Los sanguinarios (y humillados) hombres de Hitler
El historiador británico Richard J. Evans publica un ensayo sobre los colaboradores del dictador. Ofrecemos un extracto del capítulo en el que cuenta cómo los alemanes, traumatizados por la derrota de 1918, fueron liberados por el nazismo para ejercer sus deseos violentos y abusivos
Si hombres como Goebbels, Göring, Himmler o, más adelante, Speer ayudaron en mayor o menor medida a dar forma al Tercer Reich y, bajo el liderazgo de Hitler, interpretaron un papel destacado en su ascenso y c...
Si hombres como Goebbels, Göring, Himmler o, más adelante, Speer ayudaron en mayor o menor medida a dar forma al Tercer Reich y, bajo el liderazgo de Hitler, interpretaron un papel destacado en su ascenso y caída, un segundo estrato de figuras situadas fuera del locus central del poder desempeñó también una parte importante —aunque a la postre subordinada— en esta historia. Se trata tanto de personas que acompañaron a Hitler desde los primeros años como otras que adquirieron prominencia más adelante. Algunos de ellos, como Rudolf Hess o Franz von Papen, ocuparon posiciones de protagonismo público que no se acompañaban, sin embargo, de un poder político real; otros, como Adolf Eichmann o, hasta su traslado a Praga, Reinhard Heydrich, actuaron sobre todo entre bambalinas, esquivando la publicidad y evitando aparecer en la maquinaria mediática de Goebbels. Por último, otros, como el editor de prensa antisemita Julius Streicher; el gobernador general de la Polonia ocupada, Hans Frank, o el líder del Frente de Trabajo, Robert Ley, se movieron en una esfera de influencia particular, en gran medida separada de la dirección global del régimen en su conjunto. Lo que unió a todos ellos fue la lealtad hacia Hitler y las ideas que impulsaban al Partido Nazi.
No existe un único tipo de personalidad que podamos describir como “nazi”. Al poco de concluir la guerra, los estudiosos marxistas del Instituto de Investigación Social de Fráncfort intentaron demostrar que los nazis poseían una “personalidad autoritaria” derivada de una relación retorcida con padres asimismo autoritarios, que los llevó a obedecer las órdenes superiores sin cuestionarlas y a abusar de su poder sobre los subordinados. Los nazis habrían replicado esa conducta proyectándola sobre el lienzo más general de la política y la sociedad, y transfirieron el miedo y el resentimiento contra los padres hacia minorías sociales y raciales, por encima de todo hacia los judíos. Pero en realidad esto no explica gran cosa. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, millones de personas crecieron en familias dominadas por un padre autoritario; ¿por qué solo unas pocas se convirtieron en nazis? En este punto, la psicopatología individual nos sirve de poco. Fue más importante, en cambio, la cultura política ultranacionalista que los rodeó. Los individuos asesinos de cualquier país, con independencia del sistema político que los gobierne, cometen sus crímenes violando las normas que la sociedad corriente impone; por eso la sociedad los castiga. Ahora bien, los asesinos nazis y los partidarios fanáticos de Hitler estaban legitimados por el movimiento nazi y el Tercer Reich. El nazismo liberó a la población de las restricciones normales que una sociedad impone sobre los deseos violentos y abusivos que, hasta cierto punto, viven en todos nosotros; más aún, incitó activamente a la población a hacer realidad esos deseos. (…)
El espectro de explicaciones que los historiadores han dado a por qué la gente apoyó a Hitler y puso en práctica, o aceptó al menos, las medidas e ideas de los nazis resulta casi ilimitado. En un nivel muy básico, algunos han sugerido que la respuesta radica en la estupidez humana. La ideología nazi era una mezcolanza de conceptos crudos y eslóganes simplistas, concebida para atraer a personas poco leídas, incultas y marginales. Sedujo a la población mediante una retórica barata y un alarde público superficial. El nazismo habría atraído sobre todo a la gente crédula, de manipulación más fácil, según esta teoría. Lo cierto es que muchos nazis no fueron estúpidos ni ignorantes, sino gente culta y bien informada. (…) Atribuir el compromiso con el nazismo —y la voluntad de poner en práctica sus ideas brutales y asesinas, o el darles apoyo, o el conformarse con ellas por no llegar a más— a la estupidez de la gente es simplemente increíble.
