Voltear la cámara etnográfica
Colocar a la propia cultura occidental bajo su mirada de antropólogos es una forma de desarticular sus efectos
La mirada etnográfica no es solamente una lente construida por la antropología para estudiar a los pueblos del mundo que se erigen ante esta mirada como “los otros”, la mirada etnográfica ha permeado la cultura occidental y se manifiesta en distintos fenómenos que la refuerzan. Uno de los efectos más importantes de la mirada etnográfica ha sido crear a los “otros” como entidades homogéneas y exóticas, un gran continente como África se convierte en un todo indiferenciado, ...
La mirada etnográfica no es solamente una lente construida por la antropología para estudiar a los pueblos del mundo que se erigen ante esta mirada como “los otros”, la mirada etnográfica ha permeado la cultura occidental y se manifiesta en distintos fenómenos que la refuerzan. Uno de los efectos más importantes de la mirada etnográfica ha sido crear a los “otros” como entidades homogéneas y exóticas, un gran continente como África se convierte en un todo indiferenciado, los pueblos indígenas, tan radicalmente distintos entre sí, son vistos a través de la lente homogeneizante como una masa indistinta que puede ser empaquetada detrás de la categoría “étnico”, lo mismo se ha hecho con aquello que hoy se etiqueta como “oriental”. Combatir esa homogeneización es una necesidad apremiante en los procesos de reparación y justicia derivados de la opresión colonialista en la que la antropología jugó un papel importante. El hecho de que una gran parte de la población blanca norteamericana crea que África es un país, la popularidad de lo ethnic chic como tendencia en la moda o las representaciones cinematográficas en las que, no importa cuál sea el pueblo en cuestión, los personajes de pueblos indígenas hablan inglés o castellano siempre con el mismo acento evidencian que los efectos de la mirada etnográfica trascienden a la antropología como disciplina.
A lo largo del tiempo, ha habido intentos de voltear la lente etnográfica para evidenciar lo absurdo de su construcción. Colocar a la propia cultura occidental bajo esta mirada es una forma potente de desarticular sus efectos. La antropóloga Sheba Camacho me presentó uno de esos ejercicios que, dentro de la propia disciplina, ponen de relieve los resortes exotizantes de la mirada etnográfica. Se trata del artículo de Horace Mitchell Miner titulado ‘Ritual corporal entre los nacirema’ y publicado en 1956 en la revista American Anthropologist. Mitchell describe los rituales de limpieza corporal de una tribu poco conocida de América del Norte y lo hace empleando un lenguaje tal que quienes lo leen averiguan, solo al final, que los nacirema (“american” al revés) son en realidad los estadounidenses blancos de clase media.
A lo largo del tiempo fui encontrando otros esfuerzos por ridiculizar la cámara que nos ha mirado ya por mucho tiempo. Recuerdo en particular una parodia de la filantropía occidental que pedía fondos para ayudar a las personas de Suecia para que pudieran tener más luz del sol o los intentos de unos amigos míos por crear una fundación, ficticia, claro, para que personas de las clases altas de la Ciudad de México que no pudieron aprender a trepar árboles en su infancia pudieran tener becas para viajar a la región mixe y aprender a hacerlo para sanar el consumismo que los había enfermado.
Durante mi infancia, los relatos en lengua mixe de familiares que habían viajado a Ciudad de México fueron erigiendo en mi imaginación una ciudad sorprendente; para mi abuela, las personas de esa ciudad tenían costumbres interesantes pues, al igual que los topos, habían construido caminos subterráneos por los cuales viajar. Gracias a esta descripción, una de las primeras cosas que deseaba hacer cuando conocí Ciudad de México era hacer “el camino del topo”, viajar en metro. La multiplicidad de los relatos que podemos hacer sobre los otros es necesaria para evitar la fosilización que la mirada etnográfica, por hegemónica, provoca en nuestra visión del mundo.
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