Un año de las inundaciones en Alemania: lecciones de una catástrofe en el valle del Ahr
El epicentro de las graves riadas que arrasaron varias zonas de Europa central intenta volver a la normalidad y prepararse para un futuro de fenómenos meteorológicos extremos
El río Ahr es a principios de este mes de julio poco más que un riachuelo. Una corriente de apariencia completamente inofensiva que en algunos puntos parece incluso poder cruzarse a pie. Pero hace un año el manso Ahr, afluente del Rin, se convirtió en pocas horas en un tsunami furioso que arrasó coches, árboles, puentes y casas enteras en este idílico valle cubierto de viñedos. Tino Rossi, de 71 años, es un hombre alegre, y por eso trata de mantener la sonrisa mientras ense...
El río Ahr es a principios de este mes de julio poco más que un riachuelo. Una corriente de apariencia completamente inofensiva que en algunos puntos parece incluso poder cruzarse a pie. Pero hace un año el manso Ahr, afluente del Rin, se convirtió en pocas horas en un tsunami furioso que arrasó coches, árboles, puentes y casas enteras en este idílico valle cubierto de viñedos. Tino Rossi, de 71 años, es un hombre alegre, y por eso trata de mantener la sonrisa mientras enseña lo que queda de su casa en Altenahr, un pueblo de algo menos de 2.000 habitantes. Todavía puede verse la huella marrón a media pared de la buhardilla. “Mi mujer y yo pudimos salir en el último momento, cuando nos llegaba el agua hasta aquí”, dice, señalándose la barriga.
La noche del 14 al 15 de julio de 2021, las fuertes lluvias que cayeron en el oeste de Alemania y zonas de Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo provocaron unas inundaciones nunca vistas. Según el servicio meteorológico alemán, algunas regiones nunca habían sufrido precipitaciones de esa magnitud en más de un siglo, desde que existen registros. La tragedia se cobró la vida de más de 200 personas, 134 de ellas en el valle del Ahr, en Renania-Palatinado. La casa de Rossi, en primera línea de río, se había construido en 1670. “Había sobrevivido a todo, a todas las inundaciones”, explica su dueño. La última ocurrió en 2016. Rossi y su mujer, que habían restaurado con mimo la propiedad unos años antes, creían haber aprendido la lección. Después de que se les llenara de agua el sótano, instalaron barreras contra las inundaciones. “Pero nadie esperaba algo como lo que llegó”, se encoge de hombros. Las barreras se quedaron cortas: nada menos que seis metros cortas.
Un año después de la catástrofe, el valle del Ahr vive un lento regreso a la normalidad. Centenares de personas residen todavía en las pequeñas casas prefabricadas de 30 metros cuadrados que salpican la mayoría de los pueblos de la zona. Otros se fueron a ciudades cercanas como Bonn mientras esperan reconstruir sus casas. Rossi no lo hará. “Ya no queremos vivir aquí. No nos sentimos seguros. No mientras no tomen medidas”, dice al tiempo que muestra una foto de su vecina subida a horcajadas en el tejado de la casa de al lado la noche de la inundación, con el agua casi tocándole los pies.
“Volverá a ocurrir y puede que sea incluso peor por culpa del cambio climático”, lamenta este arquitecto jubilado, que asegura que lleva años pidiendo a las autoridades medidas de retención de agua que eviten o palien la acumulación del año pasado. El valle del Ahr es muy estrecho. Llevaba días lloviendo. El terreno estaba saturado y no pudo absorber la inaudita precipitación que cayó aquel día.
Aunque se intentan extraer lecciones de la catástrofe, apenas se han puesto en marcha medidas de adaptación a la emergencia climática. Para empezar, prácticamente todas las casas afectadas se podrán reconstruir, aunque estén a escasos metros del río. Lo único que exige ahora la nueva normativa es que no haya habitaciones en la planta baja, es decir, que nadie duerma a ras de suelo. Muchas de las víctimas fueron sorprendidas por la súbita crecida del agua cuando ya se habían acostado y no les dio tiempo a reaccionar.
La inundación dejó pueblos enteros sin electricidad ni agua corriente, en algunos casos durante meses. También acabó con las calefacciones, que en esta zona son mayoritariamente de gasoil. El primer invierno se instalaron calefacciones eléctricas móviles como solución rápida, pero ahora los ayuntamientos trabajan con expertos de la Agencia Medioambiental de Renania-Palatinado y de la Universidad de Mainz para diseñar sistemas adaptados al cambio climático. La mejor opción, aseguran sus responsables, es calentar las casas usando la energía geotérmica del subsuelo mediante la perforación de pozos. Ya hay 12 pueblos que se han sumado a una iniciativa que busca prescindir de los combustibles fósiles. “De catástrofes como esta hay que intentar extraer oportunidades”, dice Paul Ngahan, ingeniero de la agencia pública.
