Por qué algunos medios conservadores demonizan al ‘vago de Netflix’

El estereotipo del holgazán de clase trabajadora es utilizado, en ocasiones, para erosionar el Estado de bienestar

Linda Taylor, la entonces conocida como 'welfare queen', de camino al juicio en el que acabó sentenciada, el 17 de marzo de 1977, en Chicago.AP Photo (AP)

“Que no me vengan con el cuento de que no hay personal, lo que no hay son ganas de trabajar. (…) Es más fácil estar en casa cobrando ayudas y viendo Netflix” (un empresario de la hostelería, en declaraciones a El Español). “Antes hacías 10 entrevistas al mes y ahora haces cien. Gente joven que se quiera dedicar a esta profesión [la albañilería] cada vez hay menos” (un gerente, en Antena 3). “No hay ambición ni ganas de trabajar. La gente ha recibido ayudas como los ERTE [expedientes de regulación temporal de empleo] y está mejor en casa que trabajando” (otro hostelero, también en ...

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“Que no me vengan con el cuento de que no hay personal, lo que no hay son ganas de trabajar. (…) Es más fácil estar en casa cobrando ayudas y viendo Netflix” (un empresario de la hostelería, en declaraciones a El Español). “Antes hacías 10 entrevistas al mes y ahora haces cien. Gente joven que se quiera dedicar a esta profesión [la albañilería] cada vez hay menos” (un gerente, en Antena 3). “No hay ambición ni ganas de trabajar. La gente ha recibido ayudas como los ERTE [expedientes de regulación temporal de empleo] y está mejor en casa que trabajando” (otro hostelero, también en El Español).

El mensaje fue plantándose durante meses, muy especialmente en diarios digitales conservadores y en los matinales de televisión, como Espejo público y El programa de Ana Rosa, germinó y desde entonces flota en el ambiente. Con él se ha dado lugar a una figura un tanto mitológica: una persona, casi siempre joven, que podría tener empleos a su alcance, pero prefiere quedarse en casa cobrando subsidios y viendo Netflix o jugando a Call of Duty. El estereotipo hace agua en cuanto se rasca un poco en datos económicos y en la sociología del empleo —¿si tan poca gente quiere trabajar por qué se presentaron en septiembre 150.000 personas para 3.500 plazas fijas en Correos?—, pero a quienes lo apuntalan a diario en los medios eso les da igual.

Esa figura, el vago de Netflix, tiene claros antecedentes mediáticos. Uno de ellos es la welfare queen. Así bautizaron los medios anglo en la época del binomio Reagan/Thatcher a las mujeres que eran demasiado holgazanas para trabajar y se dedicaban a engañar al sistema y parir un hijo detrás de otro para acumular subsidios estatales. A veces estas “reinas del subsidio” eran personas reales, que se convertían en una especie de celebrities en negativo cuyas andanzas seguía la prensa. Los tabloides de Rupert Murdoch a ambos lados del Atlántico eran muy dados a construir esas narrativas. Una de ellas fue Linda Taylor, una mujer birracial de Alabama nacida en 1926 con graves problemas mentales que pasó a ser una figura conocida en todo Estados Unidos en 1974, cuando 11.000 periódicos locales (sí, había tantos) publicaron un artículo detallando cómo cometía fraude al acumular cheques de los servicios sociales. Reagan, que se refirió a las personas como Linda como “un cáncer que se come nuestros órganos”, se aferró a su historia para desacreditar el Estado de bienestar. Cuando se presentó a la presidencia, en 1980, habló decenas de veces en sus mítines y entrevistas de la “mujer de Chicago”, a la que convirtió en un monstruo.

El tabloide británico The Sun ha tenido siempre sus welfare queens favoritas. Entre ellas, Marie Buchan, una mujer de Birmingham a la que apodaban Octomum porque tiene ocho hijos de distintos padres. Entre 2016 y 2017 publicaron decenas de noticias sobre ella, desde su operación de aumento de pecho por 4.500 libras (5.400 euros) al hecho de que supuestamente había dejado un trabajo parcial de 16 horas a la semana porque le resultaba agotador y prefería vivir del paro.

