Turquía: la inesperada fábrica global de telenovelas
Desde Sudáfrica a Japón, de Buenos Aires a Milán, los dramas amorosos turcos conquistan las pantallas. El país se ha convertido en uno de los mayores exportadores de ficción televisiva, lo que ha contribuido a su influencia en el mundo
En poco más de una década, Turquía se ha convertido en una potencia del género de las telenovelas y es ya el segundo mayor exportador mundial de ficción televisiva, por detrás de Estados Unidos. Unas 150 series turcas se han vendido a 146 países, y se calcula que 600 millones de personas de cuatro continentes han visto alguna de ellas. Es más, durante el confinamiento por la pandemia de la covid-19, la demanda de producto turco ha aumentado.
Las series se han convertido en una herramienta más de la influencia de Turquía en el mundo y han mejorado la imagen de un país tradicionalmente vinculado a conflictos políticos y atentados. Los ingredientes de las telenovelas turcas son simples: historias de amor entre actores guapísimos que desbordan drama y emociones. Pero es también un sector en el que imperan una duras condiciones laborales y en el que los guionistas deben tener cuidado para no exceder ciertas líneas rojas del Gobierno islamista. A continuación, exploramos los secretos de este fenómeno.
I Luces, cámara, acción:
¿POR QUÉ TRIUNFAN LAS SERIES TURCAS?
Apoya su cabeza en el pecho de su hijo: “¡Qué suerte tenerte!”. Todo se derrumba alrededor de la impasible y estricta matriarca de la familia Karasu: sus secretos han sido descubiertos, la empresa familiar amenaza quiebra, el marido se va de casa... pero en su hijo, con el que acaba de reconciliarse, ha hallado un puntal al que aferrarse. Lo abraza tiernamente. Los sentimientos afloran.
De repente, una mueca comienza a asomar en los labios de la mujer, una tímida sonrisa; el hijo se aparta, la observa... y ambos estallan en carcajadas.
-¡Cooooorten! -exclaman desde la habitación contigua, donde está el control de dirección-. ¡Venga, va, va!
En las últimas tres tomas, los actores no han podido contener la risa en el clímax dramático. Llevan varias horas rodando y el cansancio hace mella, pero aún falta repetir planos y contraplanos varias veces hasta completar la escena. Y hacerlo antes de que atardezca y cambie el tono de la luz.
-Sí, sí. Lo siento... dadme diez segundos -pide Nazan Kesal, la actriz protagonista: tiene 50 años y tres décadas sobre los escenarios. Se sienta en un sillón. Se concentra. Cuando se levante, las lágrimas comenzarán a brotar de sus ojos y bordará el papel.
Çocuk (El niño), la telenovela turca para la que se rodaba la anterior escena, es una de la veintena de series (dizi) que se graban cada día (en condiciones normales: ahora, con la crisis del coronavirus, la mayor parte han quedado suspendidas y no volverán a las pantallas hasta otoño).
La fama que han alcanzado estas telenovelas es tal que, en algunas partes del mundo, los actores turcos no pueden caminar sin ser asaltados por los fans. Ocurrió con Can Yaman, recibido por más de 2.000 seguidoras en el aeropuerto de Madrid, y que tuvo que ser escoltado por la policía. O con un festival en Eslovaquia, que congregó a 40.000 personas para ver a Halit Ergenç y Bergüzar Korel. El promotor de eventos culturales Ahmet San asegura que una exministra griega le llegó a telefonear para enterarse por adelantado del final de un telenovela turca.
Es uno de los efectos de la globalización. La cultura ya no fluye de manera unidireccional, de EE ,UU al resto del mundo. Ahora también se extiende la producción cultural de potencias en los márgenes del mundo occidental, tal y como argumenta la escritora paquistaní Fatima Bhutto en su libro New Kings of the World, sobre el auge de cine indio, el pop surcoreano y las dizi turcas.
Pero, ¿qué hace a las series turcas tan irresistibles? La académica venezolana Carolina Acosta, de la Universidad de Georgia, lleva veinte años estudiando las telenovelas y, desde hace tres, se enfoca en las turcas: “Estaban invadiendo Latinoamérica. Me dije ‘vamos a verlas’. ¡Y enganchan!”.