Los depósitos de gasoil son los culpables de que muchas de las casas afectadas tengan que ser demolidas. El agua se seca con el tiempo, pero el combustible se impregnó en las paredes de tal forma que edificios que parecían salvables han sido declarados en ruinas meses después. Solo en Altenburg, una localidad de apenas 600 habitantes, más de 20 edificios han sido demolidos por ese motivo.
La reconstrucción va muy lenta. Y no es por falta de dinero, asegura Werner Lanzerath, vicealcalde de Altenahr. El Gobierno federal destinó un fondo de 30.000 millones de euros para reconstruir infraestructuras ―quedaron inservibles decenas de puentes y centenares de kilómetros de carreteras y vías férreas― y para cubrir los gastos de quienes no tenían seguro. “Un tercio de los afectados no estaban asegurados”, dice el vicealcalde, “en muchos casos porque sus casas están tan cerca del río que las aseguradoras no quisieron hacerles pólizas que cubrieran desastres naturales como inundaciones”.
Más de 14.000 de esos millones le corresponden al valle del Ahr, pero muchos afectados se están encontrando con otro problema muy alemán: la burocracia. “El dinero tarda en llegar. Es un proceso complejo y no todo el mundo es capaz de enfrentarse a ese papeleo”, asegura Lanzerath. Además, las ayudas solo cubren el 80% del coste de las reparaciones.
Pero aun con el dinero en la mano, contratar a una cuadrilla de albañiles es misión casi imposible. Los profesionales están desbordados por la demanda. Hay miles de casas y negocios afectados por las riadas que necesitan reparaciones. Lo sabe bien Mark Kreuzberg, que todavía no ha tenido tiempo de arreglar los destrozos en su propia casa. Su empresa de carpintería, con seis trabajadores, no da abasto: “Ya estábamos desbordados antes. Ahora, además, el material se ha encarecido muchísimo y tarda en llegar por los cuellos de botella internacionales. El coste de la construcción se ha vuelto estratosférico”.
La familia de Kreuzberg no llegó a tener que mudarse, aunque la primera planta de su casa se inundó hasta el techo. Estuvieron tres meses sin agua ni electricidad. Un amigo les prestó un generador y cocinaban con una barbacoa a gas. “No hay alternativa a la reconstrucción”, dice. “No se puede trasladar a las 40.000 personas del valle a las montañas”. Él, desde luego, no querría moverse ni salir del valle: “Nací aquí. No sabría a dónde ir, si le soy sincero”.
Una frase se repite a menudo en el valle: “Hay que seguir adelante”. El Ahr segó vidas, arrasó con las casas y el medio de vida de los afectados directos, pero también impactó en la vida cotidiana de toda la comunidad. El río se llevó por delante decenas de colegios; muchos siguen cerrados. Otros, como el instituto de Bad Neuenahr-Ahrweiler, se han adaptado sin apenas perder estudiantes por el camino: una empresa local ha cedido gratis un terreno y ahora los 850 alumnos dan las clases en edificios provisionales hechos de contenedores a cinco kilómetros del pueblo, en una zona elevada.
A dos semanas de la jubilación, el director, Heribert Schieler, recorre el antiguo instituto, situado a unos 300 metros del río, enseñando las paredes, techos y suelos desnudos y recordando qué había en cada parte del moderno edificio. Se le nota especialmente afectado al pasar por los laboratorios de ciencias: habían recibido un costoso equipo nuevo un mes antes. Ni se había inaugurado. “Esto no fue una inundación, fue un tsunami”, recuerda. “No había agua y en cuestión de 10 minutos llegaba hasta el techo”. Un año después, los albañiles siguen desescombrando y secando las paredes. “Todavía no podemos reconstruir. Queremos protegerlo de las inundaciones, pero no sabemos cómo. Calculo que pasarán casi 10 años hasta que se pueda volver”.
El instituto provisional se construyó en cuatro meses, “algo extraordinario para Alemania”, subraya Schieler. Se niveló el terreno y se creó de cero un sistema de recogida de aguas. Cada aula se compone de cuatro contenedores. Hay 300 en total, por los que se paga un alquiler “monstruoso”: 2,5 millones al año. Pero, de nuevo, el dinero no está siendo un problema. La accesibilidad, sí. Antes, muchos alumnos llegaban de los pueblos cercanos en tren. “Pero el agua se llevó por delante las vías. Ahora cuesta imaginarse que hubo ferrocarril en el valle del Ahr”, lamenta el director. Pese a la incomodidad de estar a las afueras de la ciudad, apenas han perdido a 30 o 40 alumnos, que en su mayoría se han matriculado en Bonn, a 35 kilómetros.
