Pakistán cierra la puerta al éxodo afgano: “No podemos admitir más refugiados”
Las restricciones por la covid ayudan al país, que ya acoge a cerca de dos millones de afganos, a frenar la entrada de los que huyen de los talibanes
Una larga fila de coloristas camiones paquistaníes anuncia el puesto fronterizo con Afganistán con un par de kilómetros de antelación. En la raya se notan más los efectos de la pandemia que el triunfo talibán en Kabul. Bajo la bandera blanca con la profesión de fe del islam y la mirada impertérrita de dos guerrilleros, medio centenar de afganos esperaban el martes que los funcionarios paquistaníes se apiadasen de sus dolencias y les dejaran c...
Una larga fila de coloristas camiones paquistaníes anuncia el puesto fronterizo con Afganistán con un par de kilómetros de antelación. En la raya se notan más los efectos de la pandemia que el triunfo talibán en Kabul. Bajo la bandera blanca con la profesión de fe del islam y la mirada impertérrita de dos guerrilleros, medio centenar de afganos esperaban el martes que los funcionarios paquistaníes se apiadasen de sus dolencias y les dejaran cruzar por razones humanitarias. Salvo repatriaciones, la frontera está cerrada para el tránsito de personas.
Pakistán no quiere más refugiados. Lo han dicho sus responsables y lo repiten muchos paquistaníes de a pie. “Ya tenemos más de dos millones; no podemos cargar con más”, alega un funcionario en Torkham, el más transitado de los cruces entre ambos países. Además, subraya, “no queremos que entren militantes del TTP [los talibanes paquistaníes] y resulta muy difícil distinguirlos de los refugiados”.
Cuatro décadas de guerra que se iniciaron con la invasión soviética de Afganistán en 1979 se han traducido en sucesivas avalanchas humanas sobre su vecino oriental. Pakistán llegó a acoger a cuatro millones de afganos. Hoy todavía alberga a 1,4 millones, según los registros de la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, pero se estima que al menos un millón más viven sin papeles que acrediten su residencia.
Los largos pasillos entre barandillas de la Puerta de Pakistán, el centro de tránsito inaugurado en el verano de 2016, permanecen casi vacíos desde principios de mayo. Islamabad prohibió entonces el cruce de sus fronteras terrestres con Afganistán debido al incremento de casos de covid en este país. “Antes de la pandemia solíamos registrar una media de entre 10.000 y 12.000 viajeros en cada dirección”, confía el funcionario.
Ese trasiego es testimonio de los lazos familiares y tribales que existen entre ambos lados de la Línea Durand, la frontera trazada por los británicos en 1893 que dividió las tierras ancestrales de pastunes y baluchis entre los dos Estados. Hasta este siglo, unos y otros cruzaban la demarcación sin preocuparse de papeles ni permisos.
Hoy, a causa de la covid, Pakistán solo permite la entrada de sus ciudadanos, de afganos casados con paquistaníes y de algunos casos excepcionales. Tras cruzar el paso de Torkham, son trasladados a un centro de cuarentena en la vecina localidad de Landi Kotal, donde tienen que pasar 10 días y someterse a pruebas de detección del coronavirus. Desde la llegada de los talibanes al poder el pasado 15 de agosto, las autoridades paquistaníes también han permitido el paso de extranjeros evacuados por embajadas u organizaciones internacionales.
Sin duda, el cierre ha tenido hasta ahora un efecto disuasorio. Aun así, algunos incidentes sugieren un aumento de la presión migratoria. Al menos dos afganos resultaron muertos y otros dos heridos el pasado viernes, cuando los guardafronteras paquistaníes dispararon contra un grupo que intentaba saltar la verja de separación al norte del puesto fronterizo de Torkham. Desde entonces, los militares han reforzado la seguridad. Unos 1.000 kilómetros más al sur, en el cruce entre Spin Boldak y Chaman, casi 100.000 personas han llegado a concentrarse con la esperanza de poder entrar en Pakistán. Aunque quienes lo logran a diario duplican los 6.000 que solían ser habituales, la mayoría son rechazados por carecer de los documentos necesarios.
En dirección contraria, los afganos que lo deseen pueden regresar a su país. Apenas unas decenas esperan para completar los trámites. La mayoría son hombres, trabajadores con familias divididas a ambos de lados de la frontera. ¿No tienen miedo de volver a un país gobernado por los talibanes? “No”, responden al unísono varios de ellos, aunque tampoco muestran alegría alguna. “¿Qué puede ser peor que la vida que llevamos?”, inquiere un hombre maduro de mirada triste y aspecto cansado. “Con o sin talibanes, nadie se preocupa de nosotros”, añade otro.
Entre ese mar de shalwar kamiz, las casacas y pantalones amplios habituales entre los hombres del subcontinente, destaca, toda cubierta de negro, Adila. “Espere que llamo a mi hermano para poder hablar con usted”, responde a la periodista temerosa de violar el tabú que entre los pastunes impide a una mujer hablar con extraños. El traductor es un hombre, lo que complica aún más el diálogo. Su hermano Amirullah explica que la noche anterior ambos perdieron a su hermano mayor y que van al entierro en su pueblo, en la provincia de Kunar. Sin embargo, no tienen pasaportes y la tarjeta de identidad que poseen solo les permite salir del país una vez. Si se van, no podrán volver. Menos preocupada por las normas tribales, Benazir, la madre, cuya silla de ruedas empuja otra hija menor, se dirige a la periodista. “Pídales que nos dejen pasar; no tienen piedad”, implora.
Pero ni siquiera para un cadáver, que no va a regresar, resulta fácil. Bachir aún sonríe en la foto que sus parientes guardan de él en el móvil. A pesar de no haber cumplido 40 años, murió de un ataque al corazón la semana pasada en Londres, donde vivía desde hacía 10 años. Cumpliendo su deseo, la familia quiere enterrarlo en Afganistán, pero los trámites para autorizar el paso de la ambulancia que lo traslada desde Peshawar, a donde ha llegado por avión, se alargan.
No se ha interrumpido, sin embargo, el tráfico de mercancías, aunque desde la toma del poder por los talibanes se han reducido las exportaciones, según cuenta Sayed Imran, un comerciante local. “Sigo importando igual que antes, pero he dejado de enviar pedidos a Afganistán porque como los bancos han cerrado no me llegan los pagos”, explica. En general, los paquistaníes compran frutas, verduras y otros productos agrícolas en Afganistán, donde son más baratos, y exportan electrodomésticos, tejidos, piezas de recambio y otras manufacturas.
Los llamativos camiones paquistaníes, pintados de brillantes colores y decorados con luces, son los únicos vehículos autorizados a cruzar el “punto cero”, como se refieren a la demarcación. Y solo pueden llevar un conductor. El servicio de autobuses de la amistad, el Pak-Afghan Dosti, que transportaba viajeros entre Peshawar y Jalalabad a través de Torkham (y en el sur unía Quetta con Kandahar) se suspendió por diferencias políticas en mayo de 2006, apenas un año después de su inauguración. Desde entonces, quienes hacen el trayecto en ambas direcciones tienen que cruzar a pie y coger un vehículo al otro lado de la frontera.
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