Macron-Le Pen: viaje por la Francia que no llega a fin de mes

EL PAÍS visita los últimos días de campaña las regiones francesas del descontento: desde el Aisne, plaza fuerte del lepenismo y la abstención, hasta los arrabales del norte de Marsella donde Mélenchon arrasó

Una vecina de Hayange paseaba el sábado por la localidad, con la planta siderúrgica oxidada de fondo.ÓSCAR CORRAL
Marsella -

Francia elegirá este domingo al próximo presidente de la República y, antes de que se sepa el resultado, una cosa es segura: la extrema derecha de Marine Le Pen obtendrá el mejor resultado en la historia. Es más: el voto del no —el no al presidente Emmanuel Macron, claro favorito, y un no más difuso al sistema que se manifiesta en la abstención o el voto por otros candidatos radicales— habrá congregado ...

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Francia elegirá este domingo al próximo presidente de la República y, antes de que se sepa el resultado, una cosa es segura: la extrema derecha de Marine Le Pen obtendrá el mejor resultado en la historia. Es más: el voto del no —el no al presidente Emmanuel Macron, claro favorito, y un no más difuso al sistema que se manifiesta en la abstención o el voto por otros candidatos radicales— habrá congregado en la primera y la segunda vuelta a una mayoría de franceses.

Seis años después del Brexit y de la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, y cinco después de la primera victoria de Macron ante Le Pen, las urnas han vuelto a poner bajo tensión la estabilidad de un gran país occidental. Los sondeos son unánimes: el centrista Macron saldrá reelegido. Pero la ventaja será inferior a la de hace cinco años, cuando ganó a Le Pen con un 66% contra un 34% de votos. El descontento no se ha calmado en este tiempo. Aunque todo es más complicado.

“¿Marine Le Pen? ¡No está a altura! ¡No puede dirigir el país!”, zanja Jean-Pierre Ledoux, un conductor de autobuses jubilado, mientras arregla el jardín de su casa en Cerny-en-Laonnois, un pueblo de 67 habitantes fundamental, pese a sus dimensiones, en la historia de Francia y Europa. En los alrededores se libró la batalla del Chemins-des-Dames, decisiva en la Primera Guerra Mundial. El 10 de abril, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, candidato de la izquierda populista de Francia Insumisa, sumaron 22 votos: un 58%.

Monsieur Ledoux fue uno de los seis votantes de Macron en Cerny: una nota a pie de página en el departamento rural del Aisne, uno de los cuatro que Le Monde identificaba esta semana como los territorios del no. En estos departamentos, más de siete cada 10 electores han votado a Le Pen, a Mélenchon o se han abstenido.

La vecina, puerta con puerta, de Jean-Pierre Ledoux se llama Sophie Gléron y también está jubilada. Se acerca a la valla del jardín cuando ve a los periodistas y hace un gesto con la mano. “¡Hasta la coronilla!”, dice. “¡Hasta la coronilla!”, repite. Y explica que, después de trabajar toda la vida de obrera en una fábrica y de cuidadora de ancianos, su pensión no llega a los 1.000 euros y que hay que cambiar las cosas. Por eso votará a Le Pen. La mujer habla con nostalgia de unas vacaciones en Salou hace años. Y declara: “Si gana Marine, ¿qué peligro hay? Habrá que probarlo, ¿no?”

Jean Pierre Ledoux delante de su casa en Cerny-en-Laonnois.ÓSCAR CORRAL

EL PAÍS ha viajado durante los dos últimos días de campaña y la jornada de reflexión por esta Francia del no: desde el Aisne, plaza fuerte del lepenismo y la abstención, hasta los arrabales convulsos y multiculturales del norte de Marsella donde Mélenchon arrasó, pasando por las ruinas de la industria siderúrgica de la Mosela en la frontera con Alemania y Luxemburgo.

Primer apunte: el no es diverso: en el Aisne y la Mosela, dominan los lepenistas; en Marsella, los votantes de izquierda que no dudarán en votar por Macron en la segunda vuelta. Segundo: entre los votantes de Le Pen hay resignación. “De todas maneras, no ganará”, dicen muchos. “Uno se pregunta si la cosa está trucada”, sugiere Daniel Ronsin, un carnicero jubilado que pesca en un estanque en el municipio de Corbey, en el Aisne.

Tercer apunte: el sentimiento predominante no es tanto la cólera como el hartazgo o la desafección. Nadie quiere tomar de nuevo la Bastilla ni echarlo todo por tierra. Aparte de los convencidos, que van a los mítines y la aplauden con fervor, los votantes de Le Pen en la Francia rural e industrial no esperan gran cosa si es ella la vencedora. La ven simplemente como una manera de agitar las cosas en París.

