Asesinatos selectivos en entredicho

En las guerras, como en el amor, no todo vale. Especialmente, si queremos evitar el deterioro de un orden mundial moral, sustentado en el derecho y la humanidad

Columna de humo tras los ataques israelíes en los suburbios del sur de Beirut el 28 de septiembre.WAEL HAMZEH (EFE)

La historia del mundo está trufada de asesinatos selectivos, tan antiguos como la propia civilización. Operaciones de Inteligencia ―una forma encubierta de terrorismo de Estado disimulada bajo del controvertido manto del principio de autodefensa― cuyo objetivo declarado es asestar un golpe irreversible al enemigo u opositor, pero que en la mayoría de los casos, como muestran los anales, no erradican la amenaza, sino que la acentúan y perpetúan. Quizá el más icónico y que primero se asoma a nuestra memoria sea el de ...

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La historia del mundo está trufada de asesinatos selectivos, tan antiguos como la propia civilización. Operaciones de Inteligencia ―una forma encubierta de terrorismo de Estado disimulada bajo del controvertido manto del principio de autodefensa― cuyo objetivo declarado es asestar un golpe irreversible al enemigo u opositor, pero que en la mayoría de los casos, como muestran los anales, no erradican la amenaza, sino que la acentúan y perpetúan. Quizá el más icónico y que primero se asoma a nuestra memoria sea el de Osama Bin Laden, líder del grupo armado de inspiración wahabí-saudí Al Qaeda, maravillosamente recreada en la recordada película La noche más oscura, de Kathryn Bigelow.

Pero existen muchos otros: el atentado en 2023 en Vancouver contra el activista sij Hardeep Singh Nijjar, al que Nueva Delhi acusaba de terrorismo; el perpetrado en 2017 contra Kim Jong Nam, hermanastro del líder norcoreano, Kim Jong Un, asfixiado con gas nervioso en Kuala Lumpur; el accidente aéreo en 2023 de Yevgueni Prigozhin, líder de los mercenarios rusos del grupo Wagner; o la muerte hace 50 años en Argentina del general chileno Carlos Prats, ordenado por la dictadura de Augusto Pinochet.

La palma, no obstante, pertenece a Israel, quien se vanagloria además por tan infame récord. En su libro Rise And Kill First (2018), el periodista judío Ronen Bergman asegura que desde 1945, fecha en la que la organización terrorista hebrea Irgun aceleró sus atentados contra el protectorado británico en Palestina, ningún país occidental ha realizado tantos asesinatos políticos como el Estado judío, la mayoría ―alrededor de 500― entre 1980 y 2000. El más masivo fue el que segó la vida de una veintena de militantes palestinos en Italia, Francia, Grecia y Chipre, en respuesta al atentado contra el equipo olímpico israelí en la los Juegos de Múnich en 1972.

Sin importar el color del gobierno ―ya fuera laborista, conservador o como el actual, de ultraderecha, dominado por el partido colono y los grupos ultraortodoxos―, desde el amanecer de este siglo, su objetivo principal han sido el partido chiíta libanés Hezbolá, la Guardia Revolucionaria iraní, la dictadura Siria y Hamás. En el caso del grupo extremista wahabí palestino, el primero fue contra su líder y fundador, el jeque Ahmed Yassin, víctima en 2004 de un misil israelí. Le siguieron Abdelaziz al Rantisi y Adnan al-Ghoul (2004), Nizar Rayyan (2009), y Saleh Al-Arouri e Ismail Haniya (2024), entre otros.

Observados en la distancia, la efectividad de estos asesinatos selectivos ―basados en el principio si vis pacem, para bellum (si quieres la paz, prepárate para la guerra)― quedan en entredicho. Doce años después de la desaparición de Bin Laden, la organización sigue muy viva, especialmente en el Sahel, donde emerge como peligro sistémico para Europa. Hamás no ha perdido su capacidad de amenaza sobre Israel, y todo apunta a que lo mismo ocurrirá con Hezbolá tras el asesinato de Nasralá. La explicación nace de un principio básico que rige estas organizaciones: su estructura jerárquica de mando es horizontal. Están regidos por Consejos de Shura, compuesto por entre siete y nueve miembros, que toman las decisiones de forma colegiada y que permiten que la sucesión sea automática, sin apenas cambios en las tácticas y las estrategias, con escaso espacio para la disidencia, y una voluntad divina de perseverar arraigada.

Sí han logrado, sin embargo, el otro objetivo: que los conflictos se cronifiquen. Pero sobre todo, y ante la inacción de los Estados por los actos terroristas cometidos por gobiernos en otros Estados, han conseguido afianzar la impunidad socavando a cada bala, a cada misil, a cada veneno, el derecho internacional y el respeto de los derechos humanos emanado tras la II Guerra Mundial. En 1976, y tras los magnicidios del presidente survietnamita Ngo Dinh Diem y del primer ministro congoleño Patrice Lumumba, el Senado de EE UU declaró los asesinatos políticos incompatibles con los principios constitucionales, el orden internacional y la moralidad. Y el entonces presidente, Gerald Ford, los prohibió en una orden ejecutiva. Partía de un principio: en todas las guerras ―incluso en las asimétricas―, como en el amor, no todo vale. Especialmente, si queremos evitar el deterioro de un orden mundial moral, sustentado en el derecho y la humanidad.

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