Europa y EE UU conmemoran el Día D (y de repente la guerra ya no parece tan remota)
El 80º aniversario del desembarco de Normandía, del que apenas quedan supervivientes, se produce en un momento en el que peligra la unidad trasatlántica
Tan lejano en el tiempo, el Día D, y tan próximo a la vez. Aquí, en las playas de Normandía, el pasado es algo casi físico: la misma arena fina, las mareas cambiantes, el cielo, ahora azul, al rato lluvioso, y el viento. Pero el pasado no se deja atrapar. ¿Cómo imaginar lo que ocurrió en este preciso lugar aquella mañana del 6 de junio de 1944?
Han pasado 80 años desde que, el 6 de junio de 1944, 130.000 soldados mayoritariamente norteamericanos y británicos desembarcaron en las costas y cont...
Tan lejano en el tiempo, el Día D, y tan próximo a la vez. Aquí, en las playas de Normandía, el pasado es algo casi físico: la misma arena fina, las mareas cambiantes, el cielo, ahora azul, al rato lluvioso, y el viento. Pero el pasado no se deja atrapar. ¿Cómo imaginar lo que ocurrió en este preciso lugar aquella mañana del 6 de junio de 1944?
Han pasado 80 años desde que, el 6 de junio de 1944, 130.000 soldados mayoritariamente norteamericanos y británicos desembarcaron en las costas y contribuyeron, junto al esfuerzo del Ejército Rojo en el frente oriental, a liberar Europa de la Alemania nazi. Ya quedan pocos supervivientes. La memoria se extingue. El desembarco en Normandía pertenece a los libros de Historia y a las películas.
Y, sin embargo, raramente aquel pasado ha estado tan presente. Como si las imágenes de las batallas en la playa de Omaha y los otros arenales ―el fuego, la sangre, las ruinas y los cementerios― ya no fuesen algo tan remoto y exótico como lo era hace 10, 20 o 30 años. Con la agresión de Rusia a Ucrania, la guerra ―otra vez ruinas y cementerios de soldados, fuego y sangre de nuevo― ha vuelto a Europa.
—Mi papá nunca nos platicaba de lo que sucedió ese día.
Quien habla es María Palacios y cuenta una historia que solo conoció de adulta. Su padre se llamaba Alfredo Palacios y contaba poco de lo que le sucedió en este preciso lugar en el que ahora se encuentra María. Han venido, además de familiares de los soldados de Día D, autoridades locales y mandos militares estadounidenses y franceses. Se cantan los himnos, se pronuncian discursos. Acaban de inaugurar un monumento a los soldados de la Navy, la Armada de EE UU. Los que desembarcaron en la playa de Omaha; los predecesores de los Navy Seals que en 2011 mataron a Osama bin Laden en Pakistán.
Esto es Omaha, la más conocida de las playas normandas, “dominada por promontorios cubiertos por plantas halófilas [que] se convirtió en un objetivo mucho más mortífero de lo que habían esperado los aliados”, relata el historiador Antony Beevor en su monumental La Segunda Guerra Mundial. “La primera oleada de invasores sufrió muchísimas bajas, víctimas del fuego de las ametralladoras y de la artillería ligera del enemigo, que acribillaba a las lanchas de desembarco en cuanto bajaban las rampas”. El Día D murieron 4.414 soldados aliados y entre 4.000 y 9.000 alemanes murieron, resultaron heridos o desaparecieron, según un cálculo de la agencia Associated Press.
María Palacios ha venido desde California con su familia a la playa de Omaha, donde su padre, Alfredo, perdió el brazo izquierdo.
—Estaba al pie del barranco, débil y cansado.
Tenía 26 años, de origen mexicano. Estaba terminando sus estudios de ingeniería cuando se alistó a la Navy. El 6 de junio de 1944 duró poco para él: herido, fue evacuado a la otra orilla del canal de la Mancha. Al regresar a Estados Unidos conoció a la madre de María y trabajó como ingeniero en el Departamento de Inspecciones del Estado de California. Inspeccionaba edificios, fábricas, puentes. Recuerda su hija que también se encargaba del Golden Gate de San Francisco: “Se subía al puente, sin brazo”.
Alfredo Palacios murió en 2015, a los 95 años. “Quería llegar a los 100″, suspira su hija. “Me habría gustado estar aquí con él”.
Cada vez son menos, los veteranos del día más largo. “No queda ni uno”, decía en 2014 uno de ellos, prueba viviente de que alguno sí quedaba. Se llamaba Walter Heline, y recibió a EL PAÍS en su casita modesta en las afueras de Baltimore. Se había alistado con 19 años. Nunca había entrado en combate antes de poner el pie en la playa de Omaha. Decía que, a diferencia de las guerras de su país en este siglo —Irak y Afganistán—, los soldados sabían entonces por qué luchaban. “Ahora no”, lamentaba hace una década, cuando Rusia había iniciado su primera invasión de Ucrania y el viejo orden europeo empezaba a tambalearse. Seis años después, en mayo de 2020, el diario Baltimore Sun daba la noticia: “Ha muerto Walter W. Heline, un ranger del Ejército con la 29ª División en la playa de Omaha el día D”.
Estos días, en ocasión del 80 aniversario del Día D, algunos de los últimos supervivientes de esta comunidad heroica y menguante —la greatest generation, les llaman en su país, la generación de los mejores, la más grande, la que dio a EE UU la que quizá fue su última victoria militar definitiva y gloriosa— viajarán a Normandía. Todos rondan los 100, y es probable que para el 90 aniversario no queden más que un puñado. El jueves 6 participarán en las ceremonias junto al presidente francés, Emmanuel Macron, y sus homólogos estadounidense, Joe Biden, y ucranio, Volodímir Zelenski. Rusia no ha sido invitada.
