Karl Popper, el hombre que defendía los cambios graduales frente a las revoluciones
Fue un defensor de las sociedades abiertas y uno de los pensadores que sentó las bases de las políticas de derechas de la segunda mitad del siglo XX. Se acaban de cumplir 30 años de su muerte
La democracia pasa por horas comparativamente bajas y hay quienes piensan que igual ha llegado el momento de probar otras opciones: el 26% de los hombres españoles de entre 18 y 26 años cree que el autoritarismo puede ser preferible a la democracia en algunas circunstancias, ...
La democracia pasa por horas comparativamente bajas y hay quienes piensan que igual ha llegado el momento de probar otras opciones: el 26% de los hombres españoles de entre 18 y 26 años cree que el autoritarismo puede ser preferible a la democracia en algunas circunstancias, según una encuesta de 40dB publicada en EL PAÍS. A las mujeres de la misma edad no les convence tanto la idea, pero aun así el 18% está de acuerdo, lo que sigue siendo un porcentaje sorprendente si recordamos que, con todos sus defectos, las sociedades más prósperas y más libres son las democráticas, por muy imperfectas que sean.
El 17 de septiembre se cumplieron 30 años de la muerte del filósofo Karl Popper (1902-1994), uno de los defensores más acérrimos (y polémicos) de la democracia y de la libertad. Su trabajo político empezó también con una peligrosa decepción: en los años veinte y treinta, Popper vio cómo los fascismos llegaron al poder en Europa, ante la impotencia y la inacción de los partidos liberales, socialdemócratas y socialistas. El pensador dejó su Viena natal, huyendo de los nazis, y acabó dando clases en la Universidad de Canterbury, en Nueva Zelanda. En 1938, empezó a escribir el texto que definió como su “esfuerzo de guerra”, La sociedad abierta y sus enemigos, un ensayo en el que se enfrenta a los totalitarismos que amenazaban con liquidar las democracias. Como explica al teléfono Ángel Rivero Rodríguez, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid, su punto de partida era el de intentar averiguar cómo fue posible el horror ideológico de la primera mitad del siglo XX en Europa.
Popper ya era un respetado filósofo de la ciencia y, de hecho, aplicó a la política las ideas de su libro La lógica de la investigación científica. Parten de algo tan obvio que a veces lo olvidamos: podríamos estar equivocados. Progresamos cuando sometemos nuestras teorías al escrutinio y al análisis crítico, y abandonamos las que resultan ser erróneas o incompletas. Nunca llegamos al conocimiento absoluto y seguro, pero sí podemos avanzar en un consenso sobre qué teorías funcionan mejor.
Lo mismo ocurre en política: en una sociedad abierta, las diferencias se resuelven por el razonamiento y el debate, y no por la coerción. La profesora de Filosofía Política en la Universidad Pompeu Fabra y coeditora del libro Razones públicas, Jahel Queralt, recuerda que la posición de Popper es instrumental y, en apariencia, modesta: no se detiene en el análisis de grandes principios, sino que se pregunta cómo debemos organizar la sociedad y las instituciones políticas para que los gobernantes incompetentes no lo estropeen todo. El objetivo no es maximizar la felicidad de los ciudadanos, sino minimizar el daño y evitar las tiranías.
El filósofo propone introducir avances poco a poco para comprobar el efecto de nuestras decisiones y corregir los errores
Las democracias no son invulnerables y su punto débil es precisamente su apertura, el hecho de que permiten el debate y la crítica. Popper menciona la paradoja de la tolerancia, comentada también en la actualidad tras el ascenso de los populismos y de la extrema derecha: los intolerantes pueden aprovechar la libertad para difundir sus mensajes antidemocráticos, lo que puede llevar a “la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”. A pesar de todo, Popper no cree que debamos impedir la expresión de ideas antidemocráticas “mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales”. Es decir, mientras los iliberales no recurran “al uso de sus puños y pistolas”, nosotros no debemos reclamar “en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”, una idea en la que han incidido pensadores posteriores como Martha C. Nussbaum y John Rawls.
