Xiamen, la ciudad china que intenta atraer a su lado a Taiwán
La ciudad costera es un escaparate del Gobierno chino para captar a residentes y empresas taiwanesas e incrementar la cooperación con la isla autogobernada democráticamente
El tiempo trascurre de manera sosegada a lo largo del paseo marítimo de Xiamen, la ciudad china más cercana al archipiélago taiwanés de Kinmen. Es febrero, pero un sol brillante invita a remojarse los pies en el mar. Un par de chicas posan ante el objetivo de sus acompañantes, los más pequeños juegan con la arena. Para un visitante, la estampa resulta paradójica: no muy lejos, la neblina desdibuja varios buques militares, que surcan lentamente las aguas. Al otro lado s...
El tiempo trascurre de manera sosegada a lo largo del paseo marítimo de Xiamen, la ciudad china más cercana al archipiélago taiwanés de Kinmen. Es febrero, pero un sol brillante invita a remojarse los pies en el mar. Un par de chicas posan ante el objetivo de sus acompañantes, los más pequeños juegan con la arena. Para un visitante, la estampa resulta paradójica: no muy lejos, la neblina desdibuja varios buques militares, que surcan lentamente las aguas. Al otro lado se divisan los primeros islotes pertenecientes a Taiwán, la isla autogobernada democráticamente y que China considera una parte inalienable de su territorio. Unos días antes, el 14 de febrero, dos pescadores chinos murieron ahogados en esas aguas cuando los perseguía la Guardia Costera taiwanesa, que los acusó de estar ilegalmente en la zona. Aunque Pekín ha aumentado las patrullas tras el incidente, de momento, no se ha producido una escalada. La tensión convive aquí con el intento de China de atraer a esta ciudad costera, que casi se toca con Taiwán, a residentes e inversiones del otro lado del Estrecho.
Shao Gao ronda los 50 años. Natural de Xiamen, tiene la mañana libre para pasear por la playa. “Aquello es Taiwán”, constata señalando con el dedo el cúmulo de tierra firme que se aprecia en la distancia. Forma parte de Kinmen, el conjunto de pequeñas islas taiwanesas separadas por apenas cinco kilómetros del gigante asiático, y donde el bando nacionalista frenó en 1949 el avance de las tropas comunistas. Ese año, los perdedores de la guerra civil china establecieron en Taipéi el gobierno en el exilio de la República de China bajo la batuta de Chiang Kai-shek. Mientras, en la parte continental, Mao Zedong fundaba la República Popular China. Es el origen de uno de los mayores conflictos geopolíticos de la era contemporánea y donde continúan chocando las dos grandes potencias del siglo XXI, Estados Unidos ―principal aliado de Taiwán― y China.
“El Kuomintang se instaló en Taiwán cuando perdió la guerra, pero todos somos chinos”, asevera Shao mirando hacia Kinmen. Aunque nunca ha visitado el otro lado del estrecho, sostiene que la “reunificación” tendrá lugar “en algún momento”. “Es lo mejor para todos”, enfatiza. China considera Taiwán una provincia rebelde a la que pretende reunificar por la vía pacífica, aunque nunca ha renunciado al uso de la fuerza para lograr esta “misión histórica del Partido Comunista”. Y esa retórica, que tanto los dirigentes chinos como los medios estatales repiten hasta la saciedad, cala en la ciudadanía.
La semana pasada, Wang Huning (el máximo responsable chino de la política hacia Taiwán después del presidente, Xi Jinping), aseveró que es crucial “combatir con determinación el separatismo” y “apoyar firmemente las fuerzas patrióticas para la reunificación”. Sus declaraciones, emitidas durante la conferencia anual sobre Taiwán, son las primeras de un miembro del máximo órgano decisorio del Partido Comunista desde las elecciones presidenciales taiwanesas, celebradas en enero. Varios analistas políticos, como Bill Bishop, apuntan que el discurso de Wang es más asertivo que el del año pasado, cuando se limitó a afirmar que Pekín debía “oponerse a las actividades separatistas” y “defender con firmeza la soberanía nacional y la integridad territorial”.
Aunque China había descrito los comicios como una decisión entre “la guerra y la paz”, los taiwaneses eligieron continuar con la vía más chinoescéptica, la que propone el Partido Progresista Democrático, en el Gobierno desde 2016. El mandatario electo, Lai Ching-te, se presentaba como garante del mantenimiento del actual statu quo, en línea con las políticas de la presidenta saliente, Tsai Ing-wen. Sus ocho años en el poder han estado marcados por la ausencia de comunicación con la República Popular, el acercamiento de Taipéi a Washington, y las crecientes tensiones en el estrecho. .