“Yo quiero un cambio”, dice Julie Parelle, una enfermera de 38 años, mientras pasea a su perro junto al estanque donde pesca Daniel Ronsin. Parelle trabaja en el turno de noche de un hospital en Reims, a 40 kilómetros de Corbeny, un pueblo de 734 habitantes en medio de la llanura norteña. Esta mujer estuvo en la trinchera de la covid, cuando los aplaudíamos cada noche. Al llegar la vacuna, era de las que se resistía, pero Macron la obligó: los sanitarios no vacunados perdieron el trabajo. La enfermera sabe lo que es ponerse al volante del coche cada día, ida y vuelta, mientras la gasolina sube. Todo parece lejos en Corbeny, donde Le Pen sacó un 45% de votos. “Es más por despecho y por intentar algo distinto”, justifica Julie Parelle. “Para provocar un electrochoque”.

Francia es un país fracturado, un archipiélago formado por centros y periferias, según los sociólogos, politólogos, demógrafos, geógrafos que llevan años diagnosticando el mal francés. En esta campaña electoral, todas estas fracturas han aflorado. Ricos con diplomas y pobres con estudios. Metrópolis globales y campo en declive. Periferias multiculturales y ciudades de provincia. Pensionistas con ingresos estables y fijos y jóvenes de futuro incierto. Franceses a los que la vida les sonríe —o que creen que les sonríe— y franceses que se sienten atrapados en su barrio o en su pueblo, y creen que las élites los desprecian y nunca les permitirán participar en el juego de los ganadores.

Pascal Blondel muesta su apoyo a Marine Le Pen a la entrada de un mitin en Arrás.ÓSCAR CORRAL

Cuando un territorio o un ciudadano cae del lado malo de la divisoria, crecen las probabilidades de que se alinee en el campo del no. Pascal y Valérie Blondel son un matrimonio de Bruay-la-Buissière, vieja ciudad minera y viejo feudo socialista hoy en manos del Reagrupamiento Nacional, el partido de Le Pen. Él tiene 52 años y es jardinero. Ella, 53 y no trabaja. Tienen dos hijos veintañeros, pero que viven en casa. Dicen que el 10 de cada mes, después de pagar las facturas, ya no les queda nada.

“Gano 1.300 euros de salario. Al final de mes, tengo menos 100 euros en la cuenta”, dice Pascal. “Y hace tres años que no comemos al mediodía”, apunta Valérie.

Pascal y Valérie Blondel han acudido a un mitin de Le Pen en el Pas-de-Calais, vecina del Aisne, otra de las plazas fuertes del RN. Hace 30 años quizá habrían votado a los comunistas, o a los socialistas. Hoy forman parte de las clases trabajadoras —las que se han empobrecido, o las que temen empobrecerse— que viven en ciudades de provincias mentalmente lejos de París (aunque geográficamente estén cerca) y en zonas donde las minas cerraron hace tiempo y nada las reemplazó.

“¿Mis finales de mes? Muy difíciles”, dice Deborah Wallet, técnica de laboratorio que ha venido al mitin de Le Pen junto a su hermana, Véronique. En la primera vuelta votaron a Mélenchon. “Soy una mamá separada con tres niños. Le puedo asegurar que mis finales de mes son difíciles”, explica Deborah.

Desde el norte rural y minero, el viaje prosigue hacia la antigua Lorena, tierra fronteriza que, junto a Alsacia, Francia y Alemania se disputaron durante décadas y que alimentó los resentimientos que llevaron a las guerras mundiales. También fue, con sus poderosas industrias del carbón y el acero, el embrión de la reconciliación después de 1945 entre Francia y Alemania. Es en estas tierras —el auténtico corazón de la Unión Europea— donde prospera este voto del descontento que hace tambalear el sistema.

Podría parecer fuera de lugar hablar de skyline cuando se describe Hayange, un pueblo de unos 15.000 habitantes en el departamento de la Mosela y la región histórica de Lorena. Pero Hayange tiene un fabuloso skyline, un perfil urbano que determina su identidad: la planta siderúrgica oxidada e imponente domina el centro de esta ciudad, una de las pocas gobernadas por el Reagrupamiento Nacional.

Barbara Brion en su bar de Hayange, el viernes.ÓSCAR CORRAL

La siderurgia ha quedado bajo mínimos, los comercios y cines cerraron hace tiempo, quedan algunos bares abiertos y supermercados, una tienda gourmet incluso. “Aquí somos todos de Marine”, asegura Barbara Brion, la patrona de Au Grand Café, en la plaza central, y recuerda que la candidata celebró hace un tiempo un mitin en la sala trasera del local. “Las cosas tienen que cambiar en Francia”, continúa, pero a continuación desliza un elogio hacia Macron, y no es la primera vez que un simpatizante de Le Pen lo pronuncia durante este viaje: “Estuvo bien durante la covid”.

