El último dirigente de la URSS vivió la última etapa de su vida marcado por el vacío que le dejó la muerte de su esposa y por el aislamiento político que sufrió en su país
Durante más de 30 años Mijaíl Serguéievich Gorbachov vivió en soledad, o dicho con licencia, vivió en soledades que parecían disponerse en círculos concéntricos y que se extendían desde la intimidad no compartida a los aspectos más globales y públicos de su actividad.
La soledad más irreparable fue la que le dejó su esposa Raisa Maxímovna, ...
Durante más de 30 años Mijaíl Serguéievich Gorbachov vivió en soledad, o dicho con licencia, vivió en soledades que parecían disponerse en círculos concéntricos y que se extendían desde la intimidad no compartida a los aspectos más globales y públicos de su actividad.
La soledad más irreparable fue la que le dejó su esposa Raisa Maxímovna, fallecida de una perniciosa leucemia en Alemania en 1999. Gorbachov jamás se recuperó de la pérdida de aquella mujer con la que compartió su vida desde la época en que, como provincianos aplicados, estudiaban en la Universidad Estatal de Moscú y trababan amistad con estudiantes europeos que en 1968 defenderían la causa del socialismo con rostro humano.
En aquel duro verano de 1999, en la ciudad de Münster, donde Raisa estaba internada y en coma, Mijaíl Serguéievich soportaba dignamente la soledad y a veces, por la noche, llamaba por el móvil a los amigos, simplemente para charlar. Más adelante, Gorbachov tuvo que despedirse de su hija, Irina, y de sus nietas, cuando estas se trasladaron a vivir al extranjero.
Gorbachov se quedó en Rusia y se concentró en su fundación, que generaba una gran actividad. En conferencias por todo el mundo, el primero y único presidente de la URSS defendía la perestroika de sus adversarios y argumentaba que aquella filosofía humanista no había sido la culpable del fin de la URSS. Gorbachov estaba convencido de que los ideales de la perestroika acabarían por triunfar.
En política, la soledad más evidente fue resultado de la incomprensión de propios y ajenos ante el ritmo de las reformas internas en la URSS, especialmente económicas y políticas. Los comunistas conservadores le echaban en cara la rapidez con la que, según ellos, Gorbachov avanzaba por una senda destructiva, que amenazaba sus posiciones en el escalafón y el monopolio del poder del Partido Comunista, al que Gorbachov puso fin. Los reformistas impacientes, entre los cuales estaba el ruso Boris Yeltsin, y los que en el futuro serían llamados “liberales” le recriminaban su lentitud y su indecisión, características estas que se traducían en conflictos y tensiones en la periferia de la URSS. Mientras tanto, en el extranjero, Gorbachov era aclamado como un liberador, porque había renunciado a imponer la voluntad de la Unión Soviética con ayuda de los tanques del Pacto de Varsovia (la organización de seguridad colectiva de Moscú y sus aliados) que se hundió también junto con el sistema que representaba. En aquellos tiempos de euforia en los que caía el muro de Berlín, se dio por extinguida la Guerra Fría con excesiva precipitación.
Los dirigentes de las 15 repúblicas federadas que formaban la URSS vieron su gran oportunidad en la perestroika y una parte de ellos se centró en sus propios proyectos nacionales, haciendo imposible con ello la cristalización de la URSS como Estado democrático, suponiendo que esa opción extremadamente compleja hubiera existido alguna vez en un sistema que se desmoronaba política, económica e ideológicamente.
Al declarar la soberanía de Rusia en 1990, el populista Boris Yeltsin arrebató a Gorbachov su principal base de poder y también arrancó el núcleo y la nervadura de lo que había sido la URSS. Gorbachov se quedó solo en el Kremlin el 8 de diciembre de 1991, cuando los tres líderes eslavos —Yeltsin en nombre de Rusia, Leonid Kravchuk en nombre de Ucrania, y Stanislav Shushkevich en nombre de Bielorrusia— decidieron anular el Tratado de la URSS, el documento firmado en 1922 que constituía la base legal del Estado. Después, en contra de lo declarado, aquellas repúblicas que se pretendían hermanas adoptaron rumbos dispares y a veces enfrentados.
