La ofensiva talibán se cierne sobre Kabul

Los insurgentes redoblan los ataques y, tras la caída de Jalalabad, combaten cada vez más cerca de la capital de Afganistán, la única ciudad clave que no controlan. La fragilidad política, la violencia y la pobreza han fortalecido a los fundamentalistas

Mujeres afganas desplazadas por el avance talibán en un campo de Kabul.Paula Bronstein (Getty Images)

La ofensiva talibán se cierne sobre Kabul mientras avanza imparable por Afganistán. La guerrilla conquistó a última hora de este sábado el gran bastión del Gobierno en el norte, la ciudad de Mazar-i-Sharif y durante la madrugada del domingo la ciudad oriental de Jalalabad, en la frontera con Pakistán, mientras las fuerzas de seguridad huían, y logró controlar varias capitales de provincia más —ya son una veinten...

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La ofensiva talibán se cierne sobre Kabul mientras avanza imparable por Afganistán. La guerrilla conquistó a última hora de este sábado el gran bastión del Gobierno en el norte, la ciudad de Mazar-i-Sharif y durante la madrugada del domingo la ciudad oriental de Jalalabad, en la frontera con Pakistán, mientras las fuerzas de seguridad huían, y logró controlar varias capitales de provincia más —ya son una veintena de las 34 en que se divide Afganistán— en su marcha hacia la capital, de la que está a entre 70 y 40 kilómetros—según la agencia Associated Press había incluso combates en un distrito a 11 kilómetros al sur—. Miles de ciudadanos huyen de las zonas ya bajo su dominio y buscan refugio en las calles de la ciudad. El miedo a una toma de Kabul atenaza a una población que ha visto cómo el ejército gubernamental no ha dejado de perder terreno, a veces entregando las plazas sin resistencia alguna a la milicia.

La llegada de un contingente de 3.000 soldados estadounidenses para proteger la evacuación del personal de su Embajada, y los anuncios similares de otros países occidentales, acrecienta la sensación de desintegración del país centroasiático (de 38 millones de habitantes) y el temor ante la perspectiva de una toma de la capital en poco tiempo. “Esto va a hace retroceder al país 200 años”, augura Mahboba Saraj, directora de la Red de Mujeres Afganas, ante el peligro de una vuelta al poder de los talibanes, que impusieron entre 1996 y 2001 una interpretación radical del islam que condenó a la población femenina a cubrirse con el burka, vetó su educación a partir de los 10 años e impuso a la población castigos como amputaciones por robos.

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La presencia de tropas internacionales durante las últimas dos décadas abrió el país al desarrollo, a recuperar las libertades eliminadas por los fundamentalistas y a instaurar instituciones democráticas que amenazan con perderse. “Kabul no está bajo amenaza inminente”, sostuvo aún el viernes el portavoz del Pentágono John Kirby, pero no pudo dejar de admitir que los insurgentes están “tratando de aislar” a la capital. El Pentágono dejó claro que para EE UU el ejército afgano es ahora el responsable y pidió “liderazgo político y militar”, frente a una realidad que muestra que la inversión millonaria de Washington y sus aliados de la OTAN no ha dejado preparadas a las fuerzas afganas ante el embate talibán.

El presidente afgano, Ashraf Ghani, cada vez más presionado por la comunidad internacional, tras perder una de las ciudades más importantes del país, alertó este sábado de que “los avances de los últimos 20 años están en riesgo”, aseguró que la prioridad es ahora la “removilización” de sus fuerzas y que ha iniciado “consultas”, que “avanzan rápidamente” con líderes políticos y socios internacionales para encontrar “una solución política que aporte paz y estabilidad”. Pero los desplazados (250.000 en todo el país desde mayo) continúan llegando y los afganos inundan las legaciones diplomáticas con peticiones de visado, informó Reuters.

La contundencia y rapidez de la ofensiva talibán, aunque creciente desde el comienzo de la salida de las tropas internacionales en mayo, se fraguó ya a partir de 2006, con una expansión gradual de los insurgentes después de unos años retirados en las montañas y zonas más apartadas del control gubernamental tras ser desalojados de Kabul por EE UU en 2001 con la invasión que siguió a los atentados del 11-S.

