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ESTAR SIN ESTAR
Columna
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Entre signos

Indeciso y confuso, errático y deambulante, el escritor escribe incluso sin saber que lo hace

A menudo, la página en blanco – o bien, la pantalla palpitante—provocan en el escritor una extensión involuntaria de sus manos, desdoblándose en signos de interrogación que parecen extensión de sus falanges o bastones ortopédicos. Se queda mudo ante la duda para decidir sobre qué versará el próximo párrafo o hacia dónde dirigir la página pendiente; catatónico, decide acercarse a la mesa de novedades de las lecturas pendientes y no se decide por la novela de moda, ni el reciente lanzamiento de un libro añejado o el anónimo poemario de un dolor compartido y prefiere entonces pasear al azar.

Peripatético remedio: camina sin rumbo, hablando a solas y las interrogaciones que le siguen colgando como mancuernillas de la camisa o gemelos elongados en el diminuto ojal de sus mangas. No sabe si confiarle al hombre de la banca en el parque que hay una historia que podría narrarse en tercera persona sobre la rara posibilidad de terminar la vida en Marte o subirse a un taxi e inventarle al conductor que hasta hace tres meses vivía recluido en una mina de cobre en un paraje remoto de la geografía chilena. Tampoco sabe si sería políticamente correcto invitarle un café a la joven que pasa distraída, como pidiendo a gritos que alguien le narre la trama condensada de una novela de Stevenson o simplemente subirse al Metro y cantar con voz que podría ser de barítono una versión personalísima de una rola de Manzanero.

Indeciso y confuso, errático y deambulante, el escritor escribe incluso sin saber que lo hace: redacta al andar y depende de la puntuación que ofrecen los semáforos, los árboles que empiezan a convencerse de la primavera o de las caras de los transúentes que lo miran fijamente como si lo reconocieran del álbum coleccionable de calcomanías de un hospital psiquiátrico… sucede entonces el breve instante de un milagro absolutamente ocasional: se meten en la mente los párrafos de una novela entrañable que parecían perdidos en la amnesia y en esa búsqueda callada del tiempo perdido, el escritor cae en la cuenta de que el transcurso de todos los días o el devenir de las horas entre interrogaciones no es más que la divina metáfora de la vida misma donde cada uno en cada cual ha de hacerse responsable del sabor de cada instante y de la lenta redacción de las palabras que han de ayudarnos a sobrevivir otro amanecer ante la palpitación de la pantalla o la página en blanco todos y cada uno de los seres que respiran vamos narrando la hermosa vida en tinta indeleble… así se borren los pretéritos como letras que se esfuman entre las nubes. 

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