Diana Aurenque, filósofa: “Los humanos no aceptamos que somos un simio evolucionado”
La académica chilena publica ‘Animal ancestral. Hacia una política del amparo’ (Herder), un libro donde propone una nueva forma de arraigo ante el desamparo actual
Diana Aurenque (Santiago, Chile, 1982) es profesora de la Universidad de Santiago, especialista en ética médica y filosofía de la medicina. En 2022, en la pandemia, publicó Animales enfermos, filosofía como terapéutica, donde planteó que el ser humano es un animal enfermo porque su verdadera salud no está dada por la naturaleza. Que estar sano no es solo mantenerse con vida, sino construir la propia existencia.
Apenas terminó ese libro, sin embargo, se dio cuenta de que le faltaba a...
Diana Aurenque (Santiago, Chile, 1982) es profesora de la Universidad de Santiago, especialista en ética médica y filosofía de la medicina. En 2022, en la pandemia, publicó Animales enfermos, filosofía como terapéutica, donde planteó que el ser humano es un animal enfermo porque su verdadera salud no está dada por la naturaleza. Que estar sano no es solo mantenerse con vida, sino construir la propia existencia.
Apenas terminó ese libro, sin embargo, se dio cuenta de que le faltaba algo: pensar la vida en comunidad, en los vínculos perdidos. Y en cómo el ascenso de posturas políticas cada vez más extremas, tanto de populismos de ultraderecha como de luchas identitarias de agendas progresistas, “han contribuido a erosionar el diálogo y la convivencia democrática”. ¿Cómo construir un nosotros político desde lados tan opuestos? ¿Cómo encontrarse y escucharse sin cancelarse unos con otros?
Algunas de estas interrogantes son las que plantea en su último libro Animal ancestral. Hacia una política del amparo (Herder), que se publica en España en octubre y luego en Chile, en el que propone “atreverse a un giro ancestral”. Ante el desarraigo del sujeto moderno, la filósofa invita a un anclaje con la tierra y con los otros a partir de una interpretación del ser humano como un animal ancestral.
Ella misma ha hecho la prueba de volver a contactar con la tierra, al dejar su departamento en la capital de Chile para vivir un periodo entre las montañas, en el valle del Elqui, en la zona centro norte del país. Cambió el cemento por el campo.
PREGUNTA. En su libro menciona como un hecho político el estallido social en Chile de 2019. ¿Cuánto determinó en cómo repensó el concepto de comunidad?
RESPUESTA. Muchísimo. Desde el estallido social y luego con el rechazo de la propuesta constitucional en el 2022, que buscaba ofrecer una salida institucional a la crisis, para mí, como apruebista, fue una bofetada de realidad. Desde ahí me he preguntado cómo siendo tan distintos podemos estar juntos sin tanta trinchera, algo muy similar, a lo que plantea Peter Sloterdijk. Que no solo nos podamos congregar en torno a una crisis, un conflicto o al escándalo de turno, sino en torno a ideas, intereses o valores comunes sobre cómo queremos vivir.
P. Ha dicho que Chile es una sociedad atomizada.
R. Sí. Al igual que muchas otras sociedades, en Chile, hay cada vez más fragmentación. Con pequeños grupos con intereses muy particulares que no solo no dialogan entre sí, sino que también muchas veces conflictúan. Por ejemplo, las luchas feministas o las de los movimientos LGTBIQ+, si bien son en extremo necesarias, tienden a desplegarse como políticas identitarias que conflictúan con valores universalistas. Así, una pregunta filosófica y política importante del libro radica en explorar formas amables de comprender la identidad.
P. Esa sociedad atomizada y fragmentada, ¿es una realidad global?
R. Así es. Hoy, como planteo en el ensayo, el gran protagonista es el individuo, no la comunidad.
P. Es crítica con la existencia de las políticas identitarias de la extrema derecha, pero también de las de la izquierda. ¿Cómo articular una comunidad?
