Buenas malas compañías

Unas vacaciones en Mallorca que comienzan con odio a primera vista terminan con una amistad generada por las neurosis complementarias de una quejica y un optimista impasible

Bea Crespo

Con 15 años son capaces de enmarañar nuestra vida, pero de los 40 para adelante se puede disfrutar sin demasiado peligro de amigos que no convienen. Me refiero a cuentistas, no a delincuentes. Nos llevarán a cada tanto hacia el descarrío, pero basta con mantener la cabeza en su lugar mientras los observamos a lo lejos al frente de la conga.

Este viaje fue con uno de esos amigos un poco liantes. Solo sabía de él de oídas, pero me constaba que promovía fu...

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Con 15 años son capaces de enmarañar nuestra vida, pero de los 40 para adelante se puede disfrutar sin demasiado peligro de amigos que no convienen. Me refiero a cuentistas, no a delincuentes. Nos llevarán a cada tanto hacia el descarrío, pero basta con mantener la cabeza en su lugar mientras los observamos a lo lejos al frente de la conga.

Este viaje fue con uno de esos amigos un poco liantes. Solo sabía de él de oídas, pero me constaba que promovía fugas del domicilio conyugal y sobremesas de seis horas en espiral descendiente. Tenía una faceta disoluta y otra organizada que le permitía ganarse bien la vida. Administraba la jarana con total seriedad.

Nos presentaron. Odio a primera vista. Le dije que conocía su inclinación a los tablaos y que no me marease mucho, que yo quería tranquilidad. Que los introvertidos no molestamos a nadie cuando estamos a nuestras cosas, mientras que los extrovertidos dan por saco nada más llegar con sus aspavientos, su complicidad y su vigor. Yo era una quejica y él un optimista impasible. Como suele suceder, nuestras neurosis complementarias nos hicieron amigos.

Suya fue la idea de una semana en Mallorca. En los noventa no teníamos móviles —ni hablar de redes sociales—, así que las opciones se escogían, como mucho, para presumir ante los tuyos. Hoy da la impresión de que los viajes se eligen en base a la mirada ajena, en estereotipos que nos aprisionan. Las ganas de aparentar retuercen nuestras creencias sobre el placer. Nos decimos que queremos una foto en lo alto de Positano, después de una hora de sudar escalones, pero en el fondo nos basta con estar a la sombra —cualquier sombra— hablando de tonterías con alguien que nos cae bien.

Llegada la fecha, el taxi nos dejó en una zona popular con hoteles setenteros. El nuestro era acogedor y tropical. En una vitrina de la recepción se publicaban las actividades de ocio, concebidas por una mente perversa. Tras echar un vistazo concluí que éramos, de lejos, los clientes más jóvenes del hotel. Tuve esa sensación tan adolescente de estar en el lugar equivocado, de que la fiesta había justo empezado en la otra punta de la isla.

En la piscina, muy popular entre los ingleses, pensé que ligaría con algún simpático con piso en Primrose Hill. En su lugar me persiguió un maño cachas, bronceadísmo y retaco, que trabajaba en un restaurante y prometió sacarme platos gratis si iba a verle a su ciudad.

Al quinto día, negra como el tizón y harta de novedades, tenía al menos el alivio de que la lenta agonía vacacional se acercaba a su fin. Andaba en una hamaca concentrada con la poesía de T. S. Eliot (de acuerdo, era el ¡Hola!) cuando mi amigo me recordó: “Mañana a la noche hay aquello”. Aquello. Horror: Enola Gay lanzando Little Boy, rayo divino que parte en dos el árbol, niño gordo del vecino con globo de agua. Se acabó la paz. “A la fiesta de disfraces puedes ir de Maradona, con mi camiseta”. Inútil pensar una escapatoria; estoy atrapada en este rincón del mundo y el maño retaco que me pretende ya debe andar sacando brillo a los zapatos con alzas.

