La paradoja del porno: cada vez es más cruel y cada vez más ‘mainstream’

La pornografía es un espejo, obliga a las mujeres afrontar cómo las ven los hombres. Refuerza las definiciones tóxicas de la masculinidad y marca las relaciones sexuales. Estas son algunas de las ideas que expone periodista estadounidense Robert Jensen en su libro ‘Sé un hombre, ensayos contra la masculinidad’, del que ‘Ideas’ adelanta un fragmento

Un hombre mira pornografía en una tablet. Marcus Brandt (Getty Images)

Los espejos pueden ser peligrosos, y la pornografía es un espejo. La pornografía como espejo nos muestra cómo ven los hombres a las mujeres.

No todos los hombres, por supuesto; pero lo que nos muestra es cómo ven a las mujeres muchos hombres que aceptan la concepción dominante de la masculinidad. Y mirarse en ese espejo resulta inquietante.

Contaré una anécdota al respecto. En una ocasión salí a tomar algo con dos amigas: mujeres, heterosexuales, ambas f...

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Los espejos pueden ser peligrosos, y la pornografía es un espejo. La pornografía como espejo nos muestra cómo ven los hombres a las mujeres.

No todos los hombres, por supuesto; pero lo que nos muestra es cómo ven a las mujeres muchos hombres que aceptan la concepción dominante de la masculinidad. Y mirarse en ese espejo resulta inquietante.

Contaré una anécdota al respecto. En una ocasión salí a tomar algo con dos amigas: mujeres, heterosexuales, ambas feministas, de unos 30 años, y con éxito en sus profesiones. Ambas son inteligentes y fuertes, y a las dos les cuesta encontrar hombres que no se sientan intimidados por su inteligencia y su fuerza. Hablamos de hombres y mujeres, de relaciones. Como suele ocurrir, me dicen que me muestro demasiado duro con los hombres. Me dan a entender que, después de tantos años trabajando en la crítica feminista de la industria del sexo y la violencia sexual, me he vuelto insensible y me he obsesionado demasiado con el lado oscuro de la sexualidad masculina. Yo sostengo que simplemente estoy tratando de ser honesto. Hablamos y debatimos sobre el tema, en un tono amistoso.

Al final, les propongo a mis amigas que puedo zanjar la discusión describiéndoles una página web. Les digo: “Si os parece bien, os hablaré de esta web. Pero en caso de que queráis que lo haga, luego no me lo reprochéis”. Cruzan una mirada; dudan. Me piden que continúe.

Unos meses antes, me habían mandado un correo electrónico sobre un portal pornográfico para que le echara un vistazo: una web de vídeos porno del Slut Bus, el “Autobús de las Zorras”. Este es el concepto del Autobús de las Zorras: un grupo de hombres, de unos veintitantos años, recorren la ciudad en una furgoneta, provistos de una cámara de vídeo. Van preguntando a algunas mujeres si quieren que las lleven a algún sitio. Una vez en la furgoneta, les preguntan si estarían dispuestas a mantener relaciones sexuales ante las cámaras a cambio de dinero. Cuando ha terminado el sexo, las mujeres salen de la furgoneta y uno de los hombres les tiende un fajo de billetes como pago. Justo cuando la mujer va a tomar el dinero, la furgoneta arranca y se marcha, dejándola a ella tirada en la acera con cara de tonta. Todos los vídeos parecen seguir la misma estructura “argumental”.

Hay hombres que consumen vídeos en los que se transmite este mensaje: las mujeres solo valen para tener sexo

Hay hombres que consumen esta clase de vídeos porno en los que se transmite ese sencillo mensaje: las mujeres sólo valen para tener sexo. Se puede comprar a las mujeres para tener sexo. Pero al final, las mujeres ni siquiera merecen que se les pague por sexo. Ni siquiera merecen que se las compre. Sólo merecen que se las follen, y que se las deje tiradas en la acera, mientras unos tipos postadolescentes se ríen a carcajada limpia y se alejan con su furgoneta; mientras, en sus casas, otros hombres ven el vídeo, se ponen cachondos, se masturban, obtienen placer sexual, eyaculan y, después, cierran el vídeo y siguen con sus vidas. (...)

Me quedo mirando a mis amigas y les digo: “Que conste que lo que acabo de describir es relativamente suave. Hay vídeos mucho más brutales y humillantes que ese”. Permanecemos un rato en silencio, hasta que una de ellas suelta: “No ha sido justo”.

Sé que no ha sido justo. Lo que les había contado era cierto, y me habían pedido que se lo contara. Pero no había sido justo forzarles a ello. Si yo fuera ellas, si fuera mujer, no querría saber cosas así. La vida ya es bastante difícil sin saber esa clase de cosas, sin tener que afrontar que una vive en una sociedad en la que no importa quién seas —como individuo, como persona con sueños y esperanzas, con puntos fuertes y débiles—, porque para los hombres eres algo que te puedes follar, para luego reírse de ti y dejarte tirada en la cuneta. Porque eres una mujer.