El relato de Hitler sobre la decadencia nacional ofreció a su gente un camino, e identificaron su vida con la del país
Los perpetradores nazis —en su mayoría hombres, pero no todos— no procedían de una única generación, sino que iban más allá de los grupos de iguales generacionales. Algunos habían vivido los años de formación con el Imperio; otros eran aún niños cuando los nazis conquistaron el poder. Es importante, según el historiador Alex J. Kay, que “estaban unidos por un mismo trauma nacional que trascendía los grupos de edad o de origen social. La derrota en la Primera Guerra Mundial, la destrucción de las ambiciones de Alemania como gran potencia (…) y las posteriores consecuencias tumultuosas de 1918-1919 causaron en la sociedad un trauma tanto colectivo como individual. Esto no afectó tan solo a quienes vivieron conscientemente los hechos, sino también —por transmisión intergeneracional— a sus descendientes, que sufrieron una traumatización secundaria. Los sentimientos étnico-nacionalistas que ya estaban presentes en el tardío Estado-nación se radicalizaron aún más”.
Estos individuos estuvieron motivados por la ferviente convicción de que, para revertir la humillación de 1918 y superar el trauma, era imprescindible adoptar medidas de un radicalismo extremo. (…) El elemento central del nazismo —el antisemitismo— fue solo uno de los factores que motivaron la masacre nazi, dado que más de la mitad de las víctimas no fueron judías. El nacionalismo étnico radical y el racismo biológico fueron clave en el asesinato de víctimas no judías. Como entre los perpetradores hubo miles de integrantes de las fuerzas armadas alemanas y estas constituían una muestra representativa de la sociedad, parece razonable concluir que no fueron “hombres corrientes”, sino “alemanes corrientes en una época extraordinaria”. El impulso de matar a los supuestos enemigos de Alemania no era algo innato en algún “carácter nacional” alemán, sin duda imaginario, sino la consecuencia de la situación singular en la que Alemania se encontró en el cuarto de siglo posterior al fin de la Primera Guerra Mundial.
Tenían la convicción de que, para superar la vergüenza de la derrota, eran imprescindibles medidas radicales extremas
Al igual que otros nazis destacados o influyentes, muchos de estos hombres habían sufrido, muy a menudo, algún revés grave a lo largo de su carrera. El relato de Hitler sobre la crisis, la desintegración y la decadencia nacionales les ofreció un camino para superar los efectos de aquel trauma, identificando sus propias vidas con la vida del país. Las calamitosas derrota y humillación de Alemania, como las personales, solo se podían revertir mediante una acción radical. Culpar a los judíos fue una manera fácil y rápida de evitar enfrentarse a los factores complejos que explicaban la derrota de Alemania en 1918. En su nivel más básico, les resultó imposible admitir que a la postre —después de cuatro años de masacre, con bajas cuantiosas, privaciones e incluso hambre en el país, con una situación de tablas a la que sucedió la derrota en el frente— la Alemania de 1914 a 1918 resultaba ya incapaz de vencer una guerra frente a una coalición de grandes potencias en la que destacaban el Imperio Británico y EE UU. La derrota, pues, tenía que haber sido el producto de fuerzas conspiratorias, ocultas y malignas, en especial las maquinaciones globales de los judíos. Hombres de orígenes muy distintos, pero del mismo entorno político conservador, antidemocrático y antisemita —como Franz von Papen o Adolf Eichmann, Rudolf Hess o Robert Ley, Reinhard Heydrich, Julius Streicher o Hans Frank—, pudieron encontrar realización y compensación en su compromiso absoluto con la causa nazi, como apoderados responsables de ejecutar el proyecto del nazismo sin ninguna clase de reserva moral.