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EL PAÍS

A veces ya dudas entre una masacre o un quitapelusas

Noticias como la del ataque de Israel a cinco ambulancias parecen pasar inadvertidas en esta avalancha de informaciones en que chapoteamos cada día, mezcladas con el truco definitivo para bordar unas croquetas

Kristi Noem

Vivimos tiempos tan oscuros que hay noticias inverosímiles, o ya no tanto, de maldad pura. Por ejemplo, en Myanmar, a los pocos minutos del terremoto, la junta militar ya bombardeaba zonas rebeldes. O el ataque de Israel a cinco ambulancias, un camión de bomberos y un vehículo de la ONU que iban a recoger heridos, en el que murieron 15 médicos y trabajadores de emergencias, cuyos cuerpos fueron ti...

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Vivimos tiempos tan oscuros que hay noticias inverosímiles, o ya no tanto, de maldad pura. Por ejemplo, en Myanmar, a los pocos minutos del terremoto, la junta militar ya bombardeaba zonas rebeldes. O el ataque de Israel a cinco ambulancias, un camión de bomberos y un vehículo de la ONU que iban a recoger heridos, en el que murieron 15 médicos y trabajadores de emergencias, cuyos cuerpos fueron tirados a una fosa común en una cuneta, algunos maniatados. Me pregunto cómo es posible que noticias así se deslicen sin más, sin detenerse sobre ellas, en la avalancha de informaciones en que chapoteamos cada día, mezcladas con el truco definitivo para bordar las croquetas o el nuevo quitapelusas que debes probar. Se ha disipado tanto la frontera entre lo importante y la última chorrada que ya te hacen dudar, porque es verdad que un quitapelusas parece muy útil, de interés humano.

Pero casi es peor cuando se mezcla la maldad con la estupidez, campo en el que la irrupción de Trump ha logrado indudables avances. Ahí tenemos a Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional, la Lara Croft de los garrulos, que el otro día se hizo una foto ante una celda de El Salvador llena de personas rapadas en ropa interior. Han sido deportadas allí porque, teóricamente, son delincuentes de las bandas Tren de Aragua y MS-13, pero solo en teoría, porque ningún juez lo ha establecido (se ha aplicado una ley olvidada de 1798). De hecho, al menos con tres personas se han equivocado, según han revelado medios estadounidenses. Uno es Kilmar Abrego García, salvadoreño, residente legal en EE UU, casado con una norteamericana y padre de un niño de cinco años. No solo no era miembro de una banda criminal, sino que estaba amenazado por ellas, y ahora su vida corre peligro. Un tribunal ha admitido el error, pero la Administración de Trump se encoge de hombros, por lo visto no puede hacer nada. Ponte a buscarlo en la cárcel de El Salvador, allí son todos iguales. Otro caso es el del venezolano Andry José Hernández Romero, detenido por un tatuaje que, así a ojo, le identificaba como integrante de una banda, pero no tiene nada que ver. Urge un cursillo de tatuajes en la policía estadounidense, aunque bastaría uno de cultura general: en el caso de Jercer Reyes Barrios pensaron que el escudo del ­Real Madrid era un emblema del Tren de Aragua. Y este hombre había tenido que huir de Venezuela tras manifestarse contra Maduro y denunciar torturas.

Así que agradezco mucho vivir en Italia, donde a menudo las noticias tienen un toque original, iniciativas individuales que dan un giro inesperado a la maldad y a la estupidez. Es como el toque Lubitsch de las noticias. Escuchen esta. En Piamonte, un señor no acepta que su hijo sea homosexual, y hasta aquí todo normal, en Italia muchos siguen en el siglo pasado. Pero es que contrata un sicario para romperle las manos a su hijo, porque es cirujano y así no podrá trabajar. Ya es bastante original, no me digan, pero se puede superar. El caso es que el sicario empieza a seguir a su víctima pero se apiada de ella, no se ve capaz. Así que un día se lo cuenta, pero le hace notar que necesita el dinero. Entonces deciden simular una paliza, engañar al padre y así él puede cobrar. Es más, el sicario ya se vino arriba y al final denunció todo. El señor, de 80 años, pactó dos años de cárcel, aunque se ha quejado de que fue estafado, y eso también es verdad. En esta historia tan italiana hay una última sorpresa: el sicario era rumano. Todavía hay esperanza, a veces la inmigración insufla nuevos valores y humanidad en sociedades ya muy deterioradas.

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