a los españoles, Hans Frank hubiese perseguido a los españoles o franceses.
—¿Y qué hay de Hans Frank en usted, su hijo?
—La cobardía. Y, si es necesario, puedo mentir perfectamente. Esta es la herencia de mi padre. Dicho esto, he mentido muy poco. Lo he hecho cuando tuve alguna relación con alguien que no era mi mujer.
Se emociona al recordarla. Recuerda una escena durante la enfermedad terminal: “Yo estaba en la parte de atrás la casa bebiendo una cerveza y llorando. De repente, en mi cabeza apareció Auschwitz, Auschwitz, Auschwitz. De un modo muy extraño, esto me reconfortó. Porque nosotros pudimos vivir una vida larga e incluso pudimos llegar a experimentar una enfermedad letal como el cáncer”.
En sus charlas en las escuelas, le pide a los jóvenes que se imaginen que los judíos muertos en los campos de exterminio son sus seres queridos. Que lo visualicen. Cómo se los llevan de casa, los meten en los trenes, los meten en las cámaras de gas. Él ha hecho mil veces este ejercicio. “¡Cuántas veces yo envié a mi mujer a la cámara de gas, a nuestra hija, a nuestros tres nietos!”, dice. “Sientes una millonésima parte del miedo que nosotros infligimos a millones de inocentes”.
A los jóvenes también les dice: “Disfrutad de la vida, pero recordad que sois alemanes. Así que debéis tener presente lo que vuestros abuelos, vuestros bisabuelos hicieron o vieron hacer y no hicieron nada para impedirlo. Por favor, reaccionad inmediatamente si os cruzáis con personas que hablan de manera inhumana”.
Niklas subraya que estos chicos y chicas “no son responsables” y “no deben sentirse culpables”, pero desconfía de los alemanes. Ve con alarma el aumento del antisemitismo y, en las declaraciones de políticos, incluso moderados, sobre los inmigrantes, un tono que le recuerda a otras épocas. Como los éxitos electorales del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania, que, en Ecklak, obtuvo un 21% de votos en las elecciones generales.
Todo el esfuerzo de Alemania para afrontar los crímenes del periodo nazi, esfuerzo modélico para muchos, para el hijo de Hans Frank tiene otro valor. “Vivimos en la mejor democracia que jamás hemos tenido, pero se construyó con nazis”. Argumenta que, tras la II Guerra Mundial y la llegada de la democracia, “obedecieron al nuevo sistema, igual que habían obedecido al III Reich”. “Doy por hecho que solo hay un millón de verdaderos demócratas en Alemania”, asegura. ”El resto está preparado para vivir en una dictadura y amarla”.
Salimos de la cabina de madera y entramos en su casa. Nos muestra una diminuta habitación, su dormitorio, donde cuelgan pinturas oscuras y retorcidas que hacía de adolescente, con ahorcados. En el salón saca una caja con fotos de la época dorada, o la más oscura, cuando los Frank reinaba en Cracovia. Están Hitler, está su padre. Presencias familiares, ni remotas ni exóticas aquí. “Esta es la Reina de Polonia, de blanco, disfrutando de la vida”, dice señalando a su madre, Brigitte, que murió en 1959, cuando él tenía 20 años. “Sabían exactamente lo que sucedía en los campos”. “¡Y este soy yo!”, dice al sacar una foto en la que debía tener un año. “El hijo malquerido del señor Frank”.
Más tarde, en su vetusto Mercedes, mientras lleva a los visitantes de vuelta a la estación, aconseja, casi a modo de conclusión de esta intensa mañana, no fiarse de los alemanes.
—¿Usted se incluye?
—A veces no me fío de mí mismo. Cuando estoy empezando a mentir. O cuando soy un cobarde. Esto me pone furioso.