“¡No me dejes, no te vayas, que me van a matar!”: así fue la operación policial más sangrienta de Río de Janeiro
28 personas murieron hace una semana en una incursión en la favela de Jacarezinho. EL PAÍS reconstruye con testigos lo ocurrido
Tu, tu, tu, tu, tu, tu, tu… El sobrevuelo de dos águilas ―así llaman por aquí a los helicópteros policiales― y el tableteo de las balas despertaron a Jacarezinho al amanecer. Esta favela es parte del Río de Janeiro sin glamur. El que ni siquiera sueña con empezar a recibir turistas vacunados. A., de 28 años, hizo como todo el vecindario al estallar ...
Tu, tu, tu, tu, tu, tu, tu… El sobrevuelo de dos águilas ―así llaman por aquí a los helicópteros policiales― y el tableteo de las balas despertaron a Jacarezinho al amanecer. Esta favela es parte del Río de Janeiro sin glamur. El que ni siquiera sueña con empezar a recibir turistas vacunados. A., de 28 años, hizo como todo el vecindario al estallar la operación policial el jueves pasado. Saltar de la cama al rincón más protegido y abrazar a su hija. Carcomidas ambas por el terror, esperaban a que el fuego cruzado acabara cuando irrumpió en su casa un tipo herido. La mujer explica: “Le habían pegado dos tiros, pero estaba vivo”. El intruso le ordenó que mantuviera silencio y se escondió en un cuarto hasta que cuatro policías entraron a las bravas, encapuchados. “Venían a por él. Entonces él empezó a suplicarme. ‘¡No me dejes, no te vayas, no me dejes, que me van a matar!’. Quería entregarse a los de derechos humanos, pero los policías dijeron: ‘¡Aquí no se entrega nadie, va a salir muerto! Y lo mataron a puñaladas en el cuarto, no me dejaron socorrerlo”, relataba el lunes aún angustiada. “Era él o mi niña”, murmura. “No vienen a detener, vienen a matar”, sentencia. Por eso, dice, no llevaban en la pechera la etiqueta preceptiva con su nombre y grupo sanguíneo.
Si alguien que huye de la policía aporrea tu puerta para refugiarse, abres. Y punto. Es la ley que impera en las favelas como esta, donde el poder del crimen organizado ha ocupado el vacío dejado por el Estado. Y cualquier vecino de Jacarezinho (cocodrilito) que levanta más de un palmo recuerda otros muchos tiroteos y muchas operaciones policiales, pero ninguna tan sangrienta y brutal. Con 28 muertos ―un policía y 27 presuntos “criminales”, según las autoridades―, es la más letal perpetrada por uniformados en la historia de la ciudad. Tantas víctimas en un día causaron conmoción en Río, que ya solo se espanta cuando las balas perdidas matan a niños porque la violencia de la guerra contra las drogas es cotidiana.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, no perdió la ocasión de felicitar a la Policía Civil, que también se incautó de una treintena de armas. La mano dura contra el crimen es una de sus banderas. Para el militar de extrema derecha, Río y los policías son grandes caladeros electorales en un país donde está arraigada la idea de que el mejor delincuente es el delincuente muerto.
La rutina de matar sospechosos se instaló hace mucho. Desde 1998, la policía ha matado a una persona cada 10 horas en el Estado de Río de Janeiro, según el diario O’Globo.
Al alba del jueves pasado, antes de las seis, unos 200 policías armados para una guerra avanzaron por todas las entradas de Jacarezinho, un enjambre de infraviviendas de ladrillo a una hora en metro y tren de la playa de Copacabana. Un policía que intentaba quitar una de las barricadas colocadas por los traficantes que dominan la barriada, plaza fuerte del Comando Vermelho, fue la primera víctima. Le pegaron un tiro en la cabeza.
Y estalló el pandemonio. Fuego intenso con fusiles, ráfagas desde helicópteros, granadas y casi 40.000 vecinos convertidos, de nuevo, en rehenes. Agazapados en un rincón, implorando a Dios y siguiendo las noticias por el móvil o WhatsApp. Joice Pereira, de 42 años, contaba el martes que se escondió con sus ocho críos en el cuarto de baño durante horas. El lugar más seguro en este habitáculo con paredes de papel que se asoma a uno de los callejones escenario de la espectacular balacera.
Muchas de las escenas de aquel sangriento jueves parecen sacada de la película Ciudad de Dios, un retrato de la vida en las favelas cariocas que triunfó hace dos décadas. Durante más de dos horas el tiroteo fue tremendo, con sospechosos huyendo por azoteas y callejones para salvar el pellejo y los colegas del agente muerto rabiosos, invadiendo viviendas sin orden judicial. Las tiendas no abrieron. El punto de vacunación del coronavirus, tampoco.