Alemania discute estos días, coincidiendo con el primer aniversario de la tragedia, cómo debe prepararse para afrontar este tipo de desastres naturales. El ser humano ya ha alterado el clima, y sigue haciéndolo, por lo que en el futuro los fenómenos meteorológicos extremos serán más extremos y más frecuentes, como asegura Stefan Lechtenböhmer, investigador del Instituto Wuppertal. Algunos muy espectaculares, como las inundaciones del año pasado, y otros menos, como las sequías, pero con un impacto masivo. “Por eso, necesitamos adaptarnos y hacernos más resilientes. Los costes de la mitigación son altos, pero mucho menores que los de la adaptación. Cuanto más esperemos, más caro será hacerlo”, apunta este experto.
Las inundaciones en el centro de Europa son un buen ejemplo de lo caro que resulta esperar a que sucedan los desastres. Las pérdidas económicas solo en Alemania ascendieron a 40.000 millones de euros, según los datos que maneja Lechtenböhmer. Fue el segundo evento climático más costoso de 2021, solo por detrás del huracán Ida, que dejó un rastro de destrucción y más de un centenar de muertos en la costa este de Estados Unidos. Los fondos liberados por el Gobierno para la reconstrucción del valle, 30.000 millones de euros, equivalen al 0,8% del PIB alemán de 2021. Se está viendo cómo el célebre Informe Stern sobre la economía del cambio climático, el primero encargado por un Gobierno a un economista en 2006, “se está materializando en Europa central”, avisa el experto.
Bad Neuenahr-Ahrweiler es una antigua ciudad balneario con una sorprendente concentración de clínicas y farmacias que daban servicio a los miles de pensionistas que se habían trasladado aquí al jubilarse. Muchos han perdido sus casas y ya no volverán. El turismo, la principal actividad económica junto con la viticultura, ha quedado en suspenso. La mayoría de los restaurantes y hoteles siguen cerrados y pasear por sus calles confirma la sensación de estar en “pueblos fantasma”, como los describe Tino Rossi.
Desde la calle se aprecia actividad en el negocio familiar de Nicole Nelles en un área industrial de Bad Neuenahr-Ahrweiler, a unos 200 metros del río. Gracias a que el dinero de la aseguradora ha ido llegando, ella y su marido han podido reconstruir la tienda y el taller y comprar de nuevo la maquinaria con la que fabrican muebles a medida. Huele a nuevo en el showroom donde vuelven a recibir clientes, sobre todo restaurantes, hoteles y bodegas de la zona. Su casa, que está casi en el río, quedó “destrozada”. Solo se han salvado las paredes exteriores y mientras la reconstruyen viven con sus dos hijos en un apartamento de alquiler.
El tejido empresarial ha quedado muy dañado. Más de 100 pequeñas y medianas empresas sufrieron de una u otra forma las inundaciones, y no todas estaban aseguradas contra fenómenos meteorológicos. La mayoría quieren volver a abrir. El hijo de Nelles se prepara para tomar el relevo en un par de años. “Creemos que el valle tiene futuro y que podremos recuperar el turismo. Le debemos la reconstrucción a la nueva generación”, asegura la empresaria. “Eso sí, tenemos que adaptarnos. No podemos volver a hacer las cosas como antes”, añade.
La bodega de Adolf Schreiner es uno de los pocos sitios abiertos en Rech, un pueblo pequeño río arriba dedicado a los viñedos y al turismo. Su famoso puente de piedra del siglo XVIII es el testimonio más patente de la fuerza con la que bajaron las aguas aquella noche. La tromba arrancó de cuajo uno de los arcos. El pueblo ha decidido, no sin polémica, demolerlo, pese a que está catalogado. Un letrero indica dónde encontrar el nuevo puente provisional.
Muchas horas de trabajo después, la bodega de Schreiner luce como nueva. Empieza a organizar algunas catas y a vender a los aún escasos visitantes botellas del pinot negro (Spätburgunder, en alemán) y el riesling típicos de la zona. La crecida inundó la bodega y destruyó 5.000 litros de vino, pero lo peor se lo llevaron las viñas. Perdió un tercio de las cepas, y las nuevas tardarán entre tres y cuatro años en producir de nuevo.
El suyo es también un negocio familiar. Su hijo Simon se sacó el título de viticultor el mismo día de la inundación, así que ni se planteó abandonar. “Los dos somos bomberos voluntarios y al ver la predicción de fuertes lluvias me llamó para preguntarme si debía volver. Le dije: ‘Quédate, será solo un poco de agua en el sótano’. Era imposible imaginar lo que sucedió después”, relata. Schreiner repite también una frase muy pronunciada en el valle: “De haberlo sabido unas horas antes podríamos habernos preparado”.