Los ingredientes son simples: actores y actrices guapísimos, ambientes lujosos y emociones desbordantes. A esto añaden una calidad de producción superior a sus competidores: no se rueda en estudio sino en localizaciones reales (palacetes, el estrecho del Bósforo, calles de Estambul...); el acabado es propio del cine y se cuida especialmente la música. Acosta añade un aspecto más: “Las dizi turcas llevan el punto dramático a un nivel mucho más alto que las telenovelas latinoamericanas”. Y lo hacen con una marca de la casa: la lentitud. “Te van llevando al pico dramático despacito, con la música, las miradas, los gestos. Eso crea adicción”, dice Acosta.
“Nosotros no podemos rodar buenas películas de acción, ni grandes thriller o películas fantásticas. Lo que se nos da bien son los sentimientos. Sabemos contar historias románticas y dramáticas. El amor en todas sus facetas”, cuenta Faruk Turgut, fundador de Gold Film, la productora de Pájaro soñador, uno de los grandes éxitos turcos en España.
Hispanoamérica es, junto a Oriente Próximo y los Balcanes, donde más éxito han cosechado, lo que Acosta atribuye, por un lado, a un cierto exotismo de los exteriores en que se rueda y, por el otro, a la sensación de proximidad. “El actor turco es físicamente parecido al latino. Eso permite sentirlo más cercano. Y son historias de amor cuyo código compartimos”, dice la experta. “En EE UU las rupturas amorosas se manejan pasando página rápidamente: Next! En cambio, nosotros necesitamos despecharnos, contarlo a una amiga, ponernos música melodramática. Los turcos, en esto, son parecidos”.
II Los orígenes:
ÉRASE UNA VEZ
Érase una vez una industria que rodaba a ritmo bollywoodiense: 300 películas al año en su periodo de esplendor (1960-1980). Producía de todo: cintas eróticas, comedias, burdos remakes de Hollywood sin autorización (la turksploitation), cine social de gran calidad y, sobre todo, historias de amores imposibles. Se le llamaba Yesilçam (El Pino Verde), pues en esa calle cercana a la plaza Taksim de Estambul tenían su sede las productoras, los guionistas, los directores. Hoy, Yesilçam es sólo el letrero de una calle de avejentados edificios que caracolea por la parte trasera del barrio de Beyoglu, entre garitos de mala muerte y prostíbulos.
Érase una vez, también, la Junta Militar que tomó el poder en Turquía el 12 de septiembre de 1980. La lideraban unos generales obsesionados por la moralidad y por prohibir: la política, los libros, los desnudos. La Junta impuso a la sociedad un compendio de ideas nacionalistas y religiosas en las que se formarían las siguientes generaciones, y delimitó estrictamente lo que se podía y no se podía hacer. Yesilçam murió y los actores del anterior star-system se refugiaron en la televisión.
En los noventa, la mayoría de ficción televisiva que consumían los turcos era todavía extranjera: estadounidense (Salvados por la campana, Sensación de vivir, Alf...) y latinoamericana (Marimar, Rosalinda...). Pero con el cambio de siglo, llegó el boom económico y se multiplicaron los canales, unos 25 nacionales y más de 200 locales. “Había que rodar mucho para alimentar tantos canales, y el sector se fue profesionalizando y produciendo cada vez mejor contenido”, relata Ahmet San.
Los guionistas recurrieron a los clásicos de la literatura extranjera (Ezel, inspirada en El conde de Montecristo, o Binbir Gece, en Las mil y una noches) y turca (Amor prohibido, basada en la novela otomana Ask-i Memnu, de 1899), y a antiguas películas de Yesilçam. “Los códigos de Yesilçam, las intrigas, la forma de mostrar los sentimientos... Todo eso ha influido mucho en las series actuales”, sostiene el productor Faruk Turgut.
Las tramas, arguye la socióloga Feyza Akinerdem, se basan en trasladar conflictos propios de la sociedad turca -modernidad/tradición, ámbito urbano/rural, religiosidad/laicismo, turcos/kurdos- a una relación en la que “amantes de mundos opuestos deben sortear las dificultades para acabar juntos”.
Nadie pensaba que este producto tan turco pudiera viajar al exterior. Ocurrió casi por casualidad. En 2006, un directivo de la cadena saudí MBC, zapeando en su hotel, le vio posibilidades a aquello. Compró la serie Gümüs que, rebautizada como Noor, alcanzó gran notoriedad en todo Oriente Próximo y el Magreb: su episodio final lo vieron 85 millones de personas.
En ese momento, Izzet Pinto, empresario turco de origen sefardí y uno de los cerebros tras la internacionalización de las series turcas, se dedicaba a la compraventa de reality-show. Simplemente por probar, decidió enviar el DVD de otra telenovela turca, Las mil y una noches, a una televisión búlgara. “No tenía demasiada confianza, creía que las series turcas eran demasiado locales”, explica en la sede de su empresa, Global Agency: “El canal búlgaro la compró y pasó de tener un 15% de audiencia en esa franja a un 60%. Entonces me di cuenta de que tenía una joya en mis manos y comencé a llamar a otros clientes para proponerles series turcas”. Rápidamente se extendieron por el Este de Europa, luego por Asia... El precio se multiplicó: si en un inicio se vendían a 500 dólares la hora, o incluso menos, luego se llegaron a pedir más de 100.000 dólares por capítulo.
Durante años, la española Beatriz Cea, jefa de ventas de la distribuidora turca Intermedya, acudió a las ferias internacionales de Miami y Cannes en busca del comprador latinoamericano. “Al principio no había mucho interés, pero nosotros teníamos mucha fe en el producto turco”. Hasta que, en 2014, la chilena Mega apostó por Las mil y una noches. El share de Mega subió como la espuma. “Al final todos los canales de la región querían tener series turcas”.
“¿Quién se iba a creer que podíamos vender telenovelas a América Latina? Es como intentar venderle pan a un panadero”, bromea Iván Sánchez, jefe de ventas de Global Agency para Latinoamérica. La razón de esta penetración del producto turco en la cuna del género tiene que ver con que, en esos años, los canales latinos “habían apostado por otros formatos como la narconovela”. En cambio, Turquía ofrecía un regreso al estilo más clásico.
III ‘Making of’:
RODAR A RITMO DE FÁBRICA
A la hora de comer, en el set de Çocuk todos son soldados rasos. Estrellas, secundarios, cámaras, descienden al sótano de la mansión en la que ruedan, donde se ha instalado el comedor y se sirve comida de cantina. Sopa, ensalada, arroz y algo de carne con patatas. La conversación discurre sobre las audiencias:
-¿Qué tal van los datos?
-Regular.
A finales de esa semana de rodaje les llegaría la temida noticia y los guionistas tendrían que improvisar un final prematuro para cerrar la serie: Çocuk se caía de la parrilla, pese a haber sido la décima serie más vista, con una media de 3,2 millones de espectadores.
En Turquía, las telenovelas no son un género menor. Al contrario, son las reinas del prime time y habitualmente se imponen a los partidos de fútbol. Por ello, la competencia es feroz y no hay piedad con las que comienzan a dar signos de debilidad. Cada año, en Turquía se ruedan entre 70 y 80 series y, de ellas, la mitad son canceladas antes de llegar al final de temporada. “O triunfas o fracasas. No hay termino medio”, lamenta el actor Faruk Acar. El fracaso significa que un equipo de un centenar de personas se queda sin empleo.
Debido a las dificultades económicas, la inversión publicitaria ha caído, por lo que la exportación de series es ahora primordial. Para exportar una serie turca no sólo es necesario que resulte interesante al público internacional, sino que se mantenga lo suficiente en las pantallas de Turquía como para tener unos 20 capítulos y que al canal extranjero le compense adquirirla. Así que se da la paradoja de que las dizi, por mucho que se exporten, se hacen pensando en el público turco. “Cada mañana analizamos los datos de audiencia y, según vayan, retocamos el guión”, explica Yamaç Okur, productor de Çukur (El pozo).
Producir cada episodio cuesta de media 250.000 euros. Así que, por miedo a las cancelaciones, no se ruedan por adelantado. Se trabaja en tiempo real: lo que se graba una semana se emitirá la siguiente. Esto imprime un ritmo de trabajo frenético porque hay que tener listos para emitir entre 130 y 150 minutos, el equivalente a rodar una película a la semana. “Es como estar internado en un campamento militar. Toda una temporada con el mismo equipo durante cinco o seis días a la semana trabajando entre 12 y 15 horas por jornada”, dice un representante de actores.
