El sistema financiero y tecnológico necesitan de un control público
Para evitar un capitalismo descontrolado deberíamos caminar hacia un sistema mixto público-privado que persiga el interés general, sostiene Nicolás Sartorius en su nuevo libro
Podríamos afirmar que estamos asistiendo a una mundialización creciente de la economía, la tecnología y la comunicación, mientras la política y no digamos la democracia se quedan atrás. Un ejemplo paradigmático lo tenemos en el medioambiente. El calentamiento global está científicamente demostrado y, no obstante, los poderes públicos son incapaces de frenar el camino hacia el desastre. (…)
Si queremos abordar la cuestión de fondo, es decir, la posibilidad de que la democracia, la voluntad...
Podríamos afirmar que estamos asistiendo a una mundialización creciente de la economía, la tecnología y la comunicación, mientras la política y no digamos la democracia se quedan atrás. Un ejemplo paradigmático lo tenemos en el medioambiente. El calentamiento global está científicamente demostrado y, no obstante, los poderes públicos son incapaces de frenar el camino hacia el desastre. (…)
Si queremos abordar la cuestión de fondo, es decir, la posibilidad de que la democracia, la voluntad e intereses de los ciudadanos, sea la que dirija los procesos en curso a través de sus representantes y otras formas de participación, tenemos que implantar y hacer viable el concepto de democracia expansiva. Esto es: si la economía –el capital– se expande a todos los niveles, la democracia debe hacer lo propio, pues de lo contrario no se establecerá el vínculo dialéctico entre economía y política. Por eso sostengo que el nuevo impulso de la democracia debe tener dos espacios o vertientes de expansión. Uno horizontal, espacial o geopolítico, y otro vertical, temático o de penetración y asunción de nuevos contenidos. El primero supone la creación de nuevos sujetos políticos globales capaces de medirse con y, en su caso, regular eficazmente los grandes sujetos económicos, tecnológicos y mediáticos. En esa dirección, un nuevo impulso democrático concreto, en términos de expansión, debe venir de la mano de la construcción de la Unión Europea. Las democracias nacionales europeas, por separado, tienen un poder insuficiente, a no ser que se enmarquen y emulsionen en una democracia más amplia y efectiva, como en nuestro caso es la europea. Por eso vengo insistiendo en que la cuestión no es solo la unión política de Europa, sino su unión democrática, pues el hecho de que los países que componen la Unión sean democráticos no garantiza, per se, que el conjunto lo sea. La premisa para ese deseado nuevo impulso es la construcción política de la Unión Europea en el sentido de la expansión democrática, sin la cual las reformas legislativas a escala nacional, de la política, por ejemplo, no alcanzarían sus objetivos. Sin embargo, me temo que mientras subsista la regla de la unanimidad y no se camine hacia una forma de federalismo las dificultades subsistirán.
En el futuro, seguramente contemplaremos el lanzamiento de iniciativas para lograr uniones supranacionales, más o menos articuladas, en diferentes áreas del mundo. Ya hoy tenemos algunos procesos en Estados Unidos, México y Canadá, o en Latinoamérica con Unasur y Mercosur. También en Asia surgen proyectos más o menos avanzados en la misma línea con Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN, por sus siglas en inglés), el Grupo de Shanghái y otros. Es decir, se trata de un lento proceso de “internacionalización” del mundo, que suele iniciarse por aspectos comerciales, económicos, pero que, poco a poco, va trenzando intereses en los campos de la seguridad y la política. La creación de sujetos políticos suprarregionales democráticos, más o menos federales, es una condición necesaria para que el proceso de globalización adquiera una dirección diferente en beneficio del conjunto de los seres humanos.
Es obvio que la política democrática debe establecer una nueva relación con los sujetos económicos globales no elegidos que controlan hoy las finanzas, los principales sectores industriales, las nuevas tecnologías y la comunicación. Esta relación de cooperación con la política debe llevarse a cabo mediante el establecimiento de reglas acordadas que estimulen y, en su caso, obliguen a cumplir con los fines para los que han sido creadas, en coherencia con el interés general que en cada momento establezcan las instituciones democráticas. El primer sector que habría que supervisar y, en su caso, controlar es el financiero. Poseedor del dinero del mundo y esencial para el funcionamiento de la economía en su conjunto, su descontrol es una catástrofe para la humanidad. La democracia debe poseer una banca pública, y la privada de naturaleza sistémica –a la que no se puede dejar “caer”– tiene que estar bajo una supervisión eficaz, pues su fracaso no solo perjudica a los accionistas, sino también a los ahorradores y a la sociedad en general. En realidad, si queremos que la democracia no sea víctima del sistema financiero, o de aquellos otros sectores estratégicos que están controlados por muy pocas empresas multinacionales en régimen de oligopolio, todos ellos deberían adquirir un carácter mixto público-privado, ya sea en su propiedad, en sus utilidades o en su dirección supervisora.
No se trataría, por lo tanto, de caminar hacia un régimen estatalista, cuyo negativo resultado ya conocemos, pero tampoco de quedarnos en un sistema de capitalismo descontrolado cuyas nefastas consecuencias también hemos padecido. Deberíamos caminar hacia un sistema mixto en el que los sectores estratégicos de la economía y la tecnología, que determinan la dirección de los procesos de globalización, quedasen enmarcados en los objetivos de interés general que la política democrática fuera señalando. Estos sectores deben establecer una nueva relación con la democracia, tanto en la política en general como en el funcionamiento interno de las grandes corporaciones.
La democracia o se expande, en horizontal y en vertical, o se irá vaciando de contenido real. Debe globalizarse y penetrar en los procesos económicos estratégicos con el fin de que el desarrollo general de las sociedades se oriente y responda a los intereses, las aspiraciones y los valores de los ciudadanos, auténticos sujetos de la democracia y, por ende, los detentadores del poder. La lucha por la expansión de la democracia en todos los ámbitos de la vida pública debería ser el gran objetivo de las fuerzas progresistas, políticas y sociales en el siglo XXI.
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