Mientras otros cierran las puertas a los inmigrantes, Canadá las abre
El Gobierno de Trudeau dará la residencia permanente a 300.000 extranjeros este año tras haber acogido a 40.000 refugiados sirios en 15 meses
Vanig Garabedian, un médico sirio de 48 años, se ha convertido en una celebridad en Canadá. Al aterrizar en Toronto en diciembre de 2015, Justin Trudeau lo recibió en el aeropuerto. Hace pocas semanas hizo llorar al primer ministro en un acto en que contaba su primer año en el país. “Me siento realmente en casa, actuando como un canadiense. También mis hijas”, dice.
En el Centro Comunitario Armenio, a las afueras de Toronto, la gente lo saluda. En la cafetería, una decena de hombres mayores mantiene una divertida tertulia. En el vestíbulo, los niños corren hacia sus aulas. Y en la planta de arriba, se celebra una clase de informática para refugiados sirios. Las escenas y la historia de Garabedian alimentan la imagen de Canadá como tierra de acogida al extranjero.
El médico acude, junto a otros refugiados, cada domingo a la iglesia ortodoxa del centro. Se queja de que los fieles apenas caben. “Estos sirios acaban de llegar y piden que todo sea más grande”, le responde, riendo, Apkar Mirakian, sirio de 76 años, 50 de ellos en Toronto. Sin su ayuda, le habría costado mucho más dejar atrás, con su esposa y tres hijas, el infierno de Alepo. Mirakian es, junto a un amigo, el copatrocinador de Garabedian. Es una figura única en Canadá que permite que ciudadanos o entidades financien la llegada de un refugiado tras ser aprobado por el Gobierno.
Entre diciembre de 2015 y marzo de 2016, Mirakian gestionó el desembarco en Canadá de 1.900 sirios de origen armenio, una cifra inaudita para su organización. Siguen llegando más. “El patrocinio privado es más personal. El recién llegado tiene a un amigo cuando baja del avión, que lo llevará a una casa, a comprar”, explica.
El patrocinador se compromete a dar la misma ayuda que el Gobierno al resto de refugiados: durante un máximo de un año le concede un subsidio, le paga la casa y le asiste en la búsqueda de trabajo y escuela. Si pasado ese periodo no es autosuficiente, puede optar a subsidios públicos.
Canadá, con 35 millones de habitantes (un 20,7% son inmigrantes, la mayoría asiáticos) y un generoso sistema de ayudas, se consolida como referencia en la acogida de extranjeros, una política que recibió un fuerte impulso con la llegada al poder del progresista Trudeau. Su plan de acogida masiva se ha traducido en la llegada del médico Garabedian y otros 39.670 refugiados sirios en los últimos 15 meses.
El refuerzo de Trudeau, en el cargo desde noviembre de 2015, a la política de puertas abiertas iniciada en 1960 llega en un momento en que el Estados Unidos de Donald Trump y Europa, desbordada y temerosa ante la ola de refugiados de Oriente Próximo, dan pasos en la dirección contraria. Y cuando en Canadá, como otros países occidentales, crece la islamofobia. El ejemplo más grave, el 29 de enero, cuando un joven blanco mató a tiros a seis inmigrantes musulmanes en un atentado terrorista en una mezquita de Quebec.
Tras el veto de Trump a visitantes de siete países de mayoría musulmana, Trudeau, que tiene ministros de fe islámica y sijs, ofreció a Canadá como alternativa e insistió en el mantra de que la multiculturalidad es una riqueza. El primer ministro afronta quejas de ciudadanos que le reclaman que los refugiados lleguen más rápido. Contrasta con EE UU o Europa, donde avanzan las voces que temen una avalancha de extranjeros y piden restringir las fronteras. Pero Canadá goza de una particularidad geográfica: el único vecino es EE UU, lo que le permite ser muy selectivo en quién quiere que entre al país.
Canadá, la décima economía mundial, prevé aceptar este año a 25.000 refugiados de cualquier nacionalidad como parte de los 300.000 extranjeros a los que planea otorgar la residencia permanente, lo que permite acceder a sanidad pública. Es una cifra algo superior a los años previos. La mayoría son inmigrantes seleccionados por motivos económicos mediante un sistema de puntuación.
Según la OCDE, los inmigrantes suponen desde 2000 el 31% del aumento de trabajadores altamente cualificados en Canadá, por delante del 21% de EE UU y el 14% de Europa. En Toronto, una de las ciudades más multiculturales del mundo, la mitad de la población ha nacido en el extranjero y se hablan unos 140 idiomas o dialectos.
Andrew Griffith, que fue director general de Multiculturalidad del Gobierno entre 2007 y 2011, atribuye la apertura canadiense al hecho de ser un país construido por inmigrantes. También lo es EE UU, pero señala una diferencia: Canadá no tiene una “identidad unificada” por la confluencia de las culturas anglosajona y francófona, lo que le ha obligado a buscar acomodos.
“Los canadienses tienen una gran confianza en la inmigración y menos miedo”, dice Griffith. Y destaca cómo los indicadores de participación electoral o educativa tienden a converger entre nativos e inmigrantes. Las encuestas muestran una alta aprobación a la llegada de extranjeros y estos declaran mayoritariamente sentirse canadienses.
Sombras en el modelo
Pero también hay grietas en el país que puede parecer un paraíso para emigrar. Crecen en los sondeos los que piden que el inmigrante se asimile. Los delitos motivados por prejuicios religiosos contra musulmanes se duplicaron entre 2012 y 2014. Aunque ha disminuido el porcentaje, un 65% de los refugiados sigue recibiendo ayudas públicas al año de su llegada. Y el número de inmigrantes que solicitan la ciudadanía se redujo a la mitad (56.000) entre 2015 y 2016 fruto, según los expertos, de una subida de las tasas.
“La principal dificultad es el idioma”, dice Mirakian, el responsable del centro armenio, que conoce a gente que no se ha adaptado, sobre todo mayores. Pero asegura que, en general, la mayoría consigue un empleo en uno o dos meses.
El refugiado Garabedian admite dificultades por las diferencias culturales, alimentarias o de transporte. Pero pocas. Casi todo es optimismo en él. Asegura que la gratitud de los canadienses le ha ayudado a integrarse. También el aprendizaje de la guerra siria: tras ver demasiadas muertes y acostumbrarse a usar la nevera de armario como remedio a meses sin luz. También sin agua o calefacción.
La historia de Garabedian escapa del estereotipo que uno puede tener del refugiado que llega con lo puesto a otro país tras un éxodo dramático. En Alepo, cuenta, él y su mujer se ganaban muy bien la vida como médicos. Iban de vacaciones a Europa. A principios de 2015, se mudaron a Beirut tras ser amenazados de muerte por grupos yihadistas. Allí, alquilaron un apartamento. Y en Toronto, se han pagado con sus ahorros su primer año, renunciando a las ayudas privadas que les correspondían. Él acaba de encontrar un trabajo en una aseguradora. “He venido para quedarme”, proclama.
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