¿El deseo nos conduce a la plenitud o a la insatisfacción permanente?
Los filósofos griegos analizaron este impulso: Platón considera que es el resultado de una carencia y Aristóteles, una fuerza motriz
El deseo es la esencia del hombre”, escribió el filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza. Por su naturaleza infinita, es quizá lo que mejor nos caracteriza, pero sobre todo es lo que mueve nuestras vidas. ¿Qué valor tendría una vida sin deseos? Es la variedad e intensidad de esto lo que nos da el impulso para actuar y el sentimiento de estar vivos en plenitud. La ausencia de deseo —...
El deseo es la esencia del hombre”, escribió el filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza. Por su naturaleza infinita, es quizá lo que mejor nos caracteriza, pero sobre todo es lo que mueve nuestras vidas. ¿Qué valor tendría una vida sin deseos? Es la variedad e intensidad de esto lo que nos da el impulso para actuar y el sentimiento de estar vivos en plenitud. La ausencia de deseo —de la que la depresión es un síntoma moderno— señala el colapso de nuestra fuerza vital. Al mismo tiempo, el deseo puede llevarnos a la pasión destructiva o ilusoria, a la insatisfacción permanente, al odio o a la frustración causados por la envidia y la codicia, o a todo tipo de adicciones que nos privan de nuestra libertad interior. (…) ¿Qué distingue al deseo de la necesidad? ¿Cuál es la naturaleza del deseo? ¿Cómo saber si un deseo es bueno o no? ¿Cómo acoger nuestros deseos más personales y dejar de imitar los de los demás? ¿Cómo podemos escapar de la insatisfacción para expresar deseos de manera adecuada y experimentar una alegría profunda? (…)
Agotados por tres años de pandemia, angustiados por las consecuencias del desajuste climático, la guerra de Ucrania o la pérdida de poder adquisitivo, decepcionados por la política y escépticos con respecto a todas las instituciones, muchos de nuestros contemporáneos se sienten frágiles y afectados desde el punto de vista moral y psicológico. El resultado es un declive de lo que el filósofo Henri Bergson llamaba el “élan vital” y una disminución de nuestra fuerza deseante que puede afectar a todos los ámbitos de la vida: profesional, amoroso, sexual, intelectual, etcétera. Nos sentimos menos vivos, disfrutamos menos intensamente de la vida, a menudo la tristeza prevalece sobre la alegría. Esto lleva a algunas personas a hacerse preguntas y a intentar reorientar su vida hacia valores distintos del consumismo y el reconocimiento social, a darle más sentido, a vivir con más sobriedad. Así, muchos jóvenes buscan sortear el modelo dominante, por ejemplo, en el ámbito profesional, pero también en el sexual, que no corresponde a sus deseos más profundos, más orientados hacia el ser y la calidad de vida que hacia el tener y el rendimiento. Pero, de manera paradójica — y esto es válido para todas las crisis vitales y no es algo nuevo—, este agotamiento del élan vital y del deseo se traduce también en una exacerbación de los deseos más materiales, podríamos decir de los antojos, que aparecen como compensaciones de esta especie de depresión: consumimos para suministrarnos minidosis de placer. Este consumismo puede adoptar distintas formas: compras compulsivas, adicción al sexo, a los juegos, a las redes sociales, necesidad de reconocimiento social exacerbada, etcétera. Nuestros poderosos deseos y grandes alegrías se transforman así en pequeños antojos y vanos placeres. Y a veces nos convertimos en esclavos de estos deseos y placeres, sin que satisfagan de veras nuestra sed más profunda. Estoy convencido de que solo encontraremos nuestra libertad y nuestra verdadera alegría cultivando el élan vital, despertando nuestros deseos más personales y orientándolos hacia objetos que nos hagan crecer, que den sentido a nuestra vida, que nos permitan realizarnos plenamente según nuestra singularidad.