En otra terraza, delante del Ayuntamiento construido en la posguerra, se sientan Geneviève y Emmanuelle Marchal, madre e hija. Geneviève fue concejal comunista. Emmanuelle se marchó a los 14 años: primero a Metz, la ciudad más cercana y más tarde a Alsacia, donde vive ahora.

“Antes los cafés estaban llenos. Había vida en la calle. A Hayange la llaman el Texas de Francia. Era rico”, rememora Geneviève. La planta siderúrgica funcionaba a todo tren. “Por la noche el cielo estaba rojo, como si hubiese un volcán”. Emmanuelle recuerda los comercios y los cafés, el cine. Y dice: “Ahora esto es un poco triste”.

Madre e hija votaron a Mélenchon en la primera vuelta. Son de izquierdas y por eso les espanta la posibilidad de que, como en Hayange, la extrema derecha conquiste el poder en Francia. Pero, como piensan que Macron lleva ventaja en los sondeos y de todos modos ganarán, piensan votar en blanco. “Pero hay un riesgo, mamá”, le recuerda la hija.

“Entre la mierda dura y la mierda blanda...” Así de tajante se muestra, cuando se le pregunta qué votará el domingo, Jérémy Ribeiro, hijo de portugués y española. Mientras almuerza con su hija adolescente en un bar con menú de 12,50 euros, Ribeiro cuenta que arregla cuartos de baño e instala enlosados, que se abstuvo en la primera vuelta y que volverá a abstenerse en la segunda. Sueña con irse a vivir a España: “Antes que ser pobre e infeliz aquí, prefiero ser pobre y feliz en España”, dice. Se queja de los impuestos y de la vacunación. Es un auténtico ni-ni. Ni Macron ni Le Pen. Y, a quien le pregunta por qué no votar a Le Pen y así, como dicen tantos, cambiar las cosas, es tajante: “Yo no soy racista”.

Jérémy Ribeiro, trabajador de Hayange, en un restaurante para obreros de la localidad.ÓSCAR CORRAL

En Marsella, esta acusación a Le Pen se escucha una y otra vez. El 10 de abril Mélenchon ganó con un 31,1% de votos. Le Pen sacó un 20,9%. Se sitúan en polos ideológicos opuestos, pero ambos impugnan el sistema en sus programas y son euroescépticos: en esta ciudad orgullosa y castigada, el puerto canalla del Mediterráneo venido a menos, suman más de la mitad de votos.

Montaña arriba, en los barrios pobres de bloques de edificios construidos en los sesenta y setenta para acoger a los inmigrantes magrebíes, el abandono es distinto que el de los pueblos rurales del Aisne o las declinantes ciudades industriales de la Lorena. Es el abandono que padecen algunas banlieues como estas, azotadas por la violencia y el tráfico de drogas. Y por la conciencia de sus habitantes de estar a la vez cerca y lejos del desarrollo y las oportunidades de las metrópolis globales.

Los quartiers nord —los barrios donde creció Zidane o los que muestran la película Bac Nord— son un feudo de Mélenchon. Pero todas las personas con las que EL PAÍS habló este sábado lo tenían claro: en la segunda vuelta, votarían a Macron para evitar la victoria de Le Pen, a quien asocian, como Ribeiro 800 kilómetros al norte, con el racismo.

“Son la peste y el cólera”, dice Kamel Guemari, activista local de 40 años. Y se entiende que la peste es Le Pen y el cólera, Macron. Guermari precisa: “Entre la peste y el cólera, yo elijo el cólera, porque es una enfermedad menos mortal y puedo combatirla”.

Mohamed, Fathi Bouaroua y Kamel Guemari en un barrio de los 'quartiers nord', en los suburbios de Marsella.ÓSCAR CORRAL

“De un lado tenemos el odio, del otro la miseria y la desigualdad”, abunda Fathi Bouaroua, que se ha unido a la conversación. Como su amigo, en seguida matiza: “Desgraciadamente, hay que votar de nuevo a Macron. Cuando la extrema derecha llega al poder, es difícil quitarla.

El tercer amigo, Mohamed, concluye con una nota optimista: “Hay que unir al pueblo, las comunidades, las clases sociales para que podamos vivir todos juntos. Que el de los quartiers nord puedan cruzarse con los de los quartiers sud, los ricos con los pobres”: ¿Macron puede lograrlo? “Creo que sí”.

Fin de trayecto, jornada electoral. Del norte al sur, de la Francia blanca a la mestiza, toda elección da la temperatura de un país. De sus humores pasajeros y de su malestar más profundo. Sus neurosis y sus miedos. Francia es un país muy orgulloso —palabras como nation, République, grandeur todavía significan algo, su eco contiene una vibración especial— pero por eso mismo, a menudo frustrado y enfadado consigo mismo. Es país que, según los sondeos, elegirá a Macron y con el que tendrá que lidiar en los próximos cinco años.

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