La tercera caída de El Chapo
Dejar pasar tres días sin llevarlo a EE UU, supone una gran afición por la ruleta rusa
Lo más impresionante en todas las aprehensiones de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, son las imágenes que muestran el rostro de un hombre que no es terrible, que no atemoriza y cuyo lenguaje corporal muestra terror como cualquier individuo al ser capturado. La tercera caída de El Chapo, una especie de viacrucis del narcotráfico mexicano, supone un momento de gloria para Enrique Peña Nieto. Sobre todo, después de que The New York Times afirmase en un editorial el 4 de enero que el presidente mexicano no era amigo de la claridad, tampoco de la transparencia y, mucho menos, de la verdad.
“¡Lo tenemos, misión cumplida!”, fue la frase de Peña Nieto para comunicar el viernes la captura del capo, una frase que sintetiza grandes momentos fallidos del siglo XXI. Una mezcla de aquel “lo tenemos”, con el que el entonces procónsul de EE UU en Irak, Paul Bremer, anunció la captura en diciembre de 2003 de Sadam Husein en su tierra natal —escondido en un agujero como Guzmán— y de la inolvidable “misión cumplida”, pronunciada por George W. Bush a bordo de un portaaviones en mayo de ese año, con la que puso fin a las grandes operaciones militares en Irak.
A partir de este momento, en un país donde Guzmán ya se ha escapado dos veces, resulta innecesaria la vulgaridad de hacer hipótesis en torno a lo que sabe, lo que no sabe o hasta dónde llegan sus tentáculos. A fin de cuentas, El Chapo, por una parte, aparece en la lista de los mexicanos más ricos en la revista Forbes y, por otra, genera múltiples puestos de trabajo, a través de la economía oculta y paralela, pero reciclable y autosuficiente del narcotráfico.
Y ahora la pregunta obligada: ¿Qué hará Peña con El Chapo? Porque dejar transcurrir tres días sin subirlo a un avión con destino a Estados Unidos significa una gran afición por la ruleta rusa. ¿Acaso el Estado mexicano no es capaz de administrar a su preso más famoso? Seguramente sí, el problema es que ese preso representa la síntesis de muchos años de coexistencia entre el bien y el mal.
El narcotráfico mexicano es el resultado de un país que no ha tenido la fuerza suficiente como para hacer cumplir sus propias leyes
El narcotráfico mexicano es el resultado de un país que no ha tenido la fuerza suficiente como para hacer cumplir sus propias leyes, y de aquel viejo axioma que lamenta que México se encuentre “tan lejos de Dios y tan cerca de EE UU”. A fin de cuentas, el Estado mexicano es la mayor área de entrenamiento para las armas estadounidenses y el laboratorio donde pueden probar los niveles de calidad de la droga y los daños que puede provocar.
Por esa razón, los muertos se quedan en México, los dólares que se generan se van al vecino del norte y el producto del trabajo de hombres como El Chapo contribuye a que EE UU se calme de guerra en guerra. Cazarle era una misión compartida entre México y Estados Unidos. Aunque en esta ocasión, a diferencia de la anterior, el Estado mexicano ha tenido especial interés en mostrar que sólo sus servicios de seguridad participaron en la operación, situación que naturalmente formará parte de la siguiente escala en la vida de Guzmán.
¿Es El Chapo un punto y aparte en la guerra contra el narcotráfico? No, porque él ya forma parte del paisaje de México como la corrupción, la muerte o una particular manera de entender la vida. Pero si es verdad que el Estado mexicano tiene instinto de conservación, es probable que cuando usted lea esta columna El Chapo esté camino de ser extraditado. De no ser así, resultaría más fácil darle una copia de la llave que abre la puerta de la cárcel para que pueda entrar y salir, sin acabar —cada vez que decide darse una vuelta— con la fe en el Estado mexicano.
Sin duda, darle una llave nos evitará vivir más años con leyendas urbanas que convierten a El Chapo en un Houdini moderno capaz de huir en un cesto de ropa sucia o en unos túneles que llevan al centro de la Tierra. Sin embargo, es muy probable que todo eso sea mucho más fácil porque pudo haber salido las dos veces por la puerta y con escolta oficial. Pero sea cual sea el precio que le cueste a México, mientras no sea la justicia mexicana la que investigue a El Chapo, siempre será más barato que ver liquidada la fe en sus instituciones de manera sistemática sólo porque hay un delincuente que puede entrar y salir de las principales cárceles del país.
El problema no es la cerradura, el problema es —como demostró en su última fuga— los cimientos. Y ese cimiento social de la seguridad mexicana ha estado durante muchos años carcomido y corrompido.
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