La violencia sexual del ejército ruso, un arma de guerra para desalentar la resistencia
Las violaciones por parte de soldados invasores se producen porque suelen quedar impunes. Es un arma que los rusos usan en sus ocupaciones generación tras generación, denuncia la escritora finlandesa de origen estonio Sofi Oksanen. También ahora en Ucrania
Mi tía abuela no nació muda, pero al comienzo de la segunda ocupación soviética de Estonia la sacaron de su casa y la sometieron a un interrogatorio que duró toda la noche; después de eso, dejó de hablar. Cuando volvió a casa por la mañana parecía estar bien, pero nunca volvió a decir nada más que: “Jah, ära”. (”Sí, déjame”). La respuesta a cualquier cosa que le preguntaran siempre era ésa: “Jah, ära”. Jamás se casó ni tuvo hijos, nunca tuvo una relación amorosa. Vivió con su madre hasta el final de sus días.
Escuché esa...
Mi tía abuela no nació muda, pero al comienzo de la segunda ocupación soviética de Estonia la sacaron de su casa y la sometieron a un interrogatorio que duró toda la noche; después de eso, dejó de hablar. Cuando volvió a casa por la mañana parecía estar bien, pero nunca volvió a decir nada más que: “Jah, ära”. (”Sí, déjame”). La respuesta a cualquier cosa que le preguntaran siempre era ésa: “Jah, ära”. Jamás se casó ni tuvo hijos, nunca tuvo una relación amorosa. Vivió con su madre hasta el final de sus días.
Escuché esa historia de niña, y aunque los adultos no entraron en detalles sobre lo que había sucedido durante los interrogatorios, todos lo adivinábamos, incluso yo.
Años más tarde, después de seguir de cerca los juicios por los crímenes de guerra de los Balcanes, escribí una obra de teatro titulada Purga y una novela homónima. Me parecía increíble que, en la Europa moderna, pudieran haber existido campos donde se violaba sistemáticamente a las mujeres. Me acordé de mi tía abuela: lo que le había sucedido a ella había vuelto a suceder. Y ahora mismo, en plena Europa, está sucediendo de nuevo.
Mi tía abuela nunca recibió justicia, ni ella ni ningún otro de mis familiares: las tierras se habían perdido, padres, hermanos e hijos habían muerto, habían sido deportados o se habían visto obligados a huir a Occidente (en el caso de mi familia, tan sólo dos parientes), pero ¿quién podía esperar justicia durante la ocupación?
Eso sólo cambió tras el colapso de la Unión Soviética: los países bálticos recuperaron su independencia e iniciaron un proceso de descolonización similar al de los países que habían estado bajo el dominio de las antiguas potencias coloniales. Bajo la URSS, la investigación histórica era una disciplina estrictamente política al servicio de la propaganda, pero al terminar la ocupación la ciencia, la cultura y la prensa quedaron liberadas del yugo del Estado totalitario y el debate público pasó a ser el que corresponde a un Estado independiente. Por fin era posible hablar sin ambages sobre el pasado, investigar y discutir a plena luz del día. Las palabras recobraron los significados que realmente reflejaban las experiencias de las personas: se podía llamar “ocupación” a la ocupación y “deportaciones” a las deportaciones. Por fin se empezaron a investigar las múltiples violaciones a los derechos humanos en la época soviética. Por desgracia, la sucesora jurídica de la URSS, la Federación Rusa, no prestó su ayuda ni mucho menos pidió perdón, y los países occidentales jamás se lo exigieron ni la alentaron a pasar por un proceso similar al de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Puede que Occidente no lo considerase indispensable porque los crímenes de la época soviética no les parecían lo suficientemente importantes, o al menos no lo eran tanto como para perder la oportunidad de estrecharle la mano a Putin y blanquear el dinero manchado de sangre que los oligarcas arrebataban al pueblo ruso. Y, como se habían ignorado los crímenes del pasado, la invasión ilegal de Rusia a Ucrania, en febrero de 2022, pilló a Occidente por sorpresa.
