Un mar de incertidumbre
Que el optimismo se acentúe depende de que Temer consiga equilibrar las cuentas
La destitución de Dilma Rousseff, decidida por el Senado brasileño el miércoles pasado, cerró un ciclo de incertidumbre. Y abrió otro. Michel Temer deberá demostrar en qué medida el consenso que se formó contra Rousseff lo acompañará durante su administración. La incógnita se abrió durante el impeachment. Temer pudo celebrar que 61 senadores desplazaron a su antecesora. Más de los dos tercios que él necesitaba. Pero la votación se desdobló. Cuando hubo que decidir si, además de perder el cargo, la presidenta sería privada de sus derechos políticos, los 61 se redujeron a 42.
La disidencia es significativa. No por la discusión constitucional que desató, sino porque fue una señal deliberada de que el apoyo al nuevo presidente es condicional. Lo más delicado es que la grieta se insinúa en el partido de Temer. Los 11 senadores que habilitaron a Rousseff a postularse en las próximas elecciones fueron liderados por Renan Calheiros, el presidente del Senado, que lidera una facción del PMDB.
Temer pudo celebrar que 61 senadores desplazaron a su antecesora
La fisura disparó el enojo de Aecio Neves, el líder del PSDB. Neves enfrentó a Dilma y a Temer en las elecciones de 2014. Pero, desde la ruptura de Temer con el PT, se convirtió en un sostén indispensable para la nueva gestión. El miércoles pasado advirtió que “la conducta de un sector del PMDB no nos da garantías de nuestra asociación en el futuro”.
La cohesión entre PMDB y PSDB es crucial. De ella depende que Temer pueda relanzar la economía de un Brasil que no crece desde hace ocho trimestres, y cuyo desempleo supera el 11% de la fuerza de trabajo. Es imposible salir de semejante estancamiento sin un ordenamiento fiscal que debe sortear las grandes aguas del Congreso. En esa operación quedó empantanada Dilma y su riguroso ministro Joaquim Levy.
El paulatino ascenso de Temer estuvo acompañado de algunos indicios alentadores. El real dejó de devaluarse. La paridad del dólar bajó desde comienzos de año de cuatro reales a 3,20. La inflación anual había llegado al 11%. Pero promete estabilizarse en el 7,5%. El mineral de hierro, que es uno de los principales productos que exporta Brasil, está recobrando su valor. La actividad industrial creció 4% desde el piso de la recesión. Por eso, los especialistas vaticinan que este año la contracción del PIB será del 3% y que en 2017 crecerá un 1,5%. A favor de estas expectativas juega el prestigio del ministro de Hacienda, Henrique Meirelles, y del presidente del Banco Central, Ian Goldfajn.
Que el optimismo se acentúe depende de que Temer consiga equilibrar las cuentas públicas. Ese problema se agravó por causa del impeachment. El duelo de Dilma con su vice fue pagado con recursos del Tesoro: se renegoció la deuda con los Estados y hubo una generosa política salarial en el sector público. El nuevo presidente está más obligado que antes a algunas reformas antipáticas. Las de siempre: un sistema previsional más austero y un régimen laboral más flexible.
El éxito de esos ajustes está amenazado por la fragilidad del propio Temer. El proceso que lo llevó a la presidencia estuvo cargado de cinismo. En Brasil se habían abierto dos expedientes. El Superior Tribunal Electoral inició una investigación sobre el financiamiento de la última campaña. Si se demostrara que la presidenta y su vice recurrieron a fondos negros de Petrobras, ambos quedarían desplazados. Al mismo tiempo, el Congreso puso bajo la lupa a Dilma por adulterar la contabilidad fiscal. Antes de que avanzara la primera causa, Temer convenció a su partido, el PMDB, de facilitar la segunda, sometiendo a la presidenta a juicio político. Sin embargo, aunque con bajas probabilidades de acelerarse, la pesquisa sobre el financiamiento sigue abierta. Del mismo modo que la investigación judicial por la corrupción de Petrobras no deja dormir a numerosos legisladores que apoyan al nuevo presidente. Estos frentes judiciales son otro factor de inestabilidad.
En este contexto, las movilizaciones del domingo pasado son inquietantes. Y, para el Gobierno, inesperadas. Al mismo tiempo que el canciller José Serra afirmaba en China en una entrevista con EL PAÍS que los quejosos no serían más de 100, en São Paulo se concentraron decenas de miles de personas. Brasil se encamina en ese clima a las elecciones municipales del mes próximo.
Temer viajó a la cumbre del G20 en busca de reconocimiento externo. Pero el problema lo tiene en la región. Ecuador y Venezuela podrían retirar embajadores de Brasilia. El boliviano Evo Morales llamó al suyo en consulta. Y Uruguay calificó al impeachment de injusto. El papa Francisco se sumó al coro con un “Brasil vive un momento triste”. Era previsible y no por la afinidad del pontífice con los gobiernos populistas. Los evangélicos brasileños estuvieron en contra de Rousseff.
El nuevo presidente piensa tomar oxígeno visitando EE UU para la Asamblea General de la ONU. Pero la Administración Obama, en plena campaña electoral, se muestra muy prudente frente a él. Bernie Sanders, por ejemplo, se pronunció contra el impeachment. En este contexto, será crucial el viaje de Temer a Buenos Aires en la primera semana de octubre: Mauricio Macri es su aliado más consecuente. Tiene lógica. Para que la Argentina salga de la recesión es indispensable que Brasil salga de la suya.
El desasosiego brasileño se inscribe en un marco de gran vacilación. La Toma de Caracas contra Nicolás Maduro fue el comienzo de un reguero de rebeliones urbanas. El factor militar se está volviendo cada vez más decisivo en Venezuela. Una deplorable regresión. En Colombia, el futuro no está tampoco escrito. Aunque la opción por el sí en el plebiscito por la paz asciende en las encuestas, la moneda todavía está en el aire.
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