Los días contados de Liz Truss
El nuevo ministro de Economía, Jeremy Hunt, anuncia una subida de impuestos y recortes. La mayoría de los diputados conservadores da por acabada la carrera política de la primera ministra
El ex primer ministro laborista del Reino Unido Gordon Brown ironizó hace años con una disyuntiva lapidaria sobre el destino de cualquier inquilino de Downing Street: “O fracasa, o sabe irse a tiempo”.
El fracaso de Liz Truss, obligada por los mercados y sus propios diputados a desmontar de modo acelerado todo el proyecto económico con el que se presentó para liderar el Partido Conservador, es evidente. “Me t...
El ex primer ministro laborista del Reino Unido Gordon Brown ironizó hace años con una disyuntiva lapidaria sobre el destino de cualquier inquilino de Downing Street: “O fracasa, o sabe irse a tiempo”.
El fracaso de Liz Truss, obligada por los mercados y sus propios diputados a desmontar de modo acelerado todo el proyecto económico con el que se presentó para liderar el Partido Conservador, es evidente. “Me temo que acabamos de tirar a la basura años de duro trabajo para construir y mantener una reputación como partido con disciplina fiscal y competente para gobernar”, sentenciaba el viernes Philip Hammond, exministro conservador de Economía, cuando ya estaba claro que Truss iba a dar marcha atrás definitiva en su rebaja de impuestos, y se disponía a destituir de modo fulminante a su amigo y aliado Kwasi Kwarteng para intentar salvar su mandato de primera ministra.
El problema al que se enfrentan la propia Truss y sus compañeros diputados consiste en ponerse de acuerdo en cuándo se va. Con apenas poco más de un mes en el poder, la primera ministra va a resistirse con uñas y dientes a pasar a la historia como la persona que menos aguantó en el cargo. El récord lo tiene George Canning: 119 días, en 1827, hasta que una neumonía acabó con él fulminantemente. Sus últimas palabras al morir, curiosamente, fueron “España y Portugal”.
Los conservadores son conscientes del triple obstáculo que tienen por delante: las reglas internas no permiten, en teoría, convocar unas nuevas primarias hasta que no pase un año desde las anteriores (que se celebraron en agosto). Que el grupo parlamentario imponga un nuevo primer ministro, aunque sea una figura de consenso, sin pasar por los afiliados ni por las urnas, sería impresentable en términos democráticos. Y finalmente, la idea de unas elecciones generales anticipadas, con los datos de las últimas encuestas, aterra a todos los parlamentarios tories.
“Vamos a escuchar un montón de excusas en los próximos días para echarse a reír. Es lo único que le queda a ese partido [conservador] después de 12 años de estancamiento. Pero incluso la primera ministra sabe que no está en condiciones de arreglar el estropicio que ha provocado. Y, en su interior, muchos diputados conservadores saben algo más: que ya no tienen un mandato del pueblo británico”, ha dicho el líder del Partido Laborista, Keir Starmer. Reclamaba de nuevo elecciones ante un “espectáculo grotesco” y el “dolor infligido al país”.
La tarea del nuevo ministro
El Gobierno de Truss intenta ganar tiempo. Su nuevo ministro de Economía, el moderado y centrista Jeremy Hunt, se lanzaba a primera hora del sábado a una gira intensiva de radios y televisiones, empeñado en reparar los destrozos de la primera ministra y en recuperar la confianza de los ciudadanos y los mercados. Y el primer mensaje era una enmienda a la totalidad de la política neoliberal de Truss y su ya destituido ministro, Kwarteng. “Los impuestos no van a bajar tanto como algunos ciudadanos hubieran querido. Algunos incluso van a subir”, ha avisado Hunt, que reconocía de inmediato los errores que su jefa, en una desastrosa comparecencia ante la prensa horas antes, había sido incapaz de admitir.
“Hubo errores. Fue un error, cuando estábamos dispuestos a tomar decisiones complicadas respecto a impuestos y a recortes en el gasto público, que suprimiéramos el tipo máximo del IRPF para las rentas más altas”, ha admitido Hunt en la BBC, con el tono de arrepentimiento que reclaman muchos tories. “Y fue un error actuar a ciegas y presentar estas medidas sin respaldarlas con un informe de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR, en sus siglas en inglés), que demostrara que las cuentas salían”, ha dicho el nuevo ministro.
Esa fue la principal razón de que se desencadenara la tormenta el 23 de septiembre, cuando Kwarteng presentó una propuesta de rebaja de impuestos valorada en más de 60.000 millones de euros. Nadie podía llamarse a sorpresa. Había sido la promesa repetida hasta la saciedad por Truss durante la larga campaña veraniega de las primarias. Lo que tampoco nadie esperaba era que el nuevo equipo de gobierno mostrara una falta de experiencia y de profesionalidad como la que se pudo comprobar ese día.