Desde la perspectiva de Estonia, la guerra en Ucrania parece una especie de repetición de los acontecimientos de la década de 1940: es como si un dedo misterioso estuviese pulsando continuamente el replay. Esto es así porque Rusia ha estado empleando en Ucrania el mismo manual que en sus anteriores guerras de conquista: el terror de la población civil, las deportaciones, la tortura, la rusificación, la propaganda, los procesos judiciales simulados, las falsas elecciones, la culpabilización de las víctimas, los flujos de refugiados, la destrucción de la cultura. La estupefacción general de los países occidentales revela, sin embargo, que no conocían lo suficiente ese manual. Por eso es necesario hablar de los crímenes de guerra, investigarlos y hacer que formen parte de nuestra memoria cultural permanentemente: si no tenemos conciencia de ellos, no sabemos interpretar las señales que los anuncian. Sin embargo, mientras que la historia de otras potencias coloniales forma parte de los planes de estudios, en las escuelas occidentales sencillamente no se ha hablado jamás del colonialismo ruso, pese a que los países del antiguo bloque comunista (que como ya he señalado vivieron también la invasión de la Alemania nazi) constituyen la mitad de Europa.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el lema “Nunca más” estaba en boca de todos, pero sonaba falso a oídos de los europeos del Este porque, después del derrocamiento de Hitler, continuábamos sufriendo la política de opresión de Rusia y sus continuas violaciones de los derechos humanos. Aquel lema revelaba, pues, que nuestra experiencia no importaba a ojos del resto del continente; por eso, incorporarla a la historia cultural de Europa supone una manera de hacernos justicia. (…)
Cuando Rusia inició su ataque a gran escala, Ilya, de veintidós años, estaba con su madre y su hermana en su casa de Kramatorsk. Aceptaron que los evacuaran en tren, pero Rusia bombardeó la estación repleta de civiles hiriendo a ciento diez personas y matando a sesenta. Ilya, su madre y su hermana lograron sobrevivir e intentaron huir en coche, pero los soldados rusos los detuvieron en un puesto de control y encontraron en su móvil una aplicación de citas para minorías sexuales y una foto en la que se lo veía celebrando el Día de la Independencia de Ucrania con la bandera del país en la mano. Acabó siendo objeto de violencia sexual a manos de ocho soldados del ejército ruso que documentaron su acción. Sólo pudo liberarse de una tortura de varias semanas gracias a la ayuda del ejército ucraniano. Sus «delitos» habían sido ser homosexual y conservar un recuerdo personal en el teléfono móvil.
Hoy en día, al contrario que en la época soviética, no es posible destruir las fotografías, pero el miedo de poner en riesgo a los seres queridos por tener una foto en el teléfono hace que las personas las borren de inmediato y que se abstengan de compartirlas, lo cual sería un mecanismo para crear comunidad. Pero la gente no borra sólo las fotos, sino también los contactos.
Un amigo mío se marchó de Kiev diez días después del inicio del gran ataque porque consideró que, de lo contrario, acabaría teniendo que atravesar los puestos de control rusos, y eso le daba más miedo que los bombardeos: no quería borrar la memoria de su móvil y sabía que, aun haciéndolo, en la red siempre se podrían encontrar pruebas de su adhesión a Ucrania. Muchas personas permanecieron en la zona ocupada por idénticos motivos: no se atrevían a intentar atravesar los puntos de control rusos, como habían hecho Ilya y su familia.
Rusia ya ha logrado antes condicionar el comportamiento de las personas y alterar su memoria visual, por eso está haciéndolo de nuevo. La ocupación vuelve malvado y peligroso lo que antes era correcto y perfectamente razonable.
Mi tía abuela, que nació en una familia de agricultores en la Estonia occidental de principios del siglo pasado y el joven Ilya, de Kramatorsk, vieron la luz en mundos completamente distintos; ni siquiera comparten género, pero tienen una experiencia común que cambió su vida: los dos eran civiles y los dos fueron víctimas de la violencia sexual ejercida por soldados o funcionarios rusos.
En el debate público sobre la violencia sexual aún subsiste el antiguo concepto de que ésta forma parte, en cierto modo, de los instintos masculinos, lo que la hace incontrolable. Sin embargo, no es así: la violencia sexual se produce porque quien la perpetra suele quedar impune. No tengo dudas de que quienes agredieron a mi tía abuela y a Ilya lo tuvieron en cuenta, porque la impunidad continúa existiendo aunque hayan transcurrido muchas décadas. Rusia lleva usando la misma arma generación tras generación, y por las mismas razones: para denigrar a las víctimas, desalentar la resistencia y consolidar su posición de poder, pues cada víctima es también una advertencia para el resto de la gente.
Ilya continúa con su vida en la Ucrania independiente y acude a terapia. No está claro si sus agresores serán perseguidos algún día, pero el hecho de que él haya narrado públicamente su experiencia alienta a otras víctimas de violencia sexual a que hablen del tema. En el mundo de mi tía abuela no era posible algo así: ella no podía ver en televisión ni en internet una entrevista que reflejara lo que había vivido. En ese sentido, el mundo ha mejorado: para una víctima, saber que otras personas han sufrido lo mismo que ella suele ayudarla a que deje de culparse por un destino que comparte con otras muchas mujeres y hombres a lo largo de generaciones.
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