“Parece que el nuevo presidente taiwanés quiere la enemistad con China, pero eso no tiene sentido. Los taiwaneses tienen familia y negocios aquí”, afirma Shao. En septiembre, de cara a las elecciones, Pekín anunció un plan de convertir la provincia de Fujian, de la que forma parte Xiamen, en una “zona de pruebas para el desarrollo integrado a través del estrecho de Taiwán”. El proyecto busca que la región funcione de escaparate para atraer a residentes y empresas taiwanesas y que se incremente la cooperación en industrias como la electrónica, la petroquímica o la maquinaria de precisión.
Xiamen es clave en ese programa. La urbe costera, de apenas cuatro millones de habitantes, rebosa energía y vitalidad, y su encanto multicultural y moderno invitan a quedarse. Según cifras de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma de China, más de 10.000 compañías taiwanesas (que representan una inversión superior a los 30.000 millones de euros) se habían establecido en Fujian antes de que se lanzara la propuesta. Unas 9.000 tienen sede en la ciudad costera, y representan una cuarta parte del valor total de la producción industrial de la ciudad, según datos de la Oficina de Xiamen para Asuntos de Taiwán.
A 20 minutos en ferri desde Xiamen se encuentra la isla Gulangyu, un enclave de dos kilómetros cuadrados que a finales del siglo XIX se convirtió en una de las cinco puertas de entrada para los intercambios con el extranjero. Así, la fusión entre Oriente y Occidente es palpable en cada esquina; las buganvillas y enredaderas cubren las fachadas de edificios de arquitectura europea, que se mezclan con templos taoístas y budistas.
Hui Min, de 55 años, regenta un restaurante en el que sirve especialidades de la región. El interior está vacío, pero en el puesto que tiene en la entrada se apelotonan varios curiosos. Intenta atraer a los viandantes y venderles ―por un precio nada módico― su producto estrella: un mango pelado en forma de flor trinchado en una varilla. “¡Compra esta hermosa flor de mango! ¡Perfecta para fotos!”, vocifera mientras su hermana corta la fruta, dándole esa forma tan particular. Su táctica funciona.
Hui, oriunda de Gulangyu, afirma que muchos de sus clientes son taiwaneses. “¡Somos una misma familia, estamos cerquísima!”, exclama. En su opinión, a sus vecinos “les encanta” viajar a “la parte continental” porque “China es mucho más avanzada tecnológicamente y la economía va mejor”. “En Taiwán no utilizan WeChat para pagar. Es un atraso”, se jacta. Asegura que ha ido a Taiwán para encontrarse con amigos y familiares. “Tenemos vínculos comerciales y sociales muy fuertes”, subraya. Pero ante la pregunta de si los resultados de las elecciones podrían estropear esos lazos, enmudece, esquiva la mirada y se lanza a cazar nuevos clientes.
En una de las calles más concurridas de Gulangyu, Lin, de 32 años, y su novio, Yang, de 35, tienen una tienda de artesanía. “Esta pulsera está elaborada con piedra coral azul, un mineral que se encuentra en las costas de Fujian y Taiwán”, detalla Lin. “Para los taiwaneses es muy sencillo visitar la parte continental, pero, para nosotros, viajar a la otra orilla es complicado”, lamenta. Los ciudadanos chinos necesitan la aprobación del Gobierno para viajar a Taiwán. El permiso solo se puede solicitar en las comisarías de algunas ciudades y si se está en posesión del hukou de esa urbe (el sistema censal vinculado al origen de una persona). El documento solo es válido para una entrada, por lo que hay que pedirlo y abonar las tasas cada vez que se quiera visitar la isla democrática.
“Nuestro corazón es el mismo. Pero ahora parece que nuestros líderes no se llevan muy bien”, concede Lin. Yang toma inmediatamente el relevo de la conversación. “Lo que pasa es que los taiwaneses son muy orgullosos”, comienza. “Pero el verdadero problema es Estados Unidos; con sus intromisiones ha provocado todas las crisis recientes a nivel internacional”, arremete.
Washington transfirió el reconocimiento diplomático a Pekín en 1979, sin embargo ha mantenido lazos “no oficiales” con Taipéi y defendido su “ambigüedad estratégica”: le vende armamento para su autodefensa y no especifica si, en caso de ataque de China, sería su mayor aliado militar. Durante la cumbre de San Francisco celebrada el pasado noviembre, el presidente Xi Jinping recordó a su homólogo estadounidense, Joe Biden, que la “cuestión de Taiwán” es el asunto “más importante y sensible” en la relación de las dos principales potencias económicas mundiales.
Yang defiende la postura de su país, pero opina que es “muy poco probable” que la tensión desemboque en un conflicto armado. “Al final la voluntad del pueblo siempre se impone. Aunque hará falta tiempo, quizás décadas”, murmura, dejando leer entre líneas. “Los chinos queremos la paz”, apostilla.
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