Un Plan Marshall al revés: así financia Europa las empresas de armamento estadounidenses
La retórica moral de la solidaridad entre socios de la OTAN para aumentar el gasto en defensa oculta una transferencia masiva de riqueza pública de los contribuyentes europeos a corporaciones de Estados Unidos
El Plan Marshall, anunciado en 1947 por el secretario de Estado norteamericano George C. Marshall, fue un gigantesco programa de ayuda financiera para reconstruir la Europa destruida por la guerra, restablecer la producción, estabilizar las divisas y evitar la expansión del comunismo. Entre 1948 y 1952, Estados Unidos proporcionó más de 13.000 millones de dólares (apróximadamente 138.000 millones...
El Plan Marshall, anunciado en 1947 por el secretario de Estado norteamericano George C. Marshall, fue un gigantesco programa de ayuda financiera para reconstruir la Europa destruida por la guerra, restablecer la producción, estabilizar las divisas y evitar la expansión del comunismo. Entre 1948 y 1952, Estados Unidos proporcionó más de 13.000 millones de dólares (apróximadamente 138.000 millones de euros actuales) a los países de Europa occidental, que estimularon la recuperación económica y contribuyeron a sentar las bases institucionales de lo que hoy es la UE.
El Plan Marshall fue una apuesta basada en la convicción de que las inversiones en infraestructuras podían garantizar las bases materiales de la democracia. Por supuesto, España quedó excluida del plan original, precisamente porque su régimen político no era democrático. Hoy, sin embargo, la relación transatlántica ha invertido esa premisa. Lo que se está poniendo en marcha es un Plan Marshall a la inversa: no es Estados Unidos el que está reconstruyendo Europa, sino Europa la que financia a Estados Unidos —en concreto, su complejo militar-industrial— mediante una compra masiva de armas que se justifica por la guerra de Ucrania. Y España, hoy, es una voz que se opone en solitario y se resiste a aumentar el gasto militar al 5% del PIB. Aquel modelo de ayuda para sustentar la paz se ha convertido en un modelo de gasto en beneficio de la militarización perpetua, en el que enormes cantidades de dinero invierten su curso y fluyen hacia Estados Unidos.
Esta transformación no es casual. Sigue la lógica profunda del capitalismo contemporáneo, que, privado de las vías tradicionales de crecimiento productivo, utiliza la guerra como el instrumento más fiable de estímulo keynesiano. La guerra y los preparativos para su expansión pasan a ser los principales mecanismos de inversión pública. Los gobiernos europeos, al desvivirse por proveer de armas a Ucrania y reponer sus propias reservas agotadas, se embarcan en un inmenso programa de gasto deficitario. Salvo que los beneficiarios no son sus ciudadanos, sino la industria armamentística estadounidense y la extrema derecha, en ascenso debido al desmantelamiento del Estado del bienestar. Según datos del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, las exportaciones de armas de Estados Unidos a Europa se multiplicaron por más de tres en el periodo 2020-2024 respecto a 2015-2019; los miembros europeos de la OTAN, en concreto, recibieron en ese periodo el 64% de sus importaciones de armas de Estados Unidos, frente al 52% anterior. En la actualidad, Europa compra alrededor del 35% de todas las armas que exporta Estados Unidos y ha superado como cliente a Oriente Próximo por primera vez en décadas.
En el fondo de esta nueva dependencia hay un régimen de control tecnológico. Estados Unidos y un puñado de sus grandes empresas de defensa tienen un auténtico monopolio de los sistemas de armamento de alta tecnología —aviones furtivos, misiles guiados, satélites, comunicaciones seguras, entre otros—, por lo que hasta los Estados europeos más ricos tienen que actuar como clientes, en vez de contribuir a su desarrollo. Los controles de exportación previstos impiden que haya transferencias de tecnología sin el consentimiento de Estados Unidos; al mismo tiempo, el sistema de ventas militares al extranjero del Pentágono obliga a los compradores a firmar contratos de mantenimiento y formación con décadas de vigencia, de la misma forma que Monsanto obliga a los agricultores a comprar semillas estériles cada año. Este monopolio garantiza que los beneficios reviertan a Estados Unidos, que además mantiene su influencia en la soberanía operativa de los ejércitos europeos. La dependencia es estructural y deliberada: una arquitectura tecnológica que vincula a los aliados como consumidores permanentes de seguridad y no les permite construirla de manera autónoma.
El argumento de la necesidad defensiva y la obligación moral esconde un régimen de enormes inversiones públicas que canaliza los recursos fiscales europeos hacia unos sistemas armamentísticos procedentes, en su mayoría, de Estados Unidos. Gran parte de ese dinero se redirige y se sustrae de la denominada transición verde y de los programas públicos de salud y educación. La función económica del gasto en armamento reproduce el estímulo keynesiano, con una diferencia: su objetivo principal no es apuntalar las infraestructuras civiles ni el Estado del bienestar, sino armar, rearmar y permitir que los países estén preparados para la guerra. Al ver que Ucrania resiste, los gobiernos europeos, que temen la amenaza que constituye Rusia y están presionados por la política de alianzas, han encontrado una justificación para ampliar los presupuestos y dejar en suspenso el conservadurismo fiscal.
La retórica moral de la solidaridad esconde una enorme transferencia de dinero público de los contribuyentes europeos a las empresas estadounidenses. La compra de aviones F-35, sistemas de defensa antimisiles, misiles de largo alcance y otros implica, en muchos casos, pagos en el extranjero: mano de obra, rendimientos e inversiones industriales. Ese dinero destinado a la compra de armas de Estados Unidos beneficia más a los trabajadores y a la industria armamentística estadounidense que a la autonomía tanto militar como industrial de Europa. Por su parte, los ciudadanos europeos deben absorber no solo los costes, sino también las consecuencias: los costes de oportunidad (¿qué otra cosa se habría podido hacer con ese dinero?), la dependencia (de las cadenas de suministro de armas estadounidenses) y los riesgos políticos.
Denunciar esta lógica no es decir que la resistencia de Ucrania no sea justa. Ucrania lucha por su existencia, no por una abstracción económica. Pero, precisamente porque lo que se juegan los ucranios tiene una importancia existencial, el hecho de que los aliados instrumentalicen su sufrimiento como vehículo para la política industrial suscita muchas inquietudes éticas. La economía política de la solidaridad se ha transformado en un mecanismo de extracción de beneficios.
Desde el punto de vista filosófico, nos encontramos ante un acercamiento perverso entre la austeridad neoliberal y el estímulo keynesiano. El Estado solo está autorizado a gastar cuando se trata de gastos militares. El modelo de bienestar europeo se deja en un segundo plano y se da prioridad a los presupuestos de defensa. Se reactiva el sector público, pero no como garante del bienestar, sino como intendente de la militarización.
Europa no logrará su seguridad siendo un apéndice fiscal del Pentágono. La verdadera reconstrucción —de Ucrania, de Europa, de la propia idea de paz— exige reinvertir no en armas, sino en una auténtica cooperación internacional, en diplomacia, en infraestructuras civiles e infraestructuras de vida, no de muerte. De lo contrario, la guerra iniciada por Rusia nunca terminará del todo. Se limitará a trasladarse a la economía política de Europa, en la que se justificarán constantemente nuevos contratos, nuevas dependencias económicas y nuevos déficits.
Las armas tal vez callarán algún día, pero la maquinaria del keynesianismo militarizado seguirá resonando y muchos confundirán ese ruido con la música de la seguridad.