Alexander Dugin, el pensador que inspira a Putin

El filósofo nacionalista proporciona al presidente ruso, Vladímir Putin, la envoltura doctrinal para el soberanismo imperial y actualmente imperante en las relaciones de Moscú con los países vecinos

El filósofo Alexander Dugin en Moscú en una imagen de 2016.Francesca Ebel (AP)

El 4 de febrero, con el cierre de un acuerdo de gran trascendencia, el encuentro entre Vladímir Putin y Xi Jinping marcó el comienzo de un nuevo orden internacional. La divulgación de la buena nueva corrió inmediatamente a cargo del filósofo nacionalista ruso Alexander Dugin, que anunció al día siguiente el hundimiento del “liberalismo ...

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El 4 de febrero, con el cierre de un acuerdo de gran trascendencia, el encuentro entre Vladímir Putin y Xi Jinping marcó el comienzo de un nuevo orden internacional. La divulgación de la buena nueva corrió inmediatamente a cargo del filósofo nacionalista ruso Alexander Dugin, que anunció al día siguiente el hundimiento del “liberalismo global y de la hegemonía occidental”, vencidos por el bloque emergente del “gran espacio chino y del proyecto euroasiático”, en la actual “guerra de civilizaciones”.

La apariencia del acuerdo entre Putin y Xi es pluralista, ya que invoca el principio de “multipolaridad”, la diversidad de focos de poder a escala mundial frente al “unipolarismo” de la hegemonía norteamericana, pero en realidad la alianza chino-rusa configura un nuevo centro de poder mundial, surgido precisamente para enfrentarse al caduco hegemon, Estados Unidos. Encarna una nueva bipolaridad, tanto por el apoyo mutuo a las respectivas orientaciones expansionistas (Taiwán, implícitamente Ucrania) como por diseñar una alianza estratégica entre la Unión Económica Euroasiática, propugnada por Putin, y la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda, proyectada a escala global, de Xi. Del enlace de las dos autocracias saldría nada menos, dicen Putin y Xi, que el establecimiento de la democracia, eso sí, con los rasgos propios de cada nación.

Aparentemente, el fundamento de la estrategia de Putin sería el arsenal ideológico que culmina con el interminable giro sobre sí mismo de la obra de Alexander Dugin. En el límite, ambos convergen: Putin se alimenta de Dugin y luego este dota de argumento a las propuestas de Putin.

El concepto central para Dugin es hoy el de mundo multipolar, encargado de enfrentarse con “la hegemonía espiritual de Occidente”, desechando la democracia, el liberalismo, el parlamentarismo, los derechos humanos, el individualismo. Pero no todo Estado puede, desde su soberanía, afrontar el reto. Llega el truco: serán necesarias coaliciones de Estados y, respecto del país aislado, “un polo debe estar situado en otro lugar”. Los centros estratégicos desde los cuales construir el mundo multipolar son las civilizaciones, situadas entre ellas en diálogo o conflicto (guerra).

La consideración de la OTAN como antirrusa nos trae a lo concreto. Asentada sobre su identidad, Rusia es portadora de una civilización, capaz de ejercer su soberanía y de proyectarse sobre Eurasia (de ahí la atracción de Putin sobre Salvini y Le Pen, soberanistas europeos). Cierra el círculo la superioridad moral sobre Occidente, fruto de sus tradiciones religiosas.

La construcción doctrinal de Alexander Dugin proporciona la envoltura a Putin. En su libro pionero, Rusia. El misterio de Eurasia, deudor de Lev Gumilev y teñido de una mística turánica próxima al turco Erdogan —el turanismo nació en Turquía—, diseña el marco geopolítico de la grandeza de la Santa Rusia, hábil cortina del actual imperialismo. Y signo de la “asiaticidad” que esgrimió Stalin contra el europeísmo de Lenin. Más tarde trazará la visión histórica, partiendo de la Rusia de Kiev (útil para el presente), hasta la expansión de los zares, impregnada de los valores tradicionales de ese “pueblo ruso, pueblo ortodoxo”, que tras la contradictoria fase comunista, puede consumarse con Putin. Lo esperaba desde 1990, con acentos de Carl Schmitt: la élite espiritual, tras acabar con la Bestia Roja, rehará al país “al borde del abismo”. En ese momento, la influencia central será el neofascista Julius Evola, al que luego sustituirá la reacción mejor amueblada del filósofo francés Alain de Benoist. Siempre extrema derecha y nacionalismo radical, soberanismo. Hasta acabar en Heidegger.