“No tenemos el lujo de ponernos enfermos”, afirma Neslihan Yesilyurt, directora de Yasak Elma (Fruto prohibido), que también ha trabajado en otras grandes producciones como El sultán y Las mil y una noches: “Si alguien se encuentra mal, lo enviamos un rato a descansar y luego vuelta a rodar. Si está muy enfermo, puede quedarse en casa un día y no rodamos sus escenas. Pero no podemos fallar: cada semana hay que entregar la cinta”.
IV El guión:
DE MUJER A MUJER
No espere encontrar excesivos matices en una serie turca, ni personajes con mucha profundidad psicológica. Los guiones se escriben sobre la marcha y eso implica, por fuerza, apoyarse en roles arquetípicos El bien siempre triunfa. Punto. Y a rodar.
“Hay madres abnegadas, mujeres victimizadas, machos duros y heridos a los que una mujer intenta sanar... Se distingue fácilmente el bueno del malo. Los mensajes son muy directos”, cuenta la socióloga Feyza Akinerdem. “En los dramas estadounidenses, aunque haya un conflicto familiar de inicio, como en Mad Men, siempre se trata del individuo. El conflicto es más psicoanalítico. En el melodrama turco, en cambio, la familia es protagonista. Ningún personaje está solo, todos se definen por su relación con la familia”.
Incluso una serie histórica como la exitosa El sultán, que narra las intrigas de palacio durante el reinado de Solimán el Magnífico, tiene esa base familiar. “La familia nuclear es anacrónica al harén otomano del siglo XVI. Lo que hace la serie es exportar el modelo de familia actual, con Roxelana de matriarca que lucha por el interés de la familia. Eso hizo que la audiencia conectara tan bien con los personajes”, explica la socióloga.
Si bien muchas series turcas reproducen estereotipos patriarcales, también muestran a mujeres capaces de liberarse de la opresión (malos tratos, matrimonio forzoso, violación) y castigar a los culpables. “A lo largo de la serie, ellas se vuelven más fuertes. Incluso si no se representa una igualdad entre sexos como la occidental, sí vemos empoderamiento”, concluye Akinerdem.
El 70% de la audiencia de las series turcas es femenina. También buena parte de las guionistas y directoras. “Opto por hacer historias de mujeres porque ser mujer en Turquía no es fácil. Y quiero dejar constancia. Muestro a mujeres fuertes que se sobreponen a las dificultades para dar esperanza”, explica Gül Oguz, directora del éxito internacional Sila, que llevó a las pantallas los matrimonios forzados. Según los estudios, un tercio de las turcas reconoce haber sido casada en matrimonios concertados por su familias, en algunos casos a muy temprana edad. “Sila provocó mucho debate. Sobre la tradición, la violencia machista... Las series ponen temas en la agenda e influyen en la sociedad”.
“La sociedad nos inculca roles de buena madre, buena hija, de mujeres como ángeles... Por eso mi personaje en Fruto prohibido conmocionó a la audiencia”, asegura la actriz Sevval Sam, que da vida a una reina de la jet-set sin demasiados escrúpulos: “Al avanzar la historia, el carácter de Ender se convirtió en inspiración para muchas mujeres. Sí, soy una intrigante, pero también una mujer que me levanto cuando caigo y sigo luchando”.
En el exterior, las telenovelas turcas se han leído según diferentes códigos. Para los occidentales suponen un retorno a valores algo más conservadores y en cierto modo “olvidados” por la actual ficción televisiva: la caballerosidad, la entrega, el amor romántico y desesperado, la solidaridad familiar... Para el sudeste asiático, ofrecen un dilema similar a su conflicto de identidad entre los valores tradicionales locales y la modernidad de corte occidental. Y en algunos países musulmanes, las dizi ofrecen ejemplos liberadores.