—Lo siento —respondí—. Pero me lo habíais pedido.

La pornografía obliga a los hombres a enfrentarse a aquello en lo que nos hemos convertido

En una sociedad en la que tantísimos hombres consumen tanta pornografía, esta es la razón por la que no podemos soportar verla por lo que es: la pornografía obliga a las mujeres a afrontar cómo las ven los hombres. Y la pornografía obliga a los hombres a enfrentarse a aquello en lo que nos hemos convertido. El resultado es que nadie quiere hablar de lo que hay en el espejo. Aunque pocos lo admiten, mucha gente tiene miedo de la pornografía. Sus partidarios progresistas que celebran la pornografía tienen miedo de mirar honestamente lo que dice sobre nuestra cultura. A sus detractores conservadores les asusta que la pornografía socave sus intentos de encorsetar el sexo en categorías estrechas.

Las feministas que critican la pornografía también tienen miedo, pero por motivos diferentes. Las feministas tienen miedo por lo que ven en el espejo, por lo que la pornografía nos dice sobre el mundo en que vivimos. Ese miedo está justificado. Es un miedo sensato que lleva a muchas de ellas a querer cambiar nuestra cultura.

La pornografía se ha normalizado, se ha vuelto mainstream. Los valores que impulsan el Autobús de las Zorras dominan también la cultura en general. Como decía un artículo del New York Times: “La pornografía ya no es sólo para viejos verdes”. Bueno, en realidad nunca fue sólo para hombres pervertidos, ni para viejos, ni para viejos verdes. Pero ahora ese hecho ha quedado patente. Ese mismo artículo cita al redactor de una revista que además es autor de un guión pornográfico: “Hoy en día, la gente se toma el porno con naturalidad. Ya no hay nada peligroso en el sexo”. El editor de Playboy, que afirma que su empresa pone “el foco en la fiesta”, dice a los posibles anunciantes: “Somos mainstream”.

Nunca hubo nada peligroso en el sexo, por supuesto. El peligro no está en el sexo, sino en una concepción particular del sexo en el patriarcado. Y la manera en que se muestra el sexo en la pornografía es cada vez más cruel y degradante al mismo tiempo que la pornografía se normaliza más que nunca. Esa es la paradoja.

Crueldad y normalización

En primer lugar, imaginemos lo que podríamos definir como la línea de la crueldad: la medida del nivel de crueldad manifiesta hacia las mujeres, y su degradación, en la industria de la pornografía de masas contemporánea. Esa línea está subiendo vertiginosamente.

En segundo lugar, imaginemos la línea de la normalización: la medida de la aceptación de la pornografía en el seno de la cultura contemporánea. Esa línea también está subiendo, de forma igualmente pronunciada.

Si la pornografía es cada vez más cruel y degradante, ¿por qué está cada vez más generalizada, en lugar de verse cada vez más marginada?

Si la pornografía es cada vez más cruel y degradante, ¿por qué está cada vez más generalizada, en lugar de verse cada vez más marginada? En una sociedad que presume de ser civilizada, ¿no cabría esperar que la mayoría de la gente rechazara un material sexual cada vez más despectivo hacia la humanidad de la mujer? ¿Cómo explicar la aparición constante de formas cada vez más intensas de humillar sexualmente a las mujeres, y el auge de la popularidad de las películas y los vídeos que las reflejan?

Como ocurre con frecuencia, esta paradoja puede resolverse reconociendo que uno de los dos presupuestos es erróneo. En este caso, se trata de la suposición de que la sociedad rechaza sistemáticamente la crueldad y la degradación. De hecho, Estados Unidos es un país que no muestra serias objeciones a la crueldad y la degradación. Pensemos en la forma en que aceptamos el uso de armas terribles en la guerra que causan la muerte de civiles, o la forma en que aceptamos la pena de muerte, o la forma en que aceptamos una desigualdad económica aplastante. No existe paradoja alguna en la constante difusión de una pornografía extremadamente cruel. Se trata de una cultura con un régimen jurídico bien desarrollado que, en general, protege los derechos y las libertades de los individuos y, sin embargo, también es una cultura llamativamente cruel por la forma en que acepta la brutalidad y la desigualdad.

La industria pornográfica no es una desviación de la norma. Su presencia en la cultura de masas no debería sorprendernos, porque representan los valores de la cultura de masas: las lógicas de dominación y subordinación que son fundamentales para el patriarcado, el nacionalismo hiperpatriótico, la supremacía blanca y el capitalismo neoliberal salvaje. La pornografía-como-espejo puede llevarnos más allá del sexo, hacia un territorio aún más inquietante, que nos lleva de nuevo a la masculinidad.

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