Reaparición de los talibanes

Varios factores han influido en la reaparición de la guerrilla tras un conflicto que ha costado casi un billón de dólares y ha causado la muerte a decenas de miles de afganos y a unos 3.000 soldados de la coalición internacional. Para empezar, la oferta de rendición de los líderes talibanes fue rechazada por la superpotencia, centrada en destruir a Al Qaeda, responsable de los ataques del 11-S y protegida por la milicia. Y muchos de los nuevos dirigentes afganos que asumieron el poder en Kabul tras la entrada norteamericana tomaron represalias sangrientas contra los talibanes, en ofensivas del Ejército estadounidense o con sus propias milicias facciosas o étnicas, según recuerda por teléfono Shukriya Barekzai, embajadora de Afganistán en Noruega.

La también destacada activista por la mujer apunta que la oferta de amnistía y reconciliación presentada por el expresidente Hamid Karzai para convencer a los talibanes de reintegrarse a la vida civil fue obstaculizada también por los esfuerzos de sabotaje de esos dirigentes. “Por desgracia, como la mayoría de los cargos del Gobierno estaban ocupados por quienes habían luchado contra los talibanes durante el régimen de estos, pensaron que era un buen momento para vengarse y eso provocó diferencias étnicas”, asegura, para añadir: “En lugar de alcanzar una solución pacífica, empezaron a desquitarse. Hubo numerosas operaciones militares y bombardeos, y se destruyeron aldeas y casas en muchas zonas alejadas en las que los talibanes no tenían presencia”. Enfurecidos por los bombardeos, registros de viviendas y detenciones en los pueblos, los habitantes de las zonas afectadas acudieron a los talibanes o tomaron las armas. “Esa es la razón de que los talibanes empezaran a recuperar una especie de legitimidad para luchar contra los extranjeros y, por supuesto, contra el Gobierno”, apunta Barekzai.

El experiodista Said Azam, que ahora reside en Canadá, pero vivió en Afganistán durante el régimen talibán y varios años después de su caída, se muestra de acuerdo: “Hay indicios que sugieren que los talibanes no estaban dispuestos a alzarse contra el régimen de Kabul posterior al 11-S, pero el trato irrespetuoso y punitivo de las potencias extranjeras y de las facciones afganas que tomaron el poder llevaron a algunos de ellos a empuñar las armas y luchar por su supervivencia”. En los años siguientes, añade, el desencanto de los pastunes del sur, la etnia mayoritaria entre los talibanes, reforzó gradualmente el apoyo a los insurgentes.

“El trato de favor dado por el Gobierno y sus defensores internacionales a algunos grupos étnicos, tribus y clanes a costa de la marginación de otros, dio a los grupos marginados incentivos para apoyar a los talibanes”, abunda Azam. “Esto dio a los talibanes un aliciente para presentarse como fuerza capaz de proteger los intereses de los pastunes frente a los caudillos de otras etnias que controlaban la mayoría de los cargos decisivos en el Gobierno”.

Al descontento se sumaron la extendida corrupción; el despilfarro de la multimillonaria ayuda exterior tanto por parte de las autoridades afganas como de algunos extranjeros; el desgobierno, la incapacidad para imponer la ley y la impunidad de comandantes facciosos, así como las luchas internas entre los dirigentes de Kabul, un cóctel de oportunidad para el ascenso talibán.

Las quejas cada vez más numerosas de la población por las duras condiciones de vida y la inseguridad permitieron a los talibanes extender su apoyo en el sur hacia las regiones del norte y del noreste, donde han ido tomando en estas semanas una ciudad después de otra, lo que ha dejado en manos del Gobierno solo la capital.

