Con botas, no con votos

La invasión rusa constituye el primer enfrentamiento bélico a gran escala entre nacionalpopulismo y democracia, los dos grandes proyectos políticos que parecen disputarse el mundo en nuestro tiempo

Consecuencias de un bombardeo nocturno en una zona residencial de Kiev el 25 de febrero de 2022, el día siguiente que las tropas rusas entrasen en Ucrania.SERGEY DOLZHENKO (EFE)

Como cualquier acontecimiento histórico, la invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin puede interpretarse de muchas maneras ―la más obvia: como un retorno del imperialismo zarista que volvió con el estalinismo y ha vuelto con Putin, si es que alguna vez se marchó―; no obstante, hay una de ellas que, cuando escribo estas líneas, apenas unas horas después de iniciada la guerra, no he leído ni oído todavía, una interpretación que a mí me parece posible y que...

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Como cualquier acontecimiento histórico, la invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin puede interpretarse de muchas maneras ―la más obvia: como un retorno del imperialismo zarista que volvió con el estalinismo y ha vuelto con Putin, si es que alguna vez se marchó―; no obstante, hay una de ellas que, cuando escribo estas líneas, apenas unas horas después de iniciada la guerra, no he leído ni oído todavía, una interpretación que a mí me parece posible y que tal vez a los historiadores del futuro les parezca evidente.

Recapitulemos. La crisis económica de 2008 provocó un seísmo planetario, cuya escala suele compararse con razón a la que provocó la de 1929. La principal consecuencia política de la crisis del 29 fue el surgimiento o la consolidación del fascismo (o, más en general, de los totalitarismos) en todo Occidente, y no solo en Occidente; la principal consecuencia de esta consecuencia fue la II Guerra Mundial. Por su parte, la principal consecuencia política de la crisis de 2008 consistió en el surgimiento o la consolidación en todo Occidente, y no solo en Occidente, de eso que hemos dado en llamar nacionalpopulismo. La historia nunca se repite exactamente, pero siempre se repite con máscaras diversas; el nacionalpopulismo no es una repetición del fascismo (o del totalitarismo), pero sí es, como ha mostrado Federico Finchelstein, una máscara, una reformulación, un heredero del fascismo, genética e históricamente ligado a él.

Del mismo modo que no todos los fascismos eran iguales, aunque todos fueran semejantes (no es lo mismo el nazismo alemán que el fascismo italiano o el falangismo español), no todos los nacionalpopulismos son idénticos, aunque todos posean elementos en común: no es lo mismo el nacionalpopulismo de Trump que el de los partidarios del Brexit, el de Salvini en Italia, el de Le Pen o Zemmour en Francia, el de Orbán en Hungría, o los de Maduro, Ortega o Bolsonaro en Latinoamérica (en España, la primera manifestación del nacionalpopulismo fue el procés; y la última, Vox, que de entrada fue en buena parte un resultado del procés, una reacción frente a él).

El nacionalismo autoritario de Putin se sumó con entusiasmo a esta gran internacional nacionalpopulista, cuyo rasgo común es, precisamente, el nacionalismo y los impulsos autoritarios y antidemocráticos, y de ahí que Putin haya sido en los últimos años el gran promotor del nacionalpopulismo en Occidente: él contribuyó al ascenso al poder de su aliado y admirador Trump; él intervino de manera relevante en la campaña a favor del Brexit; él financió a Salvini, apoyó a los secesionistas catalanes; mantiene una excelente relación con Le Pen y Zemmour; y es uña y carne con Orbán. A Maduro y a Ortega les ha faltado tiempo para aprobar la invasión de Ucrania, igual que ha corrido a mostrar su comprensión con Rusia la China de Xi Jinping, el socio más potente de Putin y otra beneficiaria fundamental de la ola nacionalpopulista. Visto desde esta perspectiva, lo ocurrido en Ucrania cobra un significado distinto: la invasión rusa constituye el primer enfrentamiento bélico a gran escala entre nacionalpopulismo y democracia, los dos grandes proyectos políticos que parecen disputarse el mundo en nuestro tiempo.

¿Será también el último? ¿O esto es solo el prólogo de lo que está por venir, del mismo modo que, en los años treinta, la Guerra Civil fue el primer enfrentamiento bélico a gran escala entre democracia y fascismo y también el prólogo de la II Guerra Mundial? No hay que ser alarmista, pero tampoco ingenuo: esta no es solo una guerra entre Ucrania, una frágil democracia, y Rusia, un estado autoritario, sino también una guerra europea entre democracia y autoritarismo. Y las guerras se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo acaban. Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, llevaba razón en su llamada de auxilio a Europa: o se frena a Putin o la guerra llamará a nuestras puertas. Quizá teniendo en mente la crisis de 1929, Felipe González vaticinó hace tiempo que, de la crisis de 2008, saldríamos con votos y no con botas; ahora mismo yo ya no estoy tan seguro.

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