Los intentos de Gorbachov de volver al Kremlin por la vía de las urnas concluyeron en un estruendoso fracaso al quedar en séptimo lugar con un 0,5% de los votos. Su apoyo en la Rusia postsoviética siempre ha sido muy bajo, pues en la mentalidad colectiva el nombre de Gorbachov está asociado con el fin de la URSS.
En época de Vladímir Putin, las medidas represivas contra los “agentes extranjeros” incrementaron la soledad de Gorbachov, que no deseaba ser etiquetado como tal y, por lo tanto, tuvo que renunciar a cualquier financiación exterior para su fundación, que dejó así de tener la proyección internacional de la que había gozado.
Gorbachov nunca quiso destruir la Unión Soviética y en la primavera de 1991 intentó por todos los medios que varias de las repúblicas federadas aceptaran firmar un nuevo Tratado de la Unión, lo que debería haber sucedido en agosto de aquel año. Pero los dirigentes republicanos lo dejaron solo y el intento de golpe de Estado perpetrado por varios dirigentes de la URSS determinó el fin del Estado.
Impopular en Ucrania
En 2014, Gorbachov apoyó la anexión de Crimea por Rusia y por esa razón su figura es impopular en Ucrania. Sin embargo, en la persona de Gorbachov se fundían lo ruso y lo ucranio, pues su madre era de este origen y el pequeño Misha Gorbachov se formó escuchando las canciones campesinas ucranias de su abuela. A veces, las cantaba en público y en una ocasión en la que fui a verle, me recitó una melodiosa poesía de su infancia. Esa parte de su biografía es imprescindible para entender su posición.
A veces, durante algún debate, Gorbachov parecía ausente, pero su cabeza estaba activa y atenta y en ocasiones diseccionaba la realidad con una sola frase lapidaria. En la última celebración de su cumpleaños, a la que asistió en persona en 2020, me sentaron a su lado en la mesa. En parte, lo hicieron para librarlo de las influencias perniciosas de Alexéi Venedíctov, por entonces director de la emisora El Eco de Moscú, y Dimitri Murátov, director del periódico Nóvaia Gazeta. Irina, la hija de Gorbachov, temía que si se sentaba entre sus dos grandes amigos acabaría tomándose una copita de más o animándose con exceso. En la solapa de la americana, Gorbachov llevaba una insignia: era la del partido socialdemócrata que había fundado tras el fin de la URSS. Mijaíl Serguéievich reparó en que yo miraba la insignia y me preguntó si recordaba aquel partido. Claro, ¿pero qué fue de él? “Putin me llamó un día para preguntarme cómo iba el partido y al día siguiente lo clausuraron”, dijo con sarcástico humor.
A la hora de las condolencias, Putin ha enviado un escueto y frío telegrama que cumple con el protocolo y se limita a obviedades sin valoración, excepto en lo que se refiere a la “labor humanitaria, benéfica y de divulgación” que ha realizado Gorbachov “en los últimos años”. Su lacónico mensaje contrasta con el tratamiento que dispensó al presidente de Rusia, Boris Yeltsin, cuando este falleció en abril de 2007. Entonces se celebró un funeral de Estado y se decretó una jornada de luto nacional. Putin no solo envió unas condolencias a la familia, sino que acudió a los funerales y pronunció un discurso en el banquete solemne celebrado en el Kremlin que siguió a las exequias. Yeltsin fue enterrado ya en el espíritu del imperio, con tres dignatarios ortodoxos que oficiaban la ceremonia en el templo del Cristo Salvador. Era el primer dirigente ruso al que se despedía con una ceremonia religiosa en más de un siglo y Putin elogió al finado por ser “un hombre de alcance y amplitud de alma verdaderamente rusos”, un hombre de “voluntad inquebrantable y verdadera determinación”. Gorbachov también era ruso, un ruso de las regiones del sur donde aún puede sentirse la influencia de antiguas civilizaciones mediterráneas, un ruso europeo, amante de la vida, que no veía una contradicción insuperable entre su país y el mundo.