Un robot peruano ayudará a los profesores que dan clases en las prisiones
El creador de Kipi, la primera robot que habla quechua, presenta un nuevo trabajo que busca contribuir a la educación de los reclusos
En los Andes de Perú, el profesor rural de secundaria Walter Velásquez no ha dejado de pensar en cómo desde la tecnología se puede hacer mucho por la educación. En 2020, en el peor momento de la pandemia, creó a Kipi, una robot que habla quechua y complementa la eduación de escolares en comunidades campesinas que no pueden tomar clases a distancia porque no tienen acceso a internet ni televisión. Esta vez, a pedido de una ONG, ha dado a la luz a un nuevo robot: Jo...
En los Andes de Perú, el profesor rural de secundaria Walter Velásquez no ha dejado de pensar en cómo desde la tecnología se puede hacer mucho por la educación. En 2020, en el peor momento de la pandemia, creó a Kipi, una robot que habla quechua y complementa la eduación de escolares en comunidades campesinas que no pueden tomar clases a distancia porque no tienen acceso a internet ni televisión. Esta vez, a pedido de una ONG, ha dado a la luz a un nuevo robot: Jovam. El nuevo aparato, cuya creación tomó seis meses, ayudará en el trabajo de los maestros que educan en las cárceles, donde internet está prohibido para los reos.
”[La organización] DVV International nos presentó un reto, así que para crear a Jovam hemos fabricado una placa madre huancavelicana, tiene su propio chip y sus sensores”, explica el maestro vía telefónica desde Colcabamba, en la región Huancavelica, a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar. “En Perú no hay una industria que genere pantallas, cables y altavoces, entonces hemos reciclado partes de móviles y desechos electrónicos; y para el cuerpo, impresión 3D con fibra de maíz, por lo tanto, si lo entierran es biodegradable”, detalla.
Velásquez fundó hace 13 años un laboratorio de ciencia en la escuela pública Santiago Antúnez de Mayolo, en una provincia pobre y aislada enclavada en el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), conocido por su producción de café y cacao pero también por la coca.
El nuevo robot fue posible gracias a DVV International, que trabaja desde hace diez años en Perú y que, según cuenta su director en este país, Walter Quispe, promueve la educación en adultos, sobre todo a quienes están encarcelados.
El profesor Velásquez destaca que Jovam va a ser el primer robot que entra a una cárcel y lo describe como un complemento didáctico, una herramienta motivadora. “Todos los profesores necesitamos recursos para enseñar: todos los días sopa de pollo, cansa. Estamos desarrollando la capacidad de Jovam de grabar canciones o poemas y estudiando varios algoritmos que le permitan reconocer si quien le habla es hombre, mujer, niño o adulto”, señala.
Jovam fue donado al Instituto Nacional Penitenciario (INPE) en vísperas de Navidad. Puede desplazarse autónomamente hacia adelante y atrás, mueve las manos, responde a preguntas sobre objetivos de desarrollo sostenible y también habla alemán. “A diferencia de los niños que son más acumuladores en el proceso de enseñanza, el adulto es más analítico e interpreta”, refiere Velásquez, sobre algunas diferencias con Kipi, su anterior creación.
“Es un desarrollo interesante porque conecta digitalmente su cerebro con la cara: cuando habla, abre y cierra sus ojitos y la boca, hemos logrado una conexión sináptica, una especie de red neuronal: ha salido humo del laboratorio para lograrlo”, cuenta el profesor, que ha sido distinguido con varios premios desde 2012 por su innovador trabajo.
Para la enseñanza con Jovam, hay diez cartillas de preguntas que facilitan la interacción con los profesores y alumnos, pero el maestro del colegio rural ha recibido el pedido de las autoridades penitenciaria de dotar al robot de un proyector multimedia. Y a ello se dedica en estos días. El robot va a tener su experiencia piloto en el penal más grande de Perú, Lurigancho, que alberga a 9.270 reos, de los cuales 1.110 estudian, señala el vicepresidente del INPE, Omar Méndez. De estos, 330 tienen clases de educación básica y 780 de educación técnico-productiva, es decir, en cerámica al frío y de horno, carpintería, metal-mecánica y confección de ropa. En total, trabajan 48 profesores. ”Jovam puede ser muy útil en la educación técnico-productiva, como un repositorio de diseños e imágenes para mejorar la capacidad de producción que tienen y despertar el impulso al ver que se está vendiendo hoy en el mercado. No solo va a ser una novedad, además será útil”, asegura el vicepresidente del INPE.
Futura fábrica de robots
Según el director de DVV en Perú, la capacitación a los profesores para incorporar al robot en las aulas del penal de Lurigancho se desarrollará en las próximas semanas de cara al anunciado regreso a clases presenciales programado para marzo. Quispe estima que luego de la experiencia piloto en la prisión de Lurigancho, la ONG encargará al laboratorio del profesor Velásquez otros robots para la educación de jóvenes y adultos en cárceles de Ecuador y Colombia. Para el especialista, la paradoja de que el robot educativo para adultos no haya surgido en el país sede de su organización, Alemania, se debe a que “donde se ven más necesidades es donde salen más ideas”. “Jovam se ha creado en una zona donde no hay mucha tecnología y eso ha sido importante para que el robot, a pesar de que no opere con internet, tenga calidad de contenidos”, agrega.
”Quizá allá la educación de adultos está bien cubierta y abastecida, pero ya hay una invitación a Jovam para que visite Alemania”, cuenta Quispe, quien destaca que unos 18 millones de adultos no tienen acceso a servicios de educación en Perú. Mientras tanto, el profesor Velásquez mantiene el sueño de abrir “una fábrica de robots”, una empresa educativa con sus exestudiantes que no encuentran oportunidades de empleo en la región Huancavelica. Al momento ya patentó a Kipi y busca fondos para hacer lo mismo con el hermano mayor, Jovam.
”Yo veo la pedagogía para el bien común y en Jovam hemos puesto una mirada social porque estar privado de libertad no significa que van a dejar de educarse o de tener una misión en la vida. Quizá luego de esta experiencia (los reos) ya no solo fabriquen carritos, sino que se conviertan en programadores o añadan valor agregado a sus productos”, anhela Velásquez.
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