¿Qué falló para que nadie avisara a los pueblos río abajo cuando la tromba de agua arrasó con todo en Schuld, donde empezó la destrucción? ¿Por qué en el tiempo que tardó en llegar el tsunami a los siguientes pueblos no se dieron instrucciones de evacuar? Son preguntas que todavía resuenan en el valle. En la capital del Estado de Renania-Palatinado, el Parlamento regional ha abierto una comisión de investigación. Atribuirá culpas, incluso políticas, pero el propósito declarado es aprender de los errores.
Ya ha habido cambios. Ante los evidentes fallos en la comunicación, se han vuelto a instalar las tradicionales sirenas que desde el final de la Guerra Fría habían ido desapareciendo paulatinamente. Desmantelarlas fue un error, ha dicho esta semana la ministra federal del Interior, Nancy Faeser. Las autoridades han llegado a la conclusión de que no se puede confiar únicamente en las aplicaciones y los teléfonos móviles, que aquel día se quedaron sin cobertura.
La mayoría de responsables políticos niegan que se cometieran errores y aseguran que con tal volumen de agua no se podría haber hecho nada más. Los bomberos, en cambio, son bastante más críticos. Florian Ulrich, de 33 años, estaba de guardia aquel día en Ahrbrück, un pueblo de 1.200 habitantes. “Los avisos que nos llegaron eran los normales que recibimos dos veces al año cuando se espera agua. En esos casos se revisan las bombas de agua y el equipo y nada más. Nadie nos previno de la escala que iba a tener”, relata en el parque de bomberos, donde es el único profesional y el jefe de la brigada. El resto, como es habitual en las zonas rurales de Alemania, son voluntarios.
“Muchos de mis compañeros están traumatizados”, relata. Solo en Ahrbrück murieron nueve personas. El río se llevó por delante la casa de una familia. Padre, madre y una hija consiguieron agarrarse a un árbol, “pero a las dos mujeres se les agotaron las fuerzas”. Solo pudieron salvar al padre. Ni la mejor de las preparaciones ni el equipo más moderno podrían haber cambiado las cosas, asegura. Pero sí un aviso temprano que les permitiera evacuar a la población. “El Estado ha fallado absolutamente en la prevención de emergencias”, asegura. Aquella noche, e incluso al día siguiente, los bomberos estuvieron completamente aislados del resto del mundo. “Tuvimos que mandar a gente a pie para comunicarnos, como en los viejos tiempos”.
El servicio meteorológico alemán (DWD) lanzó varias alertas en los días precedentes. “La predicción meteorológica estaba bastante clara”, asegura Frank Kaspar, jefe de Monitorización del Clima de la agencia pública. En tres días cayó tanta agua en el valle del Ahr como en dos meses de julio sumados. Fue algo completamente excepcional, pero el incremento de la temperatura, que en Alemania, con 1,6 grados, es superior al 1,1 de media en el mundo, aumentará el número de estos eventos extremos. “Si el aire está un grado más caliente puede retener el 7% más de agua”, explica Kaspar.
Si la predicción era clara, ¿por qué no llegó el aviso? “Al final de la cadena, el mensaje no se entendió”, asegura el meteorólogo. Las autoridades trabajan ya en cómo traducir a conceptos claros que pueda entender todo el mundo qué quiere decir que va a caer una determinada cantidad de agua en un sitio. O más bien, para qué habría que estar preparado. La alcaldesa de Altenahr, Cornelia Weigand, asegura que las predicciones fallaron, aunque entiende que era imposible imaginar la magnitud de la crecida. Aquella tarde, cuando el agua subía a un ritmo de dos metros cada hora, llamó desesperada “mil veces” a la capital, Coblenza, para recibir instrucciones. “No sabían qué decirme”, recuerda. Al final fallaron todas las comunicaciones y se quedó sola. Una vecina suya se ahogó.
En un túnel de Altenahr están marcados los hitos a los que llegó el agua en las inundaciones que ha sufrido el valle desde el siglo XIX. La primera es de 1888. La más alta, de 1910. Para marcar la de 2021, alguien ha dibujado una línea por encima y ha añadido: a partir de aquí, cinco metros más. El vicealcalde de Altenahr levanta el brazo para mostrar, a más de siete metros, la mancha que atestigua el nivel del agua. A los 64 años, con su casa afectada y viviendo de alquiler, no sabe si esperará a que todo vuelva a la normalidad o acabará mudándose a la ciudad. Comparte la preocupación de muchos de sus vecinos, que piden un plan para prevenir otra riada. “Están reconstruyendo sus casas, sí. Pero el río sigue ahí”.
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