Singapur: a la horca por narcotráfico (con solo cinco días de aviso)

La severidad de los castigos son la columna vertebral del sistema judicial de la próspera ciudad-Estado

Un policía patrulla en la cárcel de Changi, donde aguarda Datchi a la ejecución de su condena de muerte por tráfico de drogas.Jonathan Drake (Getty)

Todos los lunes, Priya emprende el mismo recorrido. Los algo más de cien kilómetros que separan su vivienda en Kluang (Johor, sur de Malasia), hasta la prisión de Changi, en Singapur. Lo hace, indefectiblemente, porque no sabe si será la última oportunidad de ver a su pareja, Datchinamurthy, Datchi, condenado a muerte en la ciudad-estado asiática (5,6 millones de habitantes) por tráfico de drogas. Ni Priya ni nadie de su entorno se enterarán de cu...

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Todos los lunes, Priya emprende el mismo recorrido. Los algo más de cien kilómetros que separan su vivienda en Kluang (Johor, sur de Malasia), hasta la prisión de Changi, en Singapur. Lo hace, indefectiblemente, porque no sabe si será la última oportunidad de ver a su pareja, Datchinamurthy, Datchi, condenado a muerte en la ciudad-estado asiática (5,6 millones de habitantes) por tráfico de drogas. Ni Priya ni nadie de su entorno se enterarán de cuándo tendrá lugar la ejecución hasta cuatro o cinco días antes de que ocurra: solo saben que será un viernes, que ocurrirá al alba y que será ahorcado, como dicta la normativa singapurense.

“Mi familia, mis amigos, e incluso su madre, me aconsejan que siga con mi vida, pero no puedo”, cuenta Priya, malasia de 38 años, en una cafetería de Singapur un lunes temprano, antes de acudir a su visita semanal a la prisión de Changi. Una rutina que conoce bien: la mantiene desde hace siete años. Datchi fue detenido el 18 de enero de 2011 cuando pasaba cerca de 45 gramos de diamorfina (heroína) de Malasia a Singapur. La próspera isla sitúa el mínimo para aplicar la pena capital en 15 gramos de esa sustancia (500 gramos si es marihuana), -ya sea para importar, exportar o posesión-. Priya, que pide ser identificada solo por su nombre de pila, estaba entonces embarazada de su segunda hija. “Cuando me llamaron para decírmelo pensé que era un error”, lamenta. En 2014 fue condenado a muerte.

El caso de Datchi, que admitió importar el narcótico movido por su precariedad financiera, encaja en el perfil habitual de muchos de los reos que acaban en el patíbulo en Singapur: con dificultades económicas y extranjero, sobre todo de la vecina Malasia, indicaba Amnistía Internacional (AI) en un informe a finales de año.

La organización critica que, aunque el número de ejecutados ha caído sustancialmente –de más de 70 anuales a mediados de los 90 a 10 en los últimos tres años-, sigue tratándose de un oscuro proceso al margen de los estándares legales internacionales.

“La información sobre las ejecuciones es muy escasa”, denuncia la singapurense Kirsten Han, periodista y activista contra la pena de muerte en la organización “Second Chances” (Segundas oportunidades). Solo las ejecuciones más “mediáticas”, explica Han, son anunciadas; “el resto acaban incluidas en el recuento anual de la prisión, sin nombre ni apellidos, convertidas en dígitos”. La falta de datos, indica la activista, impide hacer un análisis adecuado sobre si dichas sentencias se aplican de forma desproporcionada en los colectivos más desfavorecidos. “Tenemos una idea sobre lo que ocurre, pero falta información”, relata.

Han lamenta también que el margen de maniobra de las familias, abogados y activistas para lanzar la última campaña contra las ejecuciones, que normalmente implica apelar a gobiernos extranjeros y organismos internacionales para que presionen a Singapur, ha sido cercenado. De tener dos o tres semanas para ello, desde el año pasado solo disponen de cuatro o cinco días antes de la ejecución. Es cuando los familiares son informados de la fecha, normalmente a través de sus abogados, y se ponen en contacto con ellos. “El objetivo es que tengamos cada vez menos tiempo para llamar la atención sobre los casos”, dice la activista.