Dos hombres próximos a Gorbachov acuñaron las bases de Dugin. El reformista Ambarzumov introdujo el concepto de “el extranjero próximo”, el entorno independiente al disolverse la URSS, sobre el cual Rusia debería conservar la tutela. Más que ideas, en Transnistria para Moldavia y en Abjacia para Georgia. Y sobre todo el expremier Yevgueni Primakov, cuya estatua se erige hoy frente al Ministerio de Asuntos Exteriores en Moscú, creador del concepto de “multipolaridad”. Serviría de antídoto frente a la unipolaridad, el monopolio de poder americano a escala mundial. Lo esgrimirá Putin en su discurso de ruptura de 2007, pronunciado en la Conferencia de Seguridad de Múnich, apoyándose entonces en la emergencia económica de países exteriores a Estados Unidos. Ahora, sobre esa plataforma, elabora su proyecto de poder.

Tales ideas, reunidas en un patchwork por Dugin, son la vestimenta de un ideario de trazos más simples. Vladímir Putin, oficial de la KGB en Alemania, ve el fin de la URSS como una catástrofe, y dedicará su vida política, desde su acceso al poder en 2000, a repararlo. Con prudencia y determinación. Primero, reconquista Chechenia, sin retar al enemigo que es siempre el binomio USA-OTAN. Desde el discurso-manifiesto de 2007, aun proclamando que solo la ONU puede autorizar el uso de la fuerza entre Estados, emprende acciones de recuperación territorial, en Georgia, primero, luego la costa de Ucrania. Exhibe su oposición, no solo al poder, sino a los valores occidentales, y cada vez más se centra en la grandeza histórica de Rusia. La revisión del estalinismo, posible desde 1991, con la apertura parcial de los archivos, será anulada paso a paso, hasta que sea prohibida la emblemática Asociación Memorial, que desde su fundación por Andréi Sájarov en 1989 se había entregado a ello.

No se trata de restaurar formalmente la URSS, sino de constituir a Rusia como centro político, cultural y militar de los países desgajados. Con miras a su agregación. Las intervenciones militares en Bielorrusia y Kazajistán prueban su utilidad para los tiranos locales. Por eso es Lukashenko quien nos informa sobre el objetivo actual de Putin: la Unión de Estados, con Bielorrusia y Ucrania, integrando sus instituciones en las rusas. Sabemos que para Putin la condición rusa de Ucrania es irrenunciable. En un círculo sucesivo de tutela, los países del Tratado de Seguridad Colectiva (CSTO), encabezados por Kazajistán y Armenia, domesticada esta tras experimentar en la guerra de Nagorno Karabaj el coste del europeísmo de su presiente, al perder la protección rusa. Putin lo explicó con la fábula del oso imperante en la taiga siberiana, quien nunca permitirá que otro entre en su territorio.

El repliegue sobre los supuestos valores tradicionales, en fin, no es nada nuevo en la historia rusa. El fogonazo de un reformismo de raíz ilustrada fue lógicamente sofocado, no solo por los zares, sino por una aristocracia asentada sobre el trabajo de los siervos. Al crítico ilustrado Radishchev le sucedió con éxito el historiador Karamzín, inspirador de una visión de Rusia donde la desgracia del pueblo se ve compensada por su grandeza espiritual. Antieuropeísmo, que llegará desde Rusia y Europa, de Danilevski a Solyenitsin al afirmar que ningún ruso debiera confