Nueva Germania, el delirio ario de la hermana de Nietzsche en Paraguay
Fundado en 1887 en medio del monte, este pueblo de 6.000 habitantes es hoy la evidencia del fracaso de los experimentos raciales antisemitas
En medio del monte paraguayo, asentado sobre la tierra roja y rodeado de vegetación, hay un cementerio luterano. En las lápidas se leen los apellidos de los muertos: Schütt, Flaskamp, Hähner, Schubert, Haudenschild, Fischer. Carlos Benítez se detiene frente a una en particular: “Alberto Kück”, dice sobre el mármol negro. Debajo del nombre, entre paréntesis, un apodo: “Pupa”. “Era mi amigo”, recuerda Benítez, de 72 años. Pupa era hijo de madre alemana y padre paraguayo. Como tantos otros habitantes de Nueva Germania, llevaba en su sangre el resultado de un fracaso: un experimento supremacista a...
En medio del monte paraguayo, asentado sobre la tierra roja y rodeado de vegetación, hay un cementerio luterano. En las lápidas se leen los apellidos de los muertos: Schütt, Flaskamp, Hähner, Schubert, Haudenschild, Fischer. Carlos Benítez se detiene frente a una en particular: “Alberto Kück”, dice sobre el mármol negro. Debajo del nombre, entre paréntesis, un apodo: “Pupa”. “Era mi amigo”, recuerda Benítez, de 72 años. Pupa era hijo de madre alemana y padre paraguayo. Como tantos otros habitantes de Nueva Germania, llevaba en su sangre el resultado de un fracaso: un experimento supremacista ario que en 1870 emprendieron en este punto perdido en Sudamérica Elisabeth Nietzsche, hermana del filósofo alemán, y su esposo, Bernhard Förster.
Carlos Benítez tiene una veterinaria y vive desde hace más de 30 años en Nueva Germania. Vino a trabajar, se enamoró, se casó y se quedó. Con la distancia del forastero, ha reconstruido la historia de este pueblo de 6.000 habitantes. La hermana de Nietzsche y Förster “vinieron en barco con un grupo de alemanes interesados no solo en la tierra, sino también en preservar la cultura y la ideología aria”. Los había convencido un amigo, el compositor Richard Wagner, que, embebido en el sentimiento antisemita de la época, propuso construir una nueva Alemania lejos de Europa, cerca de la naturaleza, vegana y, por supuesto, sin judíos.
Paraguay le pareció a Förster un lugar adecuado. “Después de la Guerra de la Triple Alianza [1864-1869], Paraguay fue forzado a pagar la deuda a Brasil y Argentina. El Gobierno de Bernardino Caballero vendió tierras públicas a muy bajo precio. Uno de los compradores, a crédito, fue Förster”, dice Benítez. Una docena de familias alemanas seducidas por una nueva vida se embarcaron en Hamburgo, cruzaron el Atlántico, subieron por el río Paraná desde Argentina y atracaron en el río Aguaraymi, a casi 300 kilómetros al noroeste de Asunción. La utopía aria se apagó apenas pisaron tierra. El clima húmedo y caluroso, la malaria, los parásitos y las serpientes hicieron estragos entre esas familias urbanas cargadas de hijos pequeños.
“Talaron el monte, hicieron madera y siguieron la tradición europea de construcción”, dice Benítez. “Finalmente, todo se les hizo cuesta arriba. Pensaron que iban a venir a juntar plata con la yerba y la madera, pero no tenían la habilidad para hacerlo. Algunos se adaptaron y son las familias que están ahora. No se quedaron porque les gustó, se quedaron porque no pudieron volver”.
Los Fischer fueron de los que tuvieron que quedarse en Nueva Germania. “Mi abuela tenía cuatro años cuando llegó desde Alemania en el barco de Förster”, cuenta Lidia Fischer, mientras dobla sobre una mesa la ropa recién lavada de sus ocho hijos. Habla rápido en un español salpicado de guaraní, la segunda lengua oficial de Paraguay. “Vino con su papá, su mamá y cuatro hermanos. El más pequeño falleció en el viaje y fue tirado al mar. Mi abuela decía que se bajaron en un monte, que tenían que sobrevivir de cualquier forma. Tenían una pequeña huerta y algunos animales,” dice. Lidia vive junto a su marido, Hugo Haundeschild, cerca de la casa donde nació hace 49 años en una zona rural a las afueras de Nueva Germania.