El triunfo de Gümüs en Oriente Próximo fue acompañado de quejas de los clérigos más conservadores, que la consideraron una influencia “inmoral y diabólica”. Y también de un aumento de los divorcios, que los medios locales atribuían al hecho de que las series turcas ofrecen una visión de las relaciones de pareja más libre e igualitaria siendo Turquía un país también musulmán. “En Arabia Saudí me llegaron a preguntar si soy cristiana, porque voy sin velo y me besaba en la serie”, relataba la actriz Songül Öden, coprotagonista de Gümüs, en una conferencia: “La influencia cultural que tienen nuestras series es muy importante”.
V La censura:
EL BESO, CORTO Y SIN LENGUA
En las series turcas no hay apenas escenas de cama, tampoco desnudos. Ni cigarrillos. Ni alcohol. Y las heridas y la sangre son difuminadas cuando se emiten en Turquía. “En el pasado éramos más libres, pero en los últimos años se han impuesto más restricciones. Ahora, por ejemplo, los besos no pueden durar más de tres segundos”, se queja el actor Furkan Andiç de la serie En todas partes tú. “No debería haber este tipo de censura, es una pena para los espectadores”.
No amoldarse a la normas puede suponer multas millonarias del Consejo Superior de la Radiotelevisón (RTÜK), hábilmente utilizado por el gobierno islamista para meter en cintura a los canales díscolos. El presidente, Recep Tayyip Erdogan, no ha dudado en entrar al trapo sobre el contenido de algunas series: por ejemplo El Sultán, que criticó por mostrar a Solimán el Magnífico demasiado preocupado por las intrigas del harén y no luchando a caballo en territorio del infiel, que es lo que a él le habría gustado ver. A medida que se ha afianzado el poder de Erdogan, las series turcas se han vuelto más pacatas. “Necesitamos libertad para desarrollar plenamente nuestras historias”, se queja una directora de producción: “Mientras siga al frente este hombre, no nos dejará en paz”.
Paradójicamente, ese tradicionalismo facilita la exportación, especialmente para públicos cansados de la hipersexualización de la televisión actual. “En Latinoamérica se estaba yendo al extremo. Además de haber mucha violencia, las escenas románticas eran muy explícitas. En cambio, las series turcas sólo insinúan, recuperan el tipo de novelas de hace treinta años”, opina Iván Sánchez, de Global Agency. Su compañero, Izzet Pinto, remata: “Los dramas turcos son bastante conservadores y familiares. Así que los canales de cualquier país pueden emitirlos en prime time sin necesidad de editarlos”.
Desde Ankara se ensalza el éxito internacional de las telenovelas turcas, pero en el sector cuesta encontrar a alguien que hable bien del Gobierno. La mayoría considera que el éxito se ha producido a pesar, y no gracias al Ejecutivo islamista. “No obstante, saben que tienen que bailar juntos aunque no se quieran”, ejemplifica la académica Carolina Acosta: “Porque, al final, el Gobierno controla y ellos tienen que hacer las cosas dentro de unas normas no escritas. Empezando porque no haya el más mínimo contenido político en las series”.
A través de la corporación pública TRT, Erdogan ha promovido su propia industria de las series, principalmente de contenido patriótico o histórico con un punto revisionista, como Payitaht: Abdülhamid, sobre el el último gran sultán otomano, o Resurrección: Ertugrul, sobre turcos del siglo XIII que defienden Anatolia de los pérfidos templarios y los crueles mongoles. No son tan vistas fuera como los dramas amorosos a excepción de Ertugrul, que sí ha vendido en países musulmanes -cansados de verse como los malos en las producciones de Hollywood- y en Latinoamérica, especialmente en Venezuela.
Para evitar la censura de sus libretos, muchos productores han puesto la vista en las plataformas digitales, que les permiten una mayor libertad. En los primeros diez minutos de Atiye -segunda producción original de Netflix Turquía, que combina la fantasía, el misterio y el típico triángulo amoroso de los culebrones turcos- aparece un hombre haciéndole sexo oral a una mujer, y otra presume de acostarse con una pareja diferente cada semana, todo ello con copas de vino en la mano, algo que sería impensable en una televisión turca en abierto. A causa de las escenas de sexo, Beren Saat, la actriz protagonista, recibió un aluvión de críticas del espectro más conservador de las redes sociales, a lo que ella respondió: “Como país, deberíamos superar la adolescencia y vivir de forma más madura”.