Estudiosos del Estado de bienestar, como el sociólogo danés Christian Albrekt Larsen y autores como Josh Levin, que en 2019 dedicó un libro a la historia real de Linda Taylor, han contado bien cómo la construcción de esta figura, la reina del subsidio, permitía hacer un cóctel clasista, racista (por supuesto, los ocho hijos de Marie Buchan tienen distintos tonos de piel) y machista que resultó muy efectivo para apuntalar constructos neoliberales, como que el Estado quita impuestos a los trabajadores honrados para sostener a un montón de indeseables. Peor aún si son vagas y promiscuas.

Al economista hispanobritánico Roy Cobby, doctorando en el King’s College de Londres, le parece que hay una buena comparación histórica entre la welfare queen y el vago de Netflix. Según Cobby, en los años ochenta, cuando arreció ese estereotipo, fue cuando “se depositó la responsabilidad de encontrar empleo en el desempleado y los subsidios empiezan a identificar los subsidios como desincentivos para encontrarlo. Todo esto explica el discurso de los tabloides respecto a una clase baja perezosa”.

Cobby también entiende que el hecho de que las generaciones más jóvenes “estén descubriendo la sindicación y la capacidad de negociación”, en un nuevo auge del laborismo transnacional, estaría alimentando este otro tópico a modo de reacción. “Con esos clichés de la adicción a Netflix, las redes sociales y la pereza, se desacreditan las demandas de una población que se enfrenta a una economía mucho más excluyente que la que afrontaron generaciones anteriores”, concluye.

La idea de detectar pobres “poco laboriosos” existe desde los albores del capitalismo, desde el siglo ­XVIII, apunta César Rendueles, autor de Contra la igualdad de oportunidades (Seix Barral). “Pero en los últimos años ese mecanismo está siendo empleado ampliamente por la extrema derecha, para diferenciar entre buenas y malas víctimas de la crisis, es decir, para enfrentar a unas víctimas con otras”.

Si el vago de Netflix no existe, ¿por qué todos esos empresarios que aparecen en los medios no logran cubrir sus vacantes? La respuesta adecuada requeriría muchas páginas y análisis multifactoriales, pero el economista Marcel Jansen apunta a los desajustes derivados de una situación históricamente única, haber parado la economía y haberla reactivado a trompicones; a las malas condiciones laborales en sectores como la hostelería, que habrían hecho a muchos trabajadores reconsiderar sus sacrificios, y al famoso pay them more del presidente estadounidense, Joe Biden. Cuando Biden dijo eso, con toda la intención de que se convirtiese en un eslogan, estaba aludiendo a los llamados working poor, los millones de personas que siguen bajo el umbral de la pobreza a pesar de tener un empleo o varios.

Aunque Jansen no cree que haya un número significativo de personas que estuvieran empleadas y ahora cobren el ingreso mínimo vital por elección (la diferencia de ingresos es demasiado grande), sí pide que se pueda recibir la prestación y trabajar a la vez.

Hay una última pregunta, más provocadora, que cabe hacerse: ¿Y qué, si existe el vago de Netflix?, ¿sería tan grave? El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, está viviendo un momento de enorme popularidad intelectual en esta crisis, que ha obligado a muchas personas en Occidente a replantearse qué están haciendo con su escaso tiempo en un planeta en llamas. Rendueles cree que es un fenómeno aún demasiado marginal, porque nuestra identidad sigue demasiado cosida a lo que hacemos para ganar dinero, pero que, con los datos de La Gran Renuncia en mano, sí hay “cada vez más gente que ve el trabajo asalariado desde un punto de vista puramente instrumental, como una fuente de ingresos a la que se debe dedicar el menor tiempo de vida y energía posibles”. Y eso también lo habría engendrado el sistema: “Desde hace 40 años las empresas han roto el contrato social fordista que ofrecía a los trabajadores seguridad a cambio de disciplina y compromiso laboral, y ahora se asombran de no tener disciplina ni compromiso”. La gente, lo dicen cada mañana en la tele, no quiere trabajar.

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