En medio de una inflación galopante, con una recesión en ciernes y los tipos de interés subiendo de modo acelerado, Kwarteng y Truss anunciaban un agujero descomunal en las cuentas públicas sin explicar sus planes para controlar la deuda pública. Y defendían, además, beneficios fiscales obscenos para las empresas, las rentas más altas, y los altos ejecutivos de la city financiera de Londres, en medio de una crisis del coste de la vida que atornilla a la mayoría de los ciudadanos. El Banco de Inglaterra tuvo que intervenir hasta en tres ocasiones para calmar a los inversores.
“El mandato de Truss pende ahora de un hilo”, ha dicho William Hague a Times Radio. “Todo lo ocurrido ha sido un episodio catastrófico”, se lamentaba quien también fue líder del Partido Conservador entre 1997 y 2001. “Muchos de nosotros le lanzamos multitud de advertencias sobre lo que ocurriría si ponía sobre la mesa rebajas de impuestos que no fueran compensadas con la necesaria previsión de ingresos. Dejamos claro que sería financiera y políticamente insostenible”, ha relatado Hague.
El pulso del Banco de Inglaterra
El Banco de Inglaterra, obligado a una compra extraordinaria de bonos para estabilizar los mercados y recomponer la chapuza del Gobierno de Truss, lanzó esta semana un órdago. No prolongaría sus compras más allá del viernes. El gobernador de la autoridad monetaria británica, Andrew Bailey, tenía claro que no es posible sorber y soplar al mismo tiempo. No es sostenible subir los tipos para enfriar la inflación, y calentar a la vez la economía con una compra ilimitada de bonos. Al poner un límite a su intervención, contribuyó a forzar a Truss a actuar. Los mercados daban por descontado que la primera ministra tumbaría el resto de sus rebajas impositivas. Y así fue.
Su propósito de frenar la decisión del anterior Gobierno de Boris Johnson de subir el Impuesto de Sociedades del 19% al 25% el próximo abril, que había anunciado una y otra vez durante el verano, quedó anulado. Habría subida, para garantizar ingresos adicionales de más de 20.000 millones de euros en las arcas públicas. No solo eso. Su ministro de Economía, el chivo expiatorio para salvar su mandato, sería destituido fulminantemente. Kwarteng se enteró de que Truss lo arrojaba por la borda al aterrizar en Londres la mañana del viernes, después de acortar en un día su estancia en Washington, donde participaba en las reuniones del FMI. Disciplinado, pero enrabietado, dijo a sus más cercanos, según han contado varios medios británicos, que, con su destitución, Truss solo iba a poder ganar “unas pocas semanas”.
“Ya no basta con esto. Va a ser extremadamente difícil para ella poder seguir en el cargo. Su posición es muy vulnerable”, sentenciaba David Gauke, exministro de Justicia conservador y hoy uno de los principales críticos de la deriva radical de su antiguo partido.
La comparecencia de Truss fue un desastre comunicativo. Ocho minutos de nervios y rigidez en los que la primera ministra justificaba todas las rectificaciones de su política en la necesidad de “transmitir estabilidad a la economía británica”, sin admitir que había sido ella la causante de las turbulencias de las últimas semanas.
Un “desastre”, un “espanto”, un “cadáver político”. Los lamentos, desde el anonimato, que decenas de diputados conservadores proferían a los medios después de la comparecencia de Truss el viernes, daban una idea clara de la situación. Al renunciar a todo su proyecto político y económico para seguir en el poder, la primera ministra se ha convertido en un cascarón vacío, sin legitimidad, autoridad ni poder. El futuro de su mandato está en las manos de su nuevo ministro de Economía, Hunt, que se sitúa en las antípodas ideológicas de la primera ministra. Si lograra sobrevivir, habría sobrevivido el Gobierno de Hunt. Si termina de hundirse, se habrá hundido el Gobierno de Truss.
Los mercados reaccionaron con decepción a la comparecencia de la primera ministra. La libra y los bonos de deuda pública comenzaron a descender, y el temor generalizado sugiere que el lunes será una nueva jornada de turbulencias.
Cuando los diputados conservadores decidieron que su futuro ya no podía estar ligado al de la ex primera ministra Theresa May, o al de Boris Johnson, aún dejaron que pasaran unos meses antes de poner en marcha la masacre. “Somos británicos, y no vamos a arrojar bajo el autobús a esta dama, justo cuando ha comenzado al frente de un puesto increíblemente complicado, y se enfrenta a problemas económicos muy serios”, decía el viernes el diputado Daniel Kawczynski, en defensa de Truss.
A medida que se extiende la sensación de que el tiempo se agota ―debe haber elecciones, como muy tarde, en dos años― y de que el Partido Conservador se encamina al hundimiento, los nervios afloran, y se convierte en posible lo que hace unas semanas era impensable. Se acumulan en la dirección del grupo parlamentario cartas de diputados en las que anuncian la retirada de su confianza en la primera ministra ―el mecanismo diseñado para activar una moción de censura interna― y la caballerosidad británica que defiende Kawczynski se está convirtiendo en un sálvese quien pueda atropellado.
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