La última esperanza: que el Tribunal Supremo de Estados Unidos recuerde su historia
Juristas y analistas esperan que los jueces defiendan los derechos civiles conquistados en las últimas décadas y frenen algunas de las iniciativas trumpistas
Es conocido que cuando al presidente Eisenhower le preguntaron cuál había sido el mayor fracaso de su mandato respondió con un nombre: “Warren”. Se refería a Earl Warren, a quien él mismo había nombrado presidente del Tribunal Supremo (TS), fiándose de sus credenciales como jurista conservador y que, una vez en el cargo, se convirtió en uno de los mayores defensores de ...
Es conocido que cuando al presidente Eisenhower le preguntaron cuál había sido el mayor fracaso de su mandato respondió con un nombre: “Warren”. Se refería a Earl Warren, a quien él mismo había nombrado presidente del Tribunal Supremo (TS), fiándose de sus credenciales como jurista conservador y que, una vez en el cargo, se convirtió en uno de los mayores defensores de los derechos civiles. El periodista insistió: “¿Y su segundo peor error?”. “Earl”, fue la respuesta.
Parece difícil que el actual Tribunal Supremo pueda dar una sorpresa semejante y convertirse en el freno de los excesos del presidente Donald Trump, pero aun así algunos sectores del mundo jurídico y académico de Estados Unidos no pierden la esperanza. Al fin y al cabo, solo hay dos medios para poner límites al poder de Trump (y de su valido, Elon Musk). El primero, que algunos senadores y congresistas republicanos que deben revalidar su mandato a finales de 2026, crean que sus electores les exigirán distanciarse de la desmesura de la Casa Blanca y actúen en consecuencia; o que el actual presidente del TS, John Roberts, de 70 años, un conservador moderado nombrado por Bush, luche por influir en sus colegas, algo difícil porque ya perdió mucha influencia cuando en 2012 decidió, en el último minuto, apoyar la reforma sanitaria de Obama, odiada por sus colegas conservadores.
Aun así, la llama de la esperanza se mantiene. Como explican los profesores Miguel Beltrán y Julio V. González en su Análisis de las sentencias básicas del Tribunal Supremo (BOE), “la vida cotidiana, los derechos y libertades de los ciudadanos de Estados Unidos han sido diseñados, sentencia a sentencia, por los tribunales y muy singularmente por el Tribunal Supremo”. Es decir, no se sustentan en leyes aprobadas por el Congreso, sino en decisiones de esa Corte Suprema. En los próximos meses es muy posible que lleguen a ese TS asuntos tan diversos como la anunciada deportación de millones de personas por su mera condición de inmigrantes no documentados; la abolición de la ciudadanía por nacimiento; los despidos, no ya de los jefes de departamentos de la Administración pública, sino de miles de funcionarios considerados como “enemigos”; la prohibición de acceso a medicamentos abortivos, aun en los Estados donde esa práctica médica sigue siendo legal; o la eliminación del derecho de los medios de comunicación a tener acceso a fuentes públicas de información.
El actual TS (nueve miembros, de los cuales Trump nombró tres, otros tres corresponden a la época de Bush hijo, dos a la de Obama y uno a la de Biden) ya adoptó una decisión asombrosa al establecer la impunidad del presidente de EE UU frente a cualquier investigación de índole penal por decisiones tomadas en ejercicio de su cargo, pero aun así, sigue constituyendo la esperanza de muchos juristas de que el Ejecutivo no avasalle la jurisprudencia de anteriores etapas del tribunal, esencial en la historia de la consolidación de los derechos civiles. “Es inútil buscar ayuda en el Congreso, dado el control republicano, así que el control (las barandillas, si las hay) tendrá que venir del Tribunal Supremo. La necesidad es acuciante”, escribe Linda Greenhouse, profesora de Derecho en Yale y antigua corresponsal jurídica de The New York Times.
Algunos casos parecen casi evidentes, pero en estos momentos nada debería darse por supuesto. Por ejemplo, está la demanda interpuesta por la Agencia Associated Press (AP, una de las grandes instituciones informativas de EE UU, fundada en 1846) por prohibir que su corresponsal en la Casa Blanca asista a las ruedas de prensa del presidente Trump hasta que la agencia no acepte cambiar la denominación del golfo de México por golfo de América. Hasta ahora el pool que cubría las conferencias del presidente era elegido por la Asociación de Corresponsales en la Casa Blanca, pero Trump ha decidido reclamar ese derecho, lo que ha provocado la inmediata protesta de la asociación. Ya se sabe lo que piensa Trump de los derechos de los periodistas: ante una multitud en Texas en 2022, sugirió que la amenaza de ser violado en prisión podría ser suficiente para obligar a un periodista a identificar una fuente anónima: “Cuando esta persona se dé cuenta de que pronto será la novia de otro prisionero, dirá: ‘Me gustaría mucho decirles exactamente quién fue”, relata la revista de la Facultad de Periodismo de Columbia. Sea como sea, es muy posible que el caso de AP termine siendo examinado por el Tribunal Supremo. Hasta ahora su jurisprudencia ha estado inequívocamente a favor de la libertad de prensa, pero nada puede darse por seguro. ¿Moverán al menos un dedo para frenar tanta desmesura o moverán la cola?