Dios proveerá (Lago Okeechobee, Florida)

El Gobierno de Duque desconoció lo que hizo Santos para empezar una conversación leal sobre el fracaso de la guerra contra las drogas

Mike Pompeo e Iván Duque, en Cucuta.AFP

Los países católicos viven a la espera de una buena nueva. Se toman las malas noticias con una resignación triste, deshonrosa, que es más bien una disciplina de cilicio. Pero quizás sea este un buen momento para que Colombia deje de encogerse de hombros, por demás de rodillas, ante los Estados Unidos de América. El Gobierno de Duque cometió el peor error de su corta vida cuando decidió desconocer –no solo menospreciar sino despreciar– lo que hizo el Gobierno de Santos, en la dimensión desconocida de la diplomacia internacional, para empezar una conversación leal sobre el fracaso de la guerra c...

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Los países católicos viven a la espera de una buena nueva. Se toman las malas noticias con una resignación triste, deshonrosa, que es más bien una disciplina de cilicio. Pero quizás sea este un buen momento para que Colombia deje de encogerse de hombros, por demás de rodillas, ante los Estados Unidos de América. El Gobierno de Duque cometió el peor error de su corta vida cuando decidió desconocer –no solo menospreciar sino despreciar– lo que hizo el Gobierno de Santos, en la dimensión desconocida de la diplomacia internacional, para empezar una conversación leal sobre el fracaso de la guerra contra las drogas. Duque reptó. Se ató a la suerte del megalómano e insensato Donald Trump. Y, animado por el crecimiento de los cultivos de coca, caminó hacia atrás desde el principio de su mandato en busca de aquel prohibicionismo que exacerba la violencia y engorda a los narcos, pero suele conseguir el apoyo de los gringos.

Fue un error a tres bandas. Fue desandar a los tiempos en los que, entregados a no ser más que el país de Pablo Escobar, pedíamos dinero para librar guerras ajenas. Fue reducir el mundo a Norteamérica: fue negar, con anteojeras, los pulsos de poder que está viviendo el planeta. Y apostárselo todo –desde los acuerdos de paz con las FARC hasta la comunicación mínima con Venezuela– a complacer a los insaciables Estados Unidos de Trump.

Colombia seguirá varada en su guerra sangrienta mientras no logre la obviedad de la despenalización

Salió mal, muy mal. Hace 15 días nomás, el alucinado de Trump, en plena campaña para una peligrosa reelección que a duras penas le conviene a él, salió a decirle al planeta –ante el Lago Okeechobee del estado de Florida– que Duque es un buen tipo que dijo que iba a detener las drogas pero que “no ha hecho nada por nosotros”. Y el miércoles pasado, cuando la cancillería colombiana empezaba a reponerse de lo que parecía ser otra salida en falso, una trumpada de aquellas, el presidente populista e inverosímil de los Estados Unidos aprovechó una visita a San Antonio, Texas, para acusar a la culposa Colombia de lo divino y de lo humano: de permitir que el tráfico de drogas creciera en un 50% en los últimos meses, ni más ni menos, y de haberse propuesto la tarea de enviar allá arriba “a sus peores criminales”.

El presidente Duque respondió, desde Cartagena, con un izquierdoso “solo rindo cuentas a mi pueblo” que fue tanto una noticia para su pueblo como una imprecisión absurda si se tiene en cuenta la tradición colombiana de pedirles auxilios económicos a los gringos: USA proveerá. El expresidente Uribe, mentor de Duque y adulador de Trump, insistió en que los Estados Unidos de América no pueden tener un mejor aliado en el mundo que Colombia para la guerra contra las drogas –o sea, para fracasar en la guerra contra las drogas–, pero le echó al Gobierno de Obama “parte de la culpa” por apoyar los acuerdos con las FARC “que permitieron pasar de 42.000 a 209.000 hectáreas”. Y quedó, en el aire de la Semana Santa, la pregunta de qué barbaridad responderán cuando empiecen a arreciar los ataques nacionalistas y racistas de Trump.

Habría que ir del bíblico “Dios proveerá” al antiguo “Ayúdate que yo te ayudaré”. Habría que volver a aquella diplomacia lenta pero segura que no solo tiene clarísimo que el problema de las drogas es mucho más complejo que su prohibición, sino que Colombia seguirá varada en su guerra sangrienta –a la espera siempre de un falso mesías– mientras no logre la obviedad de la despenalización. Habría que pensar que “la paz” conviene a los negocios, que el mundo es mucho más grande que Estados Unidos, que hubo suficiente violencia en esta tierra. No es fácil. Habría que creer un poco más en el Estado que en el Gobierno. Pero también aquí estamos en elecciones. Y aquí también estamos locos.

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