Cuando llegó una cierta calma, los vecinos más necesitados, los hambrientos que no tienen qué comer porque la pandemia les arrebató lo poco que ganaban, se aventuraron a salir a por un plato caliente. Lucas Louback, de 30 años, activista proderechos humanos de Río de Paz, una ONG de Jacarezinho, participó en un reparto de alimentos: “Me chocó que en medio de la operación la gente estuviera recogiendo comida”, recuerda. Pasadas las once de la mañana, “ya no había tiroteo, pero la policía seguía dentro”. Tras ese paréntesis engañoso, las balaceras volvieron con furia, mientras los móviles del vecindario hervían con noticias de que los sospechosos se estaban rindiendo.
Es precisamente lo que familiares de algunas víctimas contaron el lunes al Defensor del Pueblo, según el presidente de la asociación de vecinos, Leonardo Pimentel, de 34 años, al que en estas callejuelas tratan como un alcalde. “Contaron que recibieron vídeos de las personas que murieron diciendo ‘estoy vivo, me voy a entregar. Mira, estoy en una casa, que no conseguí llegar a nuestra casa…”.
Cuando siete horas después del primer muerto terminó la operación, había cadáveres tirados en callejones y cuartos en varios puntos de la favela. Las fotos y vídeos que circulan por WhatsApp muestran a varios con tiros en la cabeza. Y uno sentado en una silla, con un dedo en la boca. La mayoría, en bañador y chanclas. La policía se llevó los cuerpos al hospital, envueltos en sábanas, alterando las escenas de las muertes. Otra rutina. Ante las denuncias de ejecuciones extrajudiciales y la destrucción de pruebas, la ONU reclamó inmediatamente una investigación independiente. La Fiscalía investiga ya las denuncias.
El activista Louback lanza una batería de preguntas: “¿Había necesidad de tantas muertes? ¿Cuáles son los protocolos de la policía? ¿Se aplicaron? ¿Y dónde están las otras políticas públicas, la cultura, el ocio? Porque la única política pública que llega [a la favela] es la del enfrentamiento?”. Vecinos y defensores de derechos humanos ―siempre denostados por Bolsonaro— claman que incluso si las víctimas trapicheaban con drogas, tenían derecho a ser detenidos, juzgados y, si acaso, condenados y encarcelados.
Pero Brasil no funciona siempre así. La brutalidad policial es endémica. De las 47.000 muertes violentas de 2019, el 13% ocurrieron durante intervenciones policiales, según el anuario más reciente del Fórum Brasileño de la Seguridad. Y Río destaca como el lugar más letal para los sospechosos. Los tiroteos son tan frecuentes que Fogo Cruzado, una aplicación de móvil, alerta a cualquiera en tiempo real.
Es una de las pesadillas familiares en las favelas. Cuenta Fernanda, de 42 años, que cada vez que estalla una operación policial corre a casa para estar junto a sus hijos. El chico es el que más le preocupa a esta mujer que elige este nombre falso para protegerse. “Tengo muchísimo miedo de dejarlo solo en casa porque, con 15 años, es muy corpulento”. Cuando uno es un brasileño joven, negro y pobre, la sospecha se dispara.
Tras la incursión policial, poco tardó el negocio del narcotráfico en reabrir. La marihuana, la coca y el crack se vendían este martes a la vista de todos en unas mesitas instaladas en la calle, como si fueran chucherías. Cada favela personaliza su mercancía con un envoltorio que la distingue de las otras barriadas.
El tráfico de drogas es uno de los ingredientes del cóctel criminal de Río de Janeiro tras su bella fachada. La disputa por el territorio es feroz y los pujantes grupos paramilitares, con sospechosos vínculos con el clan Bolsonaro, ya controlan más espacio que el narco. Completan el cóctel la delincuencia de toda la vida ligada al juego clandestino y una clase política carcomida por la corrupción.
Aquí en Jacarezinho dio sus primeros toques el futbolista Romario, ahora senador. Cuenta Pimentel, al que los vecinos paran todo el tiempo, que fue un polo industrial que al languidecer vio aumentar la violencia. En estas callejuelas abundan las penurias y las tentaciones. Estos chavales “no tienen oportunidades de tener otra vida”, insiste el seudoalcalde.
Un antiguo líder vecinal, Marcos de Castro, añade que cuando tu madre no tiene para el alquiler y vives en un lugar sin empleo, oportunidades ni diversión, ser el chaval del fusil que llama la atención de las chicas es muy tentador. Dinero fácil. Titánico es, en cambio, el esfuerzo de muchas madres para sacar adelante a su prole y que siga el buen camino. “La policía no puede ser como los delincuentes, están para protegernos”, proclama una indignada vecina de Jacarezinho.
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