—¿Es esta la última vez?
Dominique Moïsi, ensayista, autor de La geopolítica de la emoción y normando de adopción, se formula esta pregunta en un doble sentido. El primer sentido se refiere a la edad de los veteranos: “¿Será la última vez en su significado biológico?” El segundo, a los peligros que acechan a la alianza entre Estados Unidos y Europa, alianza cuya hora fundacional —su hora culminante— fue el Día D. Y aquí la pregunta se refiere a las próximas elecciones de EE UU: “¿Seguirá interesándole Europa a América si Donald Trump sale elegido presidente en noviembre?”
Moïsi ha asistido a todas las conmemoraciones desde hace 40 años, y siempre ha habido un trasfondo de actualidad, desde la Guerra Fría en 1984 a la anexión de Crimea en 2014, pasando por las guerras de los Balcanes o de Irak. Pero nunca tanto como ahora, dice: “La guerra ha vuelto a Europa, y el cementerio de Colleville-sur-mer con las tumbas de los soldados caídos por la libertad evoca los cementerios en Ucrania con los soldados caídos no solo por la defensa de su país, sino por la defensa de la libertad”.
La ceremonia se celebra a tres días de las elecciones europeas y con un anfitrión —Macron— que ha avisado: “Nuestra Europa puede morir”. Y a cinco meses de unas elecciones estadounidenses que puede ganar Trump, el expresidente y candidato que amenaza con dejar a los europeos desamparados ante la amenaza rusa. Se celebra —si celebrar es la palabra exacta— con una guerra abierta en Oriente Próximo y en momentos decisivos para Ucrania, por la ofensiva rusa y las incógnitas sobre la efectividad de la ayuda occidental y su viabilidad si Trump gana.
“Por primera vez, el pasado evoca el presente y amenaza con prefigurar el futuro”, sostiene Moïsi. “Por ahora los únicos jóvenes en morir por la causa de la libertad son ucranios. ¿Qué ocurriría mañana si el conflicto se ampliase?”
El capitán Rick Woolard, antiguo navy seal y veterano de Vietnam, ha venido a Omaha Beach a inaugurar el monumento a sus predecesores, y tras un breve discurso se pregunta: “Lo que hicieron entonces, ¿podríamos hacerlo ahora?” Cuando se le pide que responda, dice: “No tengo la respuesta. Solo espero que no tengamos que descubrirla”. Se remite a la década de los 30, la de los totalitarismos y los preparativos de la II Guerra Mundial: “Estamos en 1938, todo el mundo teme que algo ocurra, esperemos que no, pero la posibilidad está ahí. Hace 30 años se derrumbó la URSS y pensábamos que habría paz, amor y felicidad para siempre, y aquí estamos ahora”.
“¿Dónde encontramos a personas dispuestas a arriesgarlo todo, a darlo todo por algo más grande?”, dice, mirando a la playa, el contra-almirante Keith B. Davids, comandante de las fuerzas especiales de la Armada de EE UU. “Esto nos inspira hoy”.
Esto es, para muchos, un lugar sagrado, y un lugar de peregrinaje. Como la familia Burridge, de Chicago, que se recoge ante la tumba de Wiliam Bechter, un piloto que fue derribado en julio de 1943 más al norte, cerca de la frontera con Bélgica. Bechter era el tío de un amigo de la familia. Tenía 22 años.
Después de la ceremonia, en la que han plantado una banderita de EE UU y otras de Francia, le han enviado la foto al amigo, que vive en Denver. “¡Increíble!”, ha contestado al momento. Richard, el padre de la familia, se emociona entre las miles de cruces y el mar: “Hemos venido para honrar lo que estos chicos hicieron para cambiar el curso de la historia y permitirnos a todos tener una vida más libre”.
Hay que conducir unos kilómetros tierra adentro, a Caen o Saint-Lô, para descubrir un paisaje urbano que se repite en esta parte de Francia: el de la arquitectura feísta de la posguerra, ciudades bombardeadas por los aliados en los meses previos al Día D y en los días posteriores. Murieron en total 60.000 civiles, según los cálculos del historiador Stephen A. Bourque, autor de Beyond the beach. The allied war against France (Más allá de la playa. La guerra aliada contra Francia). Saint-Lô, donde Macron participa el miércoles en una ceremonia, quedó destruida en un 90%: un campo de ruinas.
Las memorias se solapan en Normandía. Y esta, la de los bombardeos de población civil, es de las más complejas, porque quienes bombardeaban eran los liberadores. “Un crimen de guerra”, según el historiador Bourque.
De regreso a las playas, parada en la granja de Paulette y Bernard Petit, que eran niños el Día D, y solo tienen palabras de gratitud para los soldados de Estados Unidos que les liberaron. Otra memoria.
Recuerda Paulette la mañana de junio de 1944. Tenía nueve años. Vivían a 800 metros de la playa. Se escondió con su familia en una cuneta. “Fue entonces”, dice, “cuando empezamos a oír un ruido enorme, enorme, enorme... Los soldados gritaban. Mi papá me dijo: ‘Se pelean con arma blanca”. Al día siguiente vio pasar convoyes y alguien dijo: “Ya está, han llegado”. “Un soldado nos dio chocolatinas y cigarrillos”, explica. “Fumé un cigarrillo y me puse enferma. Nunca más volví a fumar”.
―¿En ningún momento tuvo miedo aquellos días?
―A los nueve años no se tiene miedo. No puedes morirte a esa edad.
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