La falta de seguridad ciudadana amenaza la democracia en Brasil
¿Una sociedad armada y blindada, abandonada a su suerte por el Estado, es realmente democrática?
"Me atracaron, pero por lo menos me dejaron vivo". "Solo pido que los bandidos no toquen a mis hijos". "Al final tuve suerte de que no me clavaran el cuchillo ni me dieran un tiro". "Ya salgo de casa organizada pensando en que puedo ser asaltada". Son estas algunas de las frases que he leído en los periódicos en crónicas de ciudadanos agredidos en la calle o en sus casas.
¿Qué significan? Desde el punto de visto humano, un mecanismo comprensible para soportar el miedo a la violencia. Desde el punto de vista político, supone la derrota de todos los Gobiernos de Brasil, desde la llegada de la democracia hasta hoy. Todos ellos aparecen suspendidos en la asignatura de la seguridad ciudadana. ¿Hasta cuándo una democracia puede resistir a esta grave situación?
Con una policía corrupta, poco preparada y mal retribuida, que es la que más mata del mundo y la que más muere, la gente de la calle se siente insegura. Inseguridad que alcanza a todos, ciudades y pueblos, y que crea una sociedad que corre el peligro de pisotear derechos humanos inalienables con el linchamiento en plena calle de quien intenta robarte el celular.
En ese clima en que cada uno se toma la justicia por su mano, la policía ejecuta sin piedad a la luz del sol y las balas perdidas matan a los niños dentro de las escuelas y en los brazos de sus madres. Ni se trata ya de distinguir entre víctimas y verdugos. Acabamos transformándonos todos en verdugos cuando aplaudimos a la policía disparar a personas desarmadas o cuando dejamos morir en la calle a un policía herido.
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En España, durante la dictadura franquista, cuando mis hermanos y yo nos encontrábamos a una patrulla de la policía en la carretera nos temblaban las piernas. Infundían miedo en vez de seguridad. Al revés, la primera vez que visité Londres, vi que la gente se sentía protegida con la presencia policial. Aterricé en Brasil y volví a recordar los duros tiempos franquistas. También a los brasileños les infunde temor la presencia de la policía. La consideran corrupta y vendida al tráfico de drogas. Para muchos, policía es sinónimo de bandido. En las favelas temen a veces más a los cuerpos de seguridad que a los traficantes.
La policía, a su vez, se siente también víctima y no verdugo. ¿Para qué detenerles vivos a los bandidos si la justicia los echa a la calle al día siguiente? Es un mantra que se les escucha con frecuencia.
La reforma de la policía es la asignatura quizás más difícil y siempre suspendida en todos los Gobiernos. Brasil es un país peligroso y la carrera del policía es amarga y sin prestigio. En sus familias tienen que lavar sus ropas sin exponerlas para que ni sus vecinos sepan lo que son. En sus días libres cuando podrían hacer una vida normal es cuando corren mayores peligros y cuando más mueren. La policía tiene fama de corromperse, de que es mejor no llamarles cuando eres agredido. "No sirve para nada", dicen. De ahí que a veces la policía caiga en la tentación de no andarse con tantos escrúpulos y no se esfuerce en detener a los marginales vivos. ¿Para qué?
La policía brasileña además de matar más que ninguna otra del mundo es también la menos preparada y la peor retribuida. Recuerdo un reportaje del diario O Globo en el que entrevistaron a varios policías que actuaban en las calles de Río. Se quejaban de que los echaban a la boca del fuego sin experiencia y con armas que ni sabían manejar, o que eran obsoletas en relación con las modernas usadas por el tráfico. "Es difícil no corromperse para un policía brasileño que gana poco más que un albañil, que no ha sido preparado para un trabajo de riesgo y que tiene su vida y la de su familia siempre en peligro", me dice un militar jubilado.
Junten todos esos ingredientes, añádanles la rabia de una sociedad que se siente abandonada en su derecho de ser defendida por el Estado. Mézclenlo con la impotencia o la incuria de los Gobiernos federales y locales y tendrán la receta perfecta para ese cóctel explosivo de la falta de seguridad.
¿Victimas o verdugos? Ambas cosas en partes iguales. ¿Responsables?: quienes tendrían el deber y los medios para poner punto final a ese escándalo y a esa sangría que produce 60.000 homicidios cada año, más muertes que en todas las guerras en curso. Muertes, la mayoría, de jóvenes, negros y pobres. Y los que consiguen vivir y que abandona la escuela, son candidatos a perpetuar ese horror que avergüenza a una sociedad y a unos gobernantes que viven y viajan blindados y parecen resignados y anestesiados ante todo ese horror que golpea a la gente común.
Esa insatisfacción con la falta de seguridad, que corroe la confianza de los ciudadanos en el Estado, es el mejor caldo de cultivo para que un día el país se despierte con la democracia en coma, o presidido por un enamorado de que todos vivamos armados, como única solución contra la violencia. ¿Una sociedad armada y blindada, abandonada a su suerte por el estado que debería protegerla, es de verdad democrática?
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