R. Vivimos en una sociedad pluralista, donde las diversas formas de vida deberían ser legítimas. Sin embargo, es cada vez más difícil tener esa libertad. Por un lado, hay grupos que pelean por libertades, por más pluralismo y más respeto al individuo y sus proyectos de vida, pero, por otro, aumenta el conservadurismo.
P. ¿Y por qué ocurre?
R. Parece cierto el diagnóstico de Hugo Herrera (profesor de Derecho y abogado chileno) de que los discursos progresistas se volvieron cada vez más moralistas e intolerantes respecto de proyectos de vida más bien tradicionales, pero que, en el fondo, siguen teniendo sentido para grandes mayorías. Lo conservador significa, por ejemplo, que la tierra, el país, el linaje, la familia y Dios importan. Probablemente, porque dan un sentido de trascendencia a la vida y a la organización social. Pero, además, porque se cohesionan ante un enemigo común, el progresismo. Me da la impresión de que los sectores más progresistas no han logrado ofrecer, por desgracia, relatos tan poderosos. Con todo, también quedan presos en la lógica de la división entre amigos y enemigos.
P. ¿Por qué es importante para usted la idea del animal ancestral?
R. Me sorprende que, después de más de un siglo de conocer a Darwin y la teoría de la evolución, no sólo encontramos creacionistas o negacionistas, sino también muchísima gente que cree en los alienígenas ancestrales. Yo sabía que había un programa sobre eso en la televisión, pero no que llevaba 21 temporadas. Me pregunto, entonces, ¿por qué seguimos atados a una explicación que se resiste de ver al ser humano como parte de la evolución? ¿Por qué esa obstinación de que el origen humano tiene que provenir de un cielo y no de la tierra?
P. ¿O Dios o un alienígena?
R. Sí. ¿Por qué tiene que venir una inteligencia divina a sembrarnos en la tierra? ¿Por qué nos sentimos tan especiales y distintos de las plantas y los demás animales? Esa me parece una soberbia peligrosa, y una de las razones por las que nos ha costado reconocer a los animales como entes que sienten dolor y no como cosas. Hay una necesidad del ser humano de distinguirse y no aceptar que somos un simio más evolucionado. Si miras a un caballo u otro animal, algo compartes con él. Hay que dejar de pensar que nuestros parientes cercanos son dioses, sea por racionalidad o espiritualidad, sino que los de verdad cercanos están aquí mismo en la tierra. Uno podría sentirse más amparado, como parte de una comunidad amplia y diversa, si empieza a darse cuenta de que es un terrícola, no de afuera.
P. Plantea avanzar hacia el amparo. ¿Dónde observa el desamparo?
R. En todos lados. En la medida que la vida perdió los grandes relatos, como dice [Jean-François] Lyotard, uno deja de creer en las grandes ideologías. Al mismo tiempo, las religiones tradicionales también han perdido sus adeptos y cada vez encuentras más una espiritualidad alternativa o ritualista ad hoc. Entonces, cuando ya no crees en Dios ni en ideologías, la vida se desencanta y se vuelve vacía. Lo central para mí es reconocer que el humano necesita proporcionar a su vida un sentido trascendente para poder hacer significativa la vida en un gran nosotros. La ancestralidad ofrece una forma de nuevo arraigo, de atarse a un pasado con necesidad de futuro, y permite contrarrestar el desamparo actual.
P. ¿Qué efecto tiene ese giro ancestral?
R. Si nos comprendemos ancestrales, nos reconocemos menos celestiales (y divinos) y más terrícolas (y animales), mucho más vinculados con todo el planeta, los otros, los animales y las plantas. Vivimos una crisis climática, ecológica, hace muchos años. Si recuperamos eso de que los ancestros poseen autoridad para nosotros, tienes una deuda con ellos, no con Dios ni con el pecado; tienes un presente común con sentido de futuro. Por eso la idea de lo ancestral es reconocer que existe una autoridad trascendente sobre nosotros, no desde un Estado, ni del cielo, sino desde una tierra con sentido de trascendencia.