Mi vida sin WhatsApp
Si no soy el único español sin la aplicación de mensajes, desde luego formo parte de una especie en extinción
Desde hace un año y medio, cuando doy mi número de teléfono, añado la coletilla “no tengo WhatsApp”. La primera razón es un tanto escandalosa: no tengo WhatsApp. La segunda razón, más importante, es intentar evitar un conflicto. En más de una ocasión alguien me ha hecho llegar su mosqueo “porque me has dado el número mal” e incluso uno pensó que lo había bloqueado preventivamente; según él, nada más darnos nuestros números, poco menos que yo me había da...
Desde hace un año y medio, cuando doy mi número de teléfono, añado la coletilla “no tengo WhatsApp”. La primera razón es un tanto escandalosa: no tengo WhatsApp. La segunda razón, más importante, es intentar evitar un conflicto. En más de una ocasión alguien me ha hecho llegar su mosqueo “porque me has dado el número mal” e incluso uno pensó que lo había bloqueado preventivamente; según él, nada más darnos nuestros números, poco menos que yo me había dado la vuelta para grabar su número y bloquearlo. No fue así, pero la idea me pareció excitante.
Desde hace un año y medio, también, tengo que dar tantas explicaciones por no tener WhatsApp que hubiera ahorrado más tiempo comprando otra línea y dándome de alta dos veces en la aplicación. El final de estas explicaciones supongo que es este artículo, que lleva pidiéndome el periódico desde mi primer mes sin WhatsApp. No me pareció para tanto entonces —”ni que fuese el único español sin WhatsApp”—, pero pasado el tiempo he dicho que sí al periódico: si no soy el único español sin WhatsApp, desde luego formo parte de una especie en extinción. De hecho, a los que no tenemos WhatsApp se nos hace conocedores rápidamente de la gente que no tiene, un poco como la conversación aquella de Aquí no hay quien viva: “¿Tu hijo es homosexual? Pues entonces tiene que conocer a mi sobrino; es un chico alto, que estudia en Albacete…”.
Yo tenía varios problemas relacionados con WhatsApp; el más inquietante era que escribía allí más que en el periódico. Eso no siempre era malo: a veces, enfrascado en una discusión eterna, observaba que mis respuestas superaban las 600 palabras, e incluso alguna estaba bien argumentada; de hecho, al estar discutiendo con un amigo, me daba licencias divertidas que funcionaban muy bien en el chat. Un día borré una de esas respuestas y la envié al periódico en forma de columna. Desde entonces, cada vez que tenía que escribir una columna, insultaba a alguien al azar sobre el tema del que quería escribirla, y de la discusión posterior extraía, como una piedra preciosa, las 600 palabras mágicas.
Con el tiempo me di cuenta de algo. Podía pasar una tarde entera hablando con un amigo de lo que fuese, o bien soltando las chorradas habituales o bien metidos en alguna conversación seria —si es que quedan conversaciones serias después de los 40 años—. Descubrí que escribiéndonos casi a diario no lo echaba de menos. Y, viviendo en el barrio de al lado, llevaba seis meses sin verlo. Tenía de repente un contacto estrechísimo con un montón de gente con la que hablaba prácticamente a diario, mediante grupos o de forma individual; tanto contacto teníamos que no echaba de menos quedar con ellos, a pesar de que vivíamos en la misma ciudad.
Había más cosas, claro. El disparatado número de wasaps que me entraba al día, muchos de gente desconocida que tenía una propuesta maravillosa que hacer; la necesidad de tantos amigos y conocidos que escriben y, al escribir, exige respuesta, a veces inmediata; la sensación de que al coger el teléfono para hacer una llamada, hacer una foto o entrar en internet estaba cogiendo una mina que, de no controlar, explotaría en mis manos y me robaría tres horas comentando un meme.
¿Es todo bueno ahora? No, creo que es peor. El tiempo que he ganado no lo gasto precisamente leyendo a Tolstoi. Pero le he cogido el gusto. Me encuentro a gente por la calle que me pregunta por qué les he bloqueado, ya que no ven mi foto de perfil ni les entra su mensaje. Salir al mismo momento de todos los grupos al desinstalarlo no me hizo tampoco muy popular (“a este qué coño le pasa”). A mis compañeros del periódico les supone un coñazo que no tenga WhatsApp, como es lógico. Me pierdo un montón de cosas graciosas (polémicas tuiteras, cotilleos, retransmisiones televisivas comentadas en directo), mis amigos se han dividido entre los que tienen Iphone (por tanto, iMessage, parecido a WhatsApp) y no. Con los que no tienen me envío sms (15 céntimos al día); por ejemplo, mis padres no tienen Iphone y no me han vuelto a escribir en la vida: es obvio que me tenían ganas. Y sigo generalmente sin responder a números que no tengo en la agenda, pero los descuelgo un poco más que antes porque hay gente, muchísima, que desconoce que sin WhatsApp se pueden enviar mensajes.
Mirándolo otra vez por el lado bueno, no tengo la necesidad inconsciente de contestar al momento los sms y no pasa nada si me contestan dentro de una semana, porque si es una urgencia, o quiero hablar con alguien de algún tema que me preocupa, o quedar con él para tomar algo, o consultar lo que sea, hago una cosa bastante revolucionaria y que trato de poner de moda entre mis contactos: llamar.
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