Columna

Obama adecenta su fin de mandato

En ese brillante lavado de cara, la operación que nunca resultó ha sido el conflicto palestino-israelí

Barack Obama no se está comportando como un presidente sin posibilidad ya de reelección, lo que se llama un pato cojo, sino todo lo contrario. El lunes pasado se reabrían las respectivas embajadas cubana y norteamericana, y poco antes se firmaba el acuerdo de limitación nuclear entre Occidente, léase EE UU, e Irán. Es pronto para hablar de reconfiguraciones planetarias, pero ambas realidades tienen un gran peso simbólico.

Una característica común es su objetivo. El presidente de EE UU quiere despejar el campo, eliminar restricciones impuestas por presidencias anteriores. Bush I...

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Barack Obama no se está comportando como un presidente sin posibilidad ya de reelección, lo que se llama un pato cojo, sino todo lo contrario. El lunes pasado se reabrían las respectivas embajadas cubana y norteamericana, y poco antes se firmaba el acuerdo de limitación nuclear entre Occidente, léase EE UU, e Irán. Es pronto para hablar de reconfiguraciones planetarias, pero ambas realidades tienen un gran peso simbólico.

Una característica común es su objetivo. El presidente de EE UU quiere despejar el campo, eliminar restricciones impuestas por presidencias anteriores. Bush II se había impuesto no dirigirle la palabra a castristas ni ayatolás, y Obama no ve mal alguno en oír lo que tienen que decir. De Gaulle hizo algo muy parecido hace medio siglo, rompiendo la alianza estratégica con Israel, para recuperar la relación con el mundo árabe, tras la guerra de Argelia, y con ello la libertad de su política exterior. Obama elimina, igualmente, un contencioso, no ya con La Habana sino con toda América Latina, que estima que el cordón sanitario en torno a la isla, tras el suicidio de Moscú, carece de sentido. Y con los persas no se trata, como dijo el presidente, de “cambiar Irán”, sino de garantizar que al menos durante 10 años la República Islámica no avance en su eventual persecución del arma atómica. La coincidencia con las declaraciones del líder supremo iraní, Ali Jamenei, no es en absoluto casual cuando afirma: “No cambiaremos nuestra política hacia los arrogantes EE UU”, con lo que quiere decir que apoya un acuerdo que se vigile y se cumpla, cosa que no excluye que lleve un día, como en el caso cubano, a mayores entendimientos: para La Habana, el fin del embargo; y para Irán, la aceptación del régimen de El Asad, que combate al enemigo común de Washington y Teherán, el Estado Islámico.

Ambos acuerdos tienen igualmente un futuro relativamente proceloso. Un presidente republicano puede mantener lo que reste del embargo, y la línea dura iraní, junto con los republicanos, crearle graves dificultades al pacto nuclear, cuyo objetivo es lograr que Irán se detenga al borde de la conversión de sus átomos en reacciones en cadena.

Pero en ese brillante lavado de cara de la presidencia, la operación que nunca resultó ha sido el conflicto palestino-israelí. Al comienzo de su primer mandato, Obama tendió una mano al mundo árabe que nunca llegó a destino. Israel ha hecho todo lo posible con sus innumerables puntos de apoyo en Washington para que la estrategia no funcionara, pero son los propios musulmanes, el yihadismo del EI, los principales responsables del bloqueo y aun agravamiento sobre el terreno; con la guerra de Siria-Irak, como dijo Shlomo Ben Ami en un reciente encuentro en Madrid, ¿quién puede proponer la creación de otro Estado árabe en Palestina?

Obama debería haber previsto que hacía falta mucho más que ser tan solo presidente de EE UU para meterle mano al conflicto eterno de los siglos XX y XXI; por la tierra de Palestina.

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