Apoyo exterior

Ahmad Samin, exasesor del Banco Mundial, resume sobre las victorias encadenadas por la insurgencia: “La situación actual es una culminación de décadas de mal liderazgo, corrupción, luchas políticas intestinas, así como la creciente burbuja de Kabul, desligada de las realidades del país”. Una muestra de la fragilidad del sistema político es que en marzo del año pasado, en Kabul tomaban posesión dos presidentes: Ghani y su rival político, Abdullah Abdullah, que rechazó su triunfo electoral en septiembre de 2019. El acuerdo entre ambos para compartir el poder se retrasó hasta el pasado mayo, con la retirada estadounidense en el foco de los talibanes, listos para lanzar su ofensiva. La milicia se ha encontrado enfrente a un ejército que se desmorona pese a que, según cifras publicadas este sábado por The New York Times, EE UU ha invertido en las pasadas décadas 83.000 millones de dólares (unos 70.400 millones de euros) en armas, equipos —que ahora en parte ya están en manos talibanes— y entrenamiento con idea de dejar unas fuerzas capaces de garantizar la seguridad del país.

“Los soldados afganos han tenido que soportar el impago de salarios durante meses, la falta de suministros y ayudas, y órdenes sin ton ni son. Están desencantados y exhaustos”, apunta Samin. La insistencia estadounidense en pedir liderazgo a los mandos afganos señala indirectamente a esa falta de dirección de las fuerzas.

“¿Estaríamos hoy aquí si quienes han ocupado los puestos de liderazgo más altos del país en los últimos 20 años no se hubieran dedicado a potenciar y tolerar la corrupción y el saqueo del Estado? El fracaso de los líderes políticos afganos debería causar tanto enfado como todo lo demás”, abundaba esta semana en un tuit Shaharzad Akbar, presidenta de la comisión de derechos humanos nombrada por el Gobierno.

En un país con una prolongada trayectoria de lucha popular decidida contra invasores extranjeros como Gengis Kan, los colonialistas ingleses y la antigua Unión Soviética, los talibanes son vistos ahora como el movimiento guerrillero más fuerte y eficaz de la historia afgana. Al menos a eso apunta su avance fulgurante sobre el terreno.

La embajadora Barekzai atribuye la organización y efectividad talibán a las ayudas proporcionadas principalmente por Pakistán ,y en parte por Irán, países que, como Rusia, se oponen desde hace tiempo a la presencia de Estados Unidos en Afganistán.

La pobreza y el desempleo, sobre todo entre los jóvenes, son otro factor más que ha facilitado la expansión talibán. Y ahora que se acercan a Kabul, hay una parte de la población especialmente preocupada: las mujeres, que bajo el escudo de la ocupación estadounidense han disfrutado en los últimos 20 años de libertades como nadar, cantar, trabajar y regentar pequeños negocios, además de ocupar altos cargos en la Administración. “No hay probabilidades de que los talibanes vayan a tolerar las libertades y los derechos de los que hemos disfrutado hasta ahora”, comenta Habiba Masoom, universitaria de 19 años, en una cafetería de Kabul a la que chicos y chicas acuden habitualmente a fumar shisha (pipa de agua).

La joven modelo Nigara Sadaat, Miss Afganistán 2020, afirma, por su parte, que la expansión de la violencia ya ha afectado a las actividades de la industria en la que trabaja: “La gente como yo no tendrá espacio para vivir y trabajar aquí. Muchos intentarán irse”.

Mahboba Saraj, directora de la Red de Mujeres Afganas, apunta también hacia Estados Unidos, donde el caos desatado aviva el debate en torno a la retirada, con los republicanos, que apoyaron la salida, exigiendo a Joe Biden más apoyo para las fuerzas gubernamentales. “En mi opinión, uno de los factores para que los talibanes hayan adquirido tanta fuerza y hayan tomado la mayoría de las provincias de Afganistán es el hecho de que Estados Unidos les haya dado la oportunidad de hacerlo, al anunciar su salida (incondicional) y en qué momento van a abandonar Afganistán”, asegura Saraj. “Al darles la fecha de retirada, en realidad estás poniendo el poder en manos de tu oposición, porque lo único que esta tiene que hacer es aguardar, y eso es exactamente lo que ha ocurrido”. Y así lo muestra el mapa del avance talibán desde mediados de abril, cuando Biden anunció que mantenía la retirada ya decidida por su antecesor Trump, cada vez con menos zonas bajo control del Gobierno.

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