Fischer y Haundeschild forman una de las pocas familias, “no más de 15″, que aún no se han mezclado con sangre paraguaya. “Mi mamá no permitía que hablásemos el guaraní en casa y no quería que nos juntáramos con otra raza”, dice la mujer. Finalmente, el monte paraguayo terminó por colonizarlos, un poco por necesidad y otro poco por las circunstancias. Hugo recuerda que solo tuvo dos años de escolarización en alemán y que aprendió guaraní “con el personal de la chacra [granja]” de su padre. “Mi familia no quería, pero siempre nos juntábamos con trabajadores y aprendimos”. Lidia se rindió al idioma en una escuela para chicos alemanes donde el profesor solo hablaba guaraní. Ambos saben que sus hijos romperán con la tradición familiar de casarse entre alemanes. “Yo les digo que si quieren probar, prueben. Yo ya elegí al mío y acá estoy. Pero si mis hijos me dicen ‘mamá, yo quiero a esa brasileña’ pues que se arreglen, es su vida”. Lo dice con cierta nostalgia, la que intenta remediar en las fiestas que organizan en la sede de la iglesia luterana del pueblo.
El edificio ocupa un predio donde alguna vez hubo también un hospital y un gran almacén que era el centro de abastecimiento de Nueva Germania. Todavía se cultivaba la yerba mate, una práctica que se perdió en los años ochenta. El pueblo vive ahora de la fabricación de ladrillos, algo de ganadería y agricultura y, aunque muy incipiente, del turismo. Junto a la congregación luterana hay una iglesia católica. Pertenecer a una u otra es parte del cisma. Cuando aquellas familias fundadoras se abrieron a los paraguayos, también cambiaron de religión. En Nueva Germania hay descendientes de los primeros colonos que son católicos y saben poco y nada de la aventura antisemita de Förster; tampoco conocen que el cuñado de Nietzsche se suicidó diez años después de desembarcado cuando vio que las deudas y las acusaciones de estafa acababan con su sueño ario.
Las ruedas de los camiones forman una nube de tierra roja delante del comercio de Sara Fischer, a una media hora en coche de Nueva Germania. Tiene 51 años, estudió periodismo en Asunción y regresó para estar con sus padres. En este sitio polvoriento, su padre, Enrique Fischer, fabrica ladrillos. Lleva aquí desde que nació, hace 76 años, de padre alemán y madre paraguaya. Habla guaraní, apenas entiende el español y no sabe una sola palabra de alemán. “Mi mamá era demasiado paraguaya, una sargenta”, dice, y sus ojos claros se achinan cuando sonríe. “Los alemanes les tienen miedo a las mujeres paraguayas, pero aman la cultura de Paraguay, sobre todo la música y la comida. De mi abuelo tengo muy pocos recuerdos; de mi abuela sí, porque murió con 106 años”, dice Enrique. Su hija Sara lo traduce del guaraní al español.
“Sospecho que en Nueva Germania estas dos culturas se fusionaron tan profundamente que ya es difícil descubrir qué es alemán y que es paraguayo”, dice Sara Fischer. “Mi abuelo alemán no hablaba. Hizo un trato tácito con mi abuela paraguaya y él no transmitió cultura. Eso pasó en muchísimas familias de origen alemán. Los paraguayos que estaban aquí cuando llegó Förster les enseñaron el idioma, la comida, la siembra, les transmitieron todo lo que tenían. Por eso no se les permitió ese sentimiento de superioridad de la sangre, se les advirtió de que se volverían mansos. Mi abuela paraguaya hablaba de ‘esos indígenas rubios’, y nosotros éramos ‘los indígenas morenos”, cuenta.
Nueva Germania es baja y silenciosa. Los comercios se concentran sobre la carretera que conduce a Asunción y no hay restaurantes; cinco posadas reciben a los turistas que se acercan, sobre todo en verano, para pescar en las aguas del río que hace más de 150 años recibieron a Bernhard Förster y sus aventureros. Un grupo de niños juega al fútbol en una cancha municipal de cemento y el taller de motocicletas es lo más concurrido. El 13 de mayo se celebra a la Virgen de Fátima, patrona del pueblo, y la imagen pasea desde hace nueve días de casa en casa. Se reza el Rosario, se toma mate y al final se juega un bingo. Un museo que está cerrado recuerda a los primeros colonos. La comida tradicional alemana se oculta en las casas de unas pocas familias. “Hay que recuperar las tradiciones”, dice Carlos Benítez, “y sumar lo nuevo. Acá tenemos una reserva natural con caimanes a solo 400 metros de la plaza central. Y mucha historia para contar”.
Elisabeth Nietzsche regresó a Alemania en 1893, tras dejar el cuerpo de su marido, Bernhard Förster, enterrado en San Bernardino, una pequeña colonia alemana cercana a Asunción. Había fracasado en su intento por traer a su hermano desde Alemania a Paraguay: el filósofo detestaba las proclamas antisemitas que habían inspirado la creación de Nueva Germania. Cuando Friedrich Nietzsche murió en 1900, la mujer obtuvo los derechos sobre sus manuscritos y los reescribió hasta hacer de su hermano un personaje al gusto de sus ideas ultranacionalistas. En 1935, Adolf Hitler y otros jerarcas nazis acudieron a su funeral. A miles de kilómetros de Alemania, un pueblo paraguayo de calles rojas lleva una calle con su nombre: en el cartel municipal se lee Elizabeth Nigtz Chen.
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