Contra la utopía
Popper está en contra del pensamiento utópico, en especial de las ideas políticas de Platón, Hegel y Marx, en las que ve el germen de los totalitarismos del siglo XX. El problema de Popper con las utopías no es que le parezcan irrealizables (en su opinión, disfrutamos de muchas cosas que en su momento parecían inalcanzables), sino que los planes para llegar a un mundo ideal exigen reconstruir por completo la sociedad. Estos planes megalómanos traen consecuencias que no podemos prever y se imponen a la sociedad sin que se admita la crítica y el debate y sin que, como recuerda Rivero, se permita el aprendizaje de los errores. Todo queda supeditado a “la fe en una sociedad futura”, que “justifica las miserias del presente”.
Popper propone avanzar gracias a la “ingeniería gradual”. En lugar de crear una sociedad de cero, podemos introducir avances poco a poco, lo que nos permite comprobar el efecto de nuestras decisiones, corregir los errores y contar con la opinión de los ciudadanos. El austriaco recuerda que ya hacemos esto cada vez que, por ejemplo, se aprueba una leyo una reforma urbanística. Como apunta Queralt, “la libertad que nos garantiza un sistema democrático es la libertad de probar cosas, de ver si funcionan”. Y recuerda el caso del matrimonio homosexual en España, que se aprobó en 2005 con una oposición muy beligerante, en un ejemplo de ingeniería social gradual que permitó la conquista de nuevos derechos y libertades.
Siguiendo esta línea de pensamiento, La sociedad abierta y sus enemigos también defiende el entonces incipiente Estado del bienestar. Popper propone un programa político para “la protección de los económicamente débiles”, que incluye leyes para limitar la jornada de trabajo y ayudas en caso de incapacidad, desocupación y vejez, entre otras medidas encaminadas a hacer imposibles “aquellas formas de explotación basadas en la desvalida posición económica de un trabajador que debe aceptar cualquier cosa para no morirse de hambre”.
Los enemigos de Popper
El libro de Popper le supuso reconocimiento e influencia, además de un trabajo como profesor en la London School of Economics. Pero también fue un libro polémico. Fue muy criticado por la izquierda, sobre todo a partir de los años sesenta y setenta, al considerar que el debate razonable puede ser insuficiente, por ejemplo, en la lucha por los derechos civiles, o que Popper daba toda la importancia al individuo, sin tener en cuenta el contexto social y económico.
Las ideas de Popper encontraron mejor acogida entre los liberales conservadores y, a partir de los setenta, en la nueva derecha liderada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Sobre todo porque el austriaco desconfiaba cada vez más del Estado y, en sus escritos posteriores, daba aún más prioridad a la libertad individual frente al poder estatal y la burocracia. El abandono de sus ideas reformistas sobre la equidad y el intervencionismo es una de las críticas que hace Samuel Moyn, profesor de Derecho y de Historia de la Universidad de Yale, en su libro Liberalism Against Itself (el liberalismo contra sí mismo, sin edición en español). En conversación telefónica añade que el contraste entre “sociedades abiertas y cerradas” tampoco es útil hoy en día porque deja de lado cómo gestionar los conflictos entre valores como la libertad y la igualdad.
Es cierto: Popper no ofrece recetas para tomar decisiones de gobierno, sino que defiende un sistema que permite los desacuerdos, y que avanza mediante conjeturas y refutaciones. Como escribe el filósofo británico Phil Parvin en su libro sobre el austriaco, su pensamiento político es “una defensa del liberalismo, de la democracia y de la razón sobre el tribalismo, el autoritarismo y la tiranía”. Popper consideraba que la democracia es el mejor sistema político jamás probado. Y tenía motivos: a pesar de todas las carencias, dificultades, desigualdades e injusticias, los países democráticos siguen siendo los más prósperos. De los 25 países de más de cuatro millones de habitantes con el mayor PIB per capita, 22 son democracias. Ninguna es perfecta, pero siguen siendo mejores que las alternativas.