Los filósofos de la Antigüedad coinciden, por un lado, en definir el deseo como “la aspiración a un bien” (es decir, algo que percibimos como bueno para nosotros). En palabras de Cicerón, “el deseo va, fascinado e inflamado, hacia lo que parece un bien”. Por otro lado, lo identifican con el “apetito” (en el sentido más amplio de la palabra), el movimiento que consiste en un esfuerzo por acercarse a un bien que nos atrae. La aversión, en cambio, remite al movimiento que nos hace alejarnos de lo que percibimos como malo. Aunque a veces parece confundirse con el instinto o la necesidad, el deseo humano comprende a la vez una parte imaginaria y una parte consciente que lo hacen mucho más complejo. No es lo mismo sentir la necesidad de alimentarnos (la sensación de hambre) que el deseo de comer un plato determinado, que nos despierte recuerdos felices, en un entorno que nos guste y con buenos amigos. Esto lo observamos también en el deseo sexual, que no puede reducirse al instinto de supervivencia de la especie o a la simple satisfacción de una necesidad fisiológica. El psicoanálisis ha demostrado de forma cabal que, antes de fijarse en un objeto, el deseo se ve envuelto en una dinámica compleja y creativa (emociones, fantasías, proyecciones, transferencias…). Por eso escribió Gaston Bachelard que “el hombre es una creación del deseo, no de la necesidad”.
La palabra deseo viene del verbo latino desiderare, formado a partir de sidus, sideris, que significa astro o constelación. Existen dos interpretaciones radicalmente opuestas de esta etimología. Se puede interpretar desiderare como “dejar de contemplar las estrellas”, lo que remite a la idea de una pérdida, un “desnorte”. El marinero que deja de mirar los astros puede perderse en el mar. El ser humano que deja de contemplar las cosas celestiales puede perderse ante la seducción de las cosas terrenales. A la inversa, podemos entender desiderare como aquello que nos libra de perdernos en consideraciones (siderare), puesto que los antiguos romanos solían entender la sideratio como el hecho de sufrir la acción funesta de los astros. Hemos conservado este sentido lejano cuando decimos que nos quedamos “alucinados” tras una conmoción o una adversidad: nos quedamos inmóviles, incapaces de reaccionar, privados de la capacidad de actuar libremente. Lo que nos pondrá de nuevo en movimiento es de-sidere, el deseo, entendido como motor de la acción, como la potencia vital que nos libra de perdernos a nosotros mismos, sea cual sea la causa.
Solo encontraremos la libertad y verdadera alegría cultivando el ‘élan’ vital, despertando nuestros anhelos más personales
Lo fascinante es que este doble sentido reaparece a lo largo de la tradición filosófica occidental. Por un lado, el deseo se percibe como una falta y se subraya esencialmente su carácter negativo. Por otro lado, se percibe como un poder y como el principal motor de nuestras vidas. La mayoría de los filósofos de la Antigüedad vieron el deseo como una falta y lo consideraron no tanto como una cuestión sino como un problema: la búsqueda de una satisfacción que, una vez saciada, renace enseguida bajo la misma forma o bajo la forma de otro objeto, condenándonos así a estar insatisfechos de por vida. Fue Platón, el más conocido entre los discípulos de Sócrates, quien mejor teorizó esta dimensión insaciable del deseo humano en forma de falta: “Lo que no tenemos, lo que no somos, lo que echamos de menos: he aquí los objetos del deseo y del amor”. Aristóteles relativiza esta identificación del deseo con la falta y ve en él nuestra única fuerza motriz: “No hay más que un principio motor: la facultad desiderativa”. En el siglo XVII, Spinoza retoma esta idea y la sitúa en el centro de toda su filosofía ética: el deseo es la potencia vital que pone en movimiento todas nuestras energías y, bien dirigido por la razón, es lo único que puede llevarnos a la alegría y a la felicidad suprema (la beatitud).
Deseo-falta que conduce a la insatisfacción y la desdicha y al que conviene poner límites o eliminar… o deseo-potencia que conduce a la plenitud y la felicidad y que conviene cultivar: ¿quién tiene razón? Si nos observamos atentamente a nosotros mismos y a la naturaleza humana, ambas teorías parecen pertinentes y no se excluyen mutuamente. En nuestras vidas podemos experimentar el deseo-falta y el deseo-potencia. Cuando caemos en la trampa de la insatisfacción permanente, la comparación social, la envidia, la lujuria, la pasión amorosa, damos la razón a Platón. Pero cuando nos dejamos llevar por la alegría de crear, crecer, avanzar, amar, desarrollar nuestros talentos, realizarnos a través de lo que hacemos, conocer, damos la razón a Spinoza. Y las cosas son incluso un poco más complejas, ya que el deseo-falta puede también ser el motor de una búsqueda espiritual que conduzca a la contemplación de la belleza divina, mientras que el deseo-potencia puede llevarnos a excesos y a una forma de hibris denunciada por los griegos.
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