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Esa sensación de jugar contrarreloj mantiene a Priya en vilo permanentemente. En un desesperado último intento, ella y la familia de Datchi, cuya apelación fue denegada en 2016, han aunado esfuerzos –vendiendo joyas y otros objetos de valor, cuenta la mujer- para contratar a un abogado que intente presentar un informe psiquiátrico y pida clemencia presidencial. “Podemos ganar 4 ó 5 meses más gracias a los trámites burocráticos, pero el abogado dice que las posibilidades de impedir que sea ejecutado son próximas a cero”, murmura Priya.

Los letrados tampoco lo tienen fácil; algunos han sido acusados de obstruir el proceso judicial cuando presentan recursos en los días previos a la ejecución. Aunque en 2013 la pena de muerte dejó de ser obligatoria si se demuestra que el acusado ejercía únicamente de “correo” de la droga y, de ser así, coopera con la Justicia o padece una discapacidad mental, Amnistía Internacional afirma que la decisión sigue en manos de la Fiscalía y no de los jueces. Sobre Datchi, los fiscales no revelaron por qué no cumplía los requisitos para que su sentencia fuera conmutada por cadena perpetua y trece latigazos, tal y como estipula el reglamento.

La implacabilidad en la aplicación de sentencias y la severidad de los castigos son la columna vertebral del sistema judicial singapurense, que también contempla la pena de muerte por asesinato o tráfico de armas, entre otros delitos. Pero mientras la isla presume de ser gracias a ello uno de los países más seguros del planeta, la supuesta eficacia en el caso de la batalla contra las drogas está en entredicho. Según estadísticas del Gobierno de Singapur, entre 2003 y 2016 la cifra de consumidores de droga prácticamente se duplicó.

“La cultura de la tolerancia cero hacia las drogas se basa en la asunción de que así estamos a salvo. Pero no hay pruebas concretas, estudios o cifras que lo respalden”, añade Han.

Estar a salvo es algo que suena muy lejano para Priya. “Cuando conocí a Datchi tenía una hija y estaba sumida en la mierda... Le debo mucho”. Esta vez habla después de haber ido a verle a prisión, un lunes más, antes de emprender el camino de vuelta a Malasia. En una semana volverá a hacer la misma ruta. Y en dos, y en tres, hasta que ya no tenga un motivo para regresar. “Para mí Singapur se ha convertido en uno de los sitios más temibles del planeta. Porque aquí es donde ahorcarán a Datchi”.

Mano dura contra las drogas en toda la región

Singapur no es una excepción en el sureste asiático. Salvo Camboya, Timor Oriental y Filipinas, el resto de países mantienen en vigor la condena capital relacionada con delitos de drogas. Filipinas directamente se toma la justicia por su mano: desde junio de 2016, con la elección de Rodrigo Duterte, el país emprende una guerra contra los narcóticos que ha dejado alrededor de 13.000 muertos. Una estrategia que empiezan a imitar también, aunque en menor escala, Camboya e Indonesia. Asesorado por Duterte, el primer ministro camboyano, Hun Sen, activó durante seis meses el pasado año una campaña antidroga que acabó con más de 8.000 detenciones arbitrarias. En Indonesia, el grupo de ayuda legal LBH registró unos 100 asesinatos extrajudiciales en el marco de la batalla contra los estupefacientes en 2017, en contraste con 17 en 2016.

Aunque su caso no sea excepcional, Singapur, el país más desarrollado de la región, es por ello un referente para las naciones vecinas. Malasia suprimió la pena de muerte obligatoria por tráfico de drogas (ahora depende de la decisión del juez) a raíz de la enmienda a la normativa singapurense en 2013. Y Filipinas está cerca de reinstaurar la pena capital para dar legalidad a su guerra antidroga, en línea con Singapur. Solo Myanmar y Tailandia abogan por un enfoque menos beligerante.

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