Sí se van dando algunos tímidos pasos por romper ciertos tabúes. Sahsiyet afronta la desmemoria colectiva a través de un guión rompedor (recibió un Emmy y se prepara una versión mexicana). O Babil, que toca el espinoso asunto de los funcionarios purgados.
“A veces tenemos que frenarnos, desde cómo hablamos a cómo nos vestimos o a lo que bebemos, por cuestiones de costumbre y tradición”, afirma la actriz Tuvana Türkay: “Pero si tuviéramos más libertad para mostrar abiertamente lo que ocurren en nuestra sociedad, las series turcas tendrían aún más éxito. Y creo que, en algún momento, sucederá”.
VI La taquilla:
LAS SERIES TURCAS COMO SOFT-POWER
Cuando Gümüs hizo furor en Oriente Próximo, los dueños del palacete Mehmet Abu Efendi, donde se rodó, decidieron hacer caja y abrirlo a los turistas. Fue un éxito: había incluso quienes iban a visitarlo desde el aeropuerto con la maleta a cuestas. Desde entonces, el turismo árabe se ha multiplicado por cinco.
“Allá donde se venden series turcas se incrementa el interés por la cultura, la lengua y el modo de vida turcos. En Latinoamérica crecen los grupos de fan en los que se habla de nuestro país y se da a conocer Turquía”, asegura el ministro turco de Cultura y Turismo, Mehmet Nuri Ersoy, por correo electrónico: “Esto supone un gran valor añadido para nuestra economía”.
Desde que las series turcas entraron en América Latina, los viajes a Turquía han aumentado un 35%, principalmente de brasileños, argentinos, colombianos y mexicanos. Las series se han convertido así en una pata más de una diplomacia que conjuga la apertura de nuevas embajadas en regiones antes olvidadas por Turquía, como Latinoamérica y África, el establecimiento de conexiones aéreas vía Turkish Airlines y la ayuda al desarrollo. “Las series son un instrumento muy importante de nuestro soft-power, (…) porque su popularidad contribuye a que se conozca más nuestro país”, afirma el ministro. Incluso sirven para romper el hielo en conversaciones con representantes políticos de otros países que visitan Turquía.
Según un estudio del think-tank TESEV en 2011, las telenovelas turcas contribuyeron a mejorar la percepción de Turquía y a convertirla en referente de Oriente Próximo, ayudada por el hecho de que la industria televisiva de sus competidores, Siria y Egipto, ha sufrido por la guerra y el conflicto político. Igual ha ocurrido en los Balcanes, que fueron parte del Imperio otomano y tradicionalmente habían mirado con suspicacia a Turquía, pero donde el interés por lo turco se ha incrementado gracias a las series.
Este orden de cosas no gusta a todos. La conservadora Iglesia Ortodoxa de Grecia ha criticado que haya tantas telenovelas turcas en los canales griegos. “Estamos diciendo que nos rendimos”, afirmó en 2012 el obispo Anthimos de Salónica respecto al éxito de El sultán, vista por uno de cada diez griegos.
En los países árabes, algunos pensadores nacionalistas e islamistas han criticado la penetración de las series turcas como una forma de “imperialismo cultural” no muy diferente del estadounidense. En 2018, la cadena saudí-emiratí MBC, que emite para todo Oriente Próximo, decidió eliminar de su catálogo las series turcas, en medio de la pugna por la influencia regional entre Ankara y Riad. Y este febrero, las autoridades religiosas de Egipto emitieron una fatua contra las series turcas: son parte de un plan “colonizador” de Erdogan para extender su “esfera de influencia”, denunciaron. “Turquía es un país musulmán y laico con una vida social relativamente moderna. Esto lo muestran las series y pone a los regímenes árabes en una situación incómoda, pues creen que es un mal ejemplo para su pueblo”, considera el analista político Murat Yetkin.
Hay proyectos para seguir extendiendo la industria turca y su influencia. El promotor Ahmet San está inmerso en la construcción de los estudios Midwood, y pretende que sean los más grandes de Europa para, además de telenovelas locales, atraer grandes rodajes internacionales. Su objetivo es convertir Turquía en una nueva potencia del cine y las series que transformen su imagen. Poco a poco lo van consiguiendo: “Ahora, cuando se habla de Turquía no se habla de atentados terroristas, sino de sus series y actores”. Bueno, y también de los implantes capilares.