3.000 kilómetros al volante para socorrer a desconocidos en la frontera ucrania
Cada vez más voluntarios conducen hasta la frontera rumana para acoger refugiados o llevar medicamentos desde países tan lejanos como España, Francia o Lituania
Enrique Arnau tenía la furgoneta ya desmontada. Había empezado a camperizarla [hacerla habitable] para viajar en el tiempo libre que le deja estar retirado del Ejército español con 71 años. El inicio de la ofensiva rusa en Ucrania, el 24 de febrero, le cambió el paso. Telefoneó al arzobispado para ofrecerse, le indicaron que se pusiera en contacto con la comunidad ucrania local y obtuvo el número d...
Enrique Arnau tenía la furgoneta ya desmontada. Había empezado a camperizarla [hacerla habitable] para viajar en el tiempo libre que le deja estar retirado del Ejército español con 71 años. El inicio de la ofensiva rusa en Ucrania, el 24 de febrero, le cambió el paso. Telefoneó al arzobispado para ofrecerse, le indicaron que se pusiera en contacto con la comunidad ucrania local y obtuvo el número de teléfono de Pablo Komarnitskii, monaguillo ucranio de la parroquia de Santa Teresa de Jesús, en la ciudad madrileña de Getafe. “Tengo una furgoneta de nueve plazas y quiero traer a madres y niños de Ucrania, así que necesito a otro conductor, ¿me ayudas?”, le preguntó. Lo recuerda ahora mucho más lejos, a escasos metros del paso fronterizo de Siret, entre Rumania y Ucrania, que atraviesan sin cesar ucranios que huyen de la guerra (1,73 millones a todos los países vecinos, según datos de la ONU del lunes). “Enseguida le dije que me iba. Llamé a mi empresa y les comuniqué que tengo que ir a ayudar a mi pueblo”, rememora a su lado Komarnitskii, que estaba ese día en un almacén gestionando una colecta urgente de medicamentos. “La guerra nos pilló desprevenidos a todos”, admite.
Komarnitskii, de 28 años y residente en España desde 2003, convenció a otro compatriota para acompañarlo y turnarse al volante en un recorrido de más de 3.200 kilómetros. Arnau voló a Rumania y allí se juntaron. En la furgoneta, transportaban también alimentos y ropa térmica (las temperaturas están bajo cero estos días en la zona y se avecina una bajada brusca hasta los menos 10 grados) que ya han introducido en Ucrania. “El Ayuntamiento de Boadilla del Monte [Madrid] nos ha proporcionado bastantes medicamentos, material quirúrgico y mantas térmicas; también la parroquia nos entregó otros enseres y comida”, precisa. Komarnitskii no puede introducir este cargamento ―confirmado por el Ayuntamiento― por la ley marcial que obliga a permanecer en Ucrania a los hombres de 18 a 60 años, salvo algunas excepciones. “Si entro, no salgo. Y desde aquí puedo aportar, pero allí, no mucho. No soy médico, ni enfermero, ni tengo experiencia militar”, resume.
El objetivo de ambos es, sobre todo, trasladar a España el mayor número posible de refugiados ucranios. “Se nos ha ido de las manos, porque en un principio veníamos a por nueve. Si vemos la posibilidad de enviarlos por avión, lo haremos. Y si hay unas 50 personas, fletaremos un autobús”, señala Arnau. ¿Y el dinero? “Ya lo conseguiremos de cualquier lado”, responde.
Su caso no es tan rara avis como pueda parecer. En una intersección situada a dos kilómetros del cruce fronterizo, justo donde una señal marca la salida del poblado rumano de Siret, se pueden ver coches con matrícula extranjera y personas durmiendo con el asiento reclinado o tomando un café. Algunos no tienen relación alguna ni con Ucrania, ni con la ayuda vehiculada a través de ONG o instituciones. No son cooperantes ni transportistas contratados, sino personas de otras partes de Europa que ―tras ver las imágenes de la guerra en Ucrania― se han liado la manta a la cabeza de la noche a la mañana, con la ventaja de la agilidad en la ayuda y la desventaja de la descoordinación, los problemas de cómputo y los riesgos potenciales para los refugiados.
En algunos casos, como el de Getafe, se trata de un impulso individual que además canaliza ayuda colectiva. Otros, como los lituanos Evaldas Lubrickas y su amigo Vytautas Stancikas, han conducido desde la Europa septentrional hasta la oriental para dar amparo a familias desconocidas en su país de origen. “El navegador marcaba 28 horas de trayecto [por el rodeo que implica evitar Ucrania], pero con las paradas para repostar, más alguna para echar una cabezada y comer, son dos días enteros”, recapitula Lubrickas, de 38 años.
Solo saben que esperan a cuatro madres y siete niños ucranios, entre ellos un bebé de 11 meses. Las colas de kilómetros en el lado ucranio de Siret hacen imposible calcular la hora de entrada en Rumania. “Debemos ayudar. Y hay personas en Lituania esperándolas en sus casas, así que nosotros las traeremos” en dos coches, explica Lubrickas en el interior del vehículo para resguardarse del frío. Admite también que siente “una cierta solidaridad” con Ucrania por la historia compartida. “No queremos regresar a la Federación Rusa. Sabemos lo que sienten. Eso nos motiva”, afirma en referencia a la anexión de su país por la URSS durante la II Guerra Mundial junto con Estonia y Letonia. Las tres repúblicas bálticas recuperaron su independencia con la Revolución Cantada de 1991.
Fabrice Fahrner, de 43 años, tiene los ojos rojos del sueño y se emociona con facilidad al hablar. “Estoy cansado, todo es a flor de piel”, admite. Ha llegado esta mañana en coche desde Durrenentzen, un pequeño pueblo de Alsacia, en el noreste de Francia, muy cerca de Alemania. A su lado está Éric Bosnin, de 49 años y dueño de una escuela de pilotaje que coopera con otra de la ciudad ucrania de Járkov y coordina esta red informal de ayuda desde Francia.
Hace unos días, Fahrner leyó en Facebook una publicación que había compartido una amiga en la que se pedía ayuda para acoger familias de refugiados ucranios. “Preguntaban si existía la posibilidad de desplazarse y puse que sí, pensando que era dentro de Alsacia. Finalmente, me contactaron de nuevo y dijeron: ‘¿Puedes venir a la frontera con Ucrania?’ Dije ‘OK’, me organicé, porque no contaba con ello, y dos horas más tarde salí y conduje del tirón hasta aquí. Tras dos llamadas, sin conocernos. No he dormido en 48 horas, pero quería llegar lo más rápido posible. Pensaba, ¿y si cruzan la frontera y se quedan en el frío, sin nada? Porque todos los hoteles de la zona están llenos”, apunta.
Cuenta que está “tirando de ahorros” para el viaje (1.800 kilómetros, 22 horas de conducción) y que ha intentado que, en la familia a la que dé cobijo temporal, haya niños de una edad similar a los suyos para que conecten más fácilmente. Tiene tres hijas, con edades de los 11 a los 19 años, y es bombero voluntario en su país. “Esto no hay que reflexionarlo […] Sentí que tenía que hacerlo, aunque ahora tengo también un poco de miedo de volver sin que aparezcan”, añade. Es la primera vez que hace algo parecido. Tampoco había pisado nunca la Europa del Este. “Es más bien”, resume, “que cuando uno ve las imágenes de Ucrania, se proyecta sobre lo que ellos están viviendo”.
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