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María Pombo, el posaborto y los ‘boomers’: por qué hablamos de lo que hablamos

Hay temas, tanto banales como serios, que ocupan conversaciones, titulares y tuits, mientras otros quedan relegados al olvido

¿Qué une a María Pombo, la ...

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¿Qué une a María Pombo, la tortilla de patata y la flotilla de Gaza? Al margen de si son asuntos serios o, al menos en apariencia, banales, todos son temas de conversación: hemos hablado de ellos en bares y en redes sociales, y han ocupado columnas de opinión y tertulias televisivas. ¿Por qué estos temas dan para tanta charla, mientras otros —por ejemplo, el rearme de Europa— quedan en un segundo plano?

Jonah Berger es profesor de Marketing en la Universidad de Pensilvania, y autor del libro Contagioso (Gestión 2000, 2014), en el que explicó lo que decían las investigaciones en psicología social sobre por qué algunos temas captan nuestra atención. Como resume por correo electrónico, se trata de asuntos que a menudo se presentan en forma de historias, que permiten mostrarnos de forma positiva ante los demás y que, sobre todo, tienen un componente emocional. No valen todas las emociones: algunas, como la tristeza, no nos mueven a compartir y a debatir, pero otras son “altamente excitantes” y nos llevan más a participar, como la indignación, la ira, el humor y el asombro.

Esto es válido para los bares, las redes y los periódicos. Pero en las redes estos factores se potencian aún más: hay estudios que muestran cómo las publicaciones en plataformas se comparten un 20% más si incluyen palabras referidas a emociones o a juicios morales. No es accidental: Nick Couldry, sociólogo y profesor de medios en la London School of Economics, explica por videollamada que uno de los principales problemas de estas plataformas es su modelo de negocio basado en la publicidad, que premia los contenidos que generan atención. Couldry pone el ejemplo de los antivacunas durante la pandemia. Aunque eran y son minoría, hicieron mucho ruido en un entorno en el que se premia la polémica.

Paula Requeijo Rey, profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, añade al teléfono el papel de la estructura tanto de los medios como de las plataformas, cuya propiedad está concentrada en pocas manos. Esto hace más fácil su control y la difusión de la que en su opinión es la emoción más influyente en la actualidad: el miedo, que ayuda a perpetuar la inseguridad y el cuestionamiento de derechos y libertades. Respecto a este control, recordemos cómo Elon Musk compró Twitter y la puso al servicio de Donald Trump o cómo Mark Zuckerberg ordenó dejar de comprobar la veracidad de las historias que aparecen en Instagram y Facebook.

La indignación no siempre es negativa: nos puede llevar a protestar por la invasión de Ucrania o de Gaza. Algo parecido ocurre con el asombro, que está detrás de lo mucho que se lee la información científica, pero también tiene una vertiente negativa: en su libro The Space of the World (el espacio del mundo, sin traducción, 2025), Couldry cita un estudio del MIT de 2018 que muestra cómo es más probable que un relato falso provoque emociones como la sorpresa. Esto ayuda a explicar, al menos en parte, el éxito de las teorías de la conspiración: frente a un mundo complejo, presentan una historia sencilla con un villano identificable.

Usamos estas historias, verdaderas o no, a modo de divisa social. Como explica Berger, “no hablamos de esos temas solo porque los encontremos interesantes, sino también para comunicar identidades deseables”. Es decir, buscamos conexión y aprobación. Al menos por parte de los nuestros. Por ejemplo, tras el asesinato de Charlie Kirk el pasado 10 de septiembre, muchos intentaron etiquetar al sospechoso como extremista izquierdoso o ultraderechista. El objetivo: apuntarse un tanto para “los nuestros”. Algo parecido ocurre con la batalla entre boomers y mileniales, en la que se presenta un proceso gradual de precarización del empleo y de los servicios públicos como una guerra entre dos bandos claramente etiquetados.

La divisa social no es solo política: puede consistir, por ejemplo, en presentarse como un lector voraz, como pasó cuando la influencer María Pombo intentó restarle importancia a la lectura con un “no sois mejores porque os guste leer”. En este caso se añaden otros factores. Para Requeijo, este ejemplo muestra cómo el infotainment, la fusión entre noticias y entretenimiento, se aprovecha de la retroalimentación entre medios y redes sociales: en redes se habla de lo que se publica en los medios, pero en los medios también se recogen temas que se han popularizado en las plataformas. Recoger estas conversaciones públicas puede ser enriquecedor, pero el riesgo viene cuando no se tiene en cuenta la influencia del modelo de negocio de las plataformas a la hora de moldear y dar visibilidad a estos debates.

Nada de esto es totalmente nuevo. Como recuerda Berger, las últimas investigaciones confirman hallazgos de hace décadas de la psicología social y de la filosofía sobre la influencia de las emociones y la importancia que damos a nuestra imagen. Pero cuanto más sabemos más se intenta aprovechar para marcar la agenda pública, especialmente con unas redes que, como hemos visto, multiplican y aceleran el alcance de nuestros mensajes. Por ejemplo, durante el primer mandato de Donald Trump, el lingüista George Lakoff explicó cómo el presidente marcaba los términos del debate incluso antes de que este existiera, con mentiras obvias o barbaridades que desviaban la conversación. Es una técnica que intentan, con mayor o menor éxito, las granjas de bots chinos, rusos e iraníes, y los políticos que siguen la estela de Trump, como Milei o Bukele. Y en España, a menudo, Vox: por ejemplo, cuando propone informar sobre el síndrome (inexistente) del posaborto, quiere que el debate se centre en los supuestos efectos negativos del procedimiento y no, por ejemplo, en la libertad de las mujeres.

Todo esto no significa que estemos a merced de políticos maquiavélicos o influencers codiciosos. Como apunta Requeijo, hay margen para dar visibilidad a temas que corren el riesgo de terminar olvidados, sobre todo si recuperamos los espacios físicos y no nos quedamos solo en las redes. Por ejemplo, acciones como el boicot a la Vuelta y el viaje de la Flotilla Global Sumud han reavivado el debate sobre el genocidio de Gaza. Recuperar la autonomía digital también pasa por exigir más transparencia a los algoritmos. Como explica el periodista Johann Hari en El valor de la atención, luchamos contra plataformas diseñadas para engancharnos y la batalla por la atención no es un problema solo de fuerza de voluntad. El objetivo es que si hablamos de María Pombo, que sea porque nos parece interesante o divertido y no porque a las plataformas les convenga potenciar estos contenidos.

¿Y qué pasa con la tortilla de patata, que hemos mencionado de pasada? Resume lo que estamos contando, aunque en un tono más distendido. Es una historia que despierta emociones, en especial el humor, pero también la indignación (por lo general) impostada. Y nos permite presentarnos como parte de un bando claramente definido, ya sea el que tiene razón o el que prefiere la tortilla con cebolla. Todo esto con independencia de que la realidad sea más compleja porque la tortilla suele estar buena de cualquier manera, aunque tengamos preferencias. En resumen, la tortilla da que hablar. Y, al contrario que el resto de temas, alimenta.

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