La noche siguiente acudo a la fiesta en la terraza abarrotada. Mi amigo el agitador ya anda por allí, vaso en alto y sonrisa de complicidad en la distancia. Paseo la mirada por el lugar con suspicacia, buscando los defectos. Alguien en algún punto cercano está fumando un puro, la música es apocalíptica, no cabe un alma.

Llevamos dentro un animal irritable y a duras penas logramos contenerlo tras capas de educación y disimulo

Al rato, la persona más pesada del guateque —Mimi, una inglesa prejubilada— me ha tomado del brazo y no para de hablar; solo podré huir mordiendo y dejando atrás la extremidad, como un zorro en el cepo. Bailo disimuladamente, refunfuñando. Huele a mar, a piña colada y a aftersun. Me lo estoy pasando bien, y lo detesto. Mi amigo observa a lo lejos. Está sorprendido, no me ve enroscar la cabeza como la niña de El exorcista. Me conoce, detecta mi felicidad. Se acerca, me da un caderazo suave, baila con el maño y con todos. Ninguna protesta sale de mi boca, ni siquiera cuando suena Chayanne. Esa noche en el hotel destartalado descubro una certeza que sigo manteniendo: la queja no sirve de nada. Protestar es una grosería, la alegría es una decisión. El cabreo se guarda solo para lo verdaderamente importante. Es higiénico encajar las circunstancias con mansedumbre y ligereza, no pueden estar siempre los arreglos a nuestro gusto. Si fuese rica, otro gallo cantaría; ser rico significa poder elegir la huida. Pero no lo soy y sonrío beatífica a Mimi.

Nos alejamos del jaleo, buscamos la tranquilidad en dos tumbonas. La música a lo lejos nos acompaña. Suspiro de placer con el sosiego. Personificamos una minúscula muestra demográfica de las opciones de veraneo; mi amigo es grupal, colaborativo, busca la multitud y el descubrimiento. A mí me gusta la soledad, la repetición, la rutina lenta, blindar a toda costa mi vida subterránea. Quiero poder observar con calma. Contemplar es una manera de cuidar. No espero de mis veranos experiencias inolvidables; prefiero que sean muy poquita cosa, entrar cada mañana en el mundo como en una casa amiga.

Nuestras dos tumbonas de náufragos, apartadas bajo el cielo de agosto, son un oratorio. La quietud propicia las confidencias. El oído es el sentido de la noche. Alain Corbin cuenta en su Historia del silencio que, a partir del siglo XIX, la mezzo voce connotaba distinción frente a la algarabía del pueblo. Callar es también demostrar que uno se mantiene disponible para la escucha, tan importante en esta era de afinidades electivas, ecos y sobreinformación. El silencio de quien sabe atender es especialmente valioso. También es un instrumento de poder: “Rehusar ver y oír al otro, impedir que deje huella”, cuenta Corbin, “es condenarlo a una forma de no-ser”.

En el avión de vuelta, mi amigo el descarriado dibuja a Marge Simpson en la bolsa del vómito mientras compartimos impresiones sobre mi glorioso renacer como no-quejica. Él confía a ciegas en mi nueva y clarividente alegría, yo digo que me durará una semana. El bufido es mi muleta social, mi identidad. Sin fricción no sé por dónde empezar. Estoy malacostumbrada a un confort corrupto.

Nuestro vecino de fila se ha quitado el calzado y manosea sus pies. Observo por la ventanilla las miles de casas ahí abajo. Vivimos como piojos en costura, es un milagro que nos aguantemos. Llevamos dentro un animal irritable y a duras penas logramos contenerlo tras capas de educación y disimulo. Mi aspecto repeinado y planchado esconde un alma de rata podrida. Soy rencorosa, me indigno por tonterías y no doy la talla en asuntos trascendentes. Cambiaré, me digo. Seré una solitaria integrada, ambigua y amable. El avión gira suavemente hacia la costa de Barcelona, el mar es un espejo bellísimo, la luz de tarde llena la cabina. No puedo dejar de mirar los talones resecos del vecino.

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