Por qué nos da miedo el futuro: la aceleración y sus límites
Nos movemos entre el escepticismo frente a las promesas de los magnates tecnológicos y el temor al auge de los autoritarismos posdemocráticos. Pero pensar el futuro es tarea nuestra, escribe Josep Ramoneda en ‘Poder y libertad’, libro del que ‘Ideas’ adelanta un extracto.
La pregunta por el futuro parece haber vuelto, como si de repente quisiéramos abandonar la habitación sin vistas en la que nos sentimos encerrados. Durante años, desde principios de los noventa, hemos vivido en un presente continuo, sin memoria del pasado ni perspectiva de futuro. Algunos quisieron ver en este cambio de temporalidad el fin de la historia. Y así lo proclamó ...
La pregunta por el futuro parece haber vuelto, como si de repente quisiéramos abandonar la habitación sin vistas en la que nos sentimos encerrados. Durante años, desde principios de los noventa, hemos vivido en un presente continuo, sin memoria del pasado ni perspectiva de futuro. Algunos quisieron ver en este cambio de temporalidad el fin de la historia. Y así lo proclamó Francis Fukuyama. En realidad, no era más que el fin del capitalismo industrial, que había sido motor de la idea de progreso. Sólo la literatura distópica osaba hablar del futuro. Un futuro que no era más que una radicalización negativa del presente. Estado-nación, capitalismo industrial y democracia encontraron un punto de equilibrio que dio resultados hasta entonces desconocidos en materia de libertades y bienestar. El Estado-nación ya no es lo que era, perdido en las relaciones de fuerzas mundiales, el capitalismo industrial ha sido engullido por la nueva fase del capitalismo global, y la democracia se encuentra amenazada por el autoritarismo posdemocrático.
La crisis moral y económica de 2008 —y posteriormente la pandemia de 2020— ha hecho que nos acordemos del futuro. Y, en consecuencia, del pasado. Aunque sea para nutrir más el malestar. Han sido los años del totalitarismo de la indiferencia. Y también de la pérdida creciente de la noción de límites (nihilismo). Cuando no hay horizonte, corremos el riesgo de creer que todo es posible. Mientras que a finales del siglo XIX las utopías se vestían de grandes promesas de progreso y redención, a lo largo del siglo XX se ha impuesto la literatura distópica, de George Orwell a J. G. Ballard.
Aquellas fantasías lejanas en manos de los grandes proyectos revolucionarios condujeron a los totalitarismos, como queriendo confirmar que la utopía es aquello que no tiene lugar y que, por lo tanto, es imposible. Si se encarna, es en la crueldad. ¿Las distopías recientes serán una vía para tomar conciencia de los límites, del hecho de que no hay mejor manera de ir hacia el desastre que creer que todo es posible?
¿Por qué hablamos del futuro, ahora? Porque vuelve a ser un tema para el discurso humanístico, el que, a través de la literatura, las artes, el cine y el teatro nos empuja a defender la idea de que la condición humana es lo mejor que tenemos y que debemos hacer lo que haga falta para no perder la presencia, el contacto con los otros, la mirada, la singularización, el reconocimiento de la dignidad, personal e intransferible, de cada uno de nosotros, por mucho que algunos se pierdan en la retórica de la disolución del yo.
Los que hemos nacido en Europa en la segunda mitad del siglo XX (…) nos impregnamos de la idea de progreso, heredero de la Ilustración, probablemente el proyecto más grande que se haya imaginado nunca: la redención por la razón, que a lomos de la ciencia y de la técnica, que avanzaban que era una barbaridad pero todavía no nos rebasaban, nos tenía que llevar a una cierta reconciliación.
Pero todo cambió a partir de los ochenta, cuando el desarrollo económico se convirtió en el horizonte de nuestro tiempo y las viejas utopías de la sociedad sin clases murieron definitivamente en forma de totalitarismo soviético y chino. Sólo faltaba que en 2008 la revolución neoliberal, que Reagan y Thatcher habían puesto en marcha en 1979, y que en el fondo era el paso del capitalismo industrial al capitalismo financiero, digital y global, nos situara de lleno en la pérdida de la noción de límites y poblara el horizonte de amenazas: naturales, políticas, económicas y sociales. Con la ciencia y la tecnología centelleando entre solución prometida y amenaza de disolución de la condición humana en un ente poshumano del cual no tenemos elementos para aprehender su nivel de despropósito, es comprensible el desbordamiento del hombre de carne y hueso.
Desde entonces, el futuro se ha vuelto a poblar de miedos, inquietudes e incertidumbres (“el futuro ya ha pasado y el pasado acecha”, ha escrito Santiago Alba Rico) y nos peleamos entre la fascinación tecnológica —que no cesa— y el miedo a un mundo que nos supere por completo. Probablemente no ha habido nunca un cambio tan grande de las prótesis disponibles en el paso de unas generaciones a otras. Y tantas dudas sobre si los adelantos tecnológicos nos empoderan o nos dejan definitivamente en poder de unos pocos. Y este es el reto de los tiempos que vienen.
En este salto, algunos nos preguntamos si a lomos de la inteligencia artificial estamos pasando del hombre al último hombre. Paralelamente, el peso de la amenaza ecológica refuerza el miedo a un futuro inhabitable sin encontrar el consenso para revertir estas tendencias, en unos seres —los humanos— de vida corta, incapaces de cambiar hábitos y hacer sacrificios por un futuro que ya no verán. Mientras tanto, los poderosos de este mundo se amparan en la capacidad de evolución imparable de la técnica y de la ciencia, que seguro que ofrecerán soluciones. Siempre se encuentran coartadas para eludir los problemas que incomodan, y sobre todo las encuentran quienes más tienen y no quieren sacrificar nada.
Inquietud, pues. El futuro no es la promesa que era. El bienestar no crece exponencialmente como nos habían dicho. Y la humanidad sigue fragmentada, en un momento en que las tensiones se han disparado, los europeos volvemos a tener la guerra en casa (y pensábamos —por ingenuidad o absurda prepotencia— que ya no pasaría nunca más), las confrontaciones no se detienen (y los riesgos aumentan: el arma nuclear está ahí y nadie puede garantizar que algún nihilista no se deje llevar por su delirio), lejos de constituir una humanidad.
¿Qué vemos? Señales contradictorias. Es cierto que el desarrollo científico avanza. Pero acabamos de asistir a un relevante ejercicio de humildad: la respuesta a una pandemia ha sido encerrarnos en casa por real decreto, como en las antiguas pestes. (Y, sea dicho entre paréntesis, todo el mundo ha obedecido.) Las desigualdades en el mundo continúan siendo abismales, hasta contemplar la posibilidad, vía la tecnología, de que lleguemos a la fractura de la humanidad. Y el desarrollo científico plantea serios interrogantes sobre la capacidad de gobernarlo, es decir, de mantener la condición humana. Y la democracia sufre una oleada de autoritarismo posdemocrático que genera muchas dudas sobre la viabilidad de los regímenes respetuosos con los derechos y las libertades de las personas.
¿Hasta dónde podemos llegar? Esta es la cuestión: el proyecto ilustrado que dio sentido y dignidad a las personas, reconociendo la capacidad de cada cual de pensar y decidir por sí mismo, como lo definió Immanuel Kant, es decir, de emanciparse de las verdades de recorrido obligatorio, ¿puede seguir vigente o no?
“¿Cómo podemos ser gatos?”. Jaron Lanier dice que las redes sociales nos han convertido en perros adiestrados, pero él cree que sería mejor que fuéramos gatos, que valoran su independencia. “¿Cómo podemos seguir siendo autónomos en un mundo en que nos vigilan constantemente y donde nos espolean, en un sentido u otro, unos algoritmos manejados por algunas de las empresas más ricas de la historia, que no tienen otra manera de ganar dinero que consiguiendo que les paguen para modificar nuestro comportamiento?”, escribe Jaron Lanier. Y encima les regalamos la materia prima.
Crear sentido es crear nuestro mundo. Negar el sentido es renunciar a nuestro mundo. Tengámoslo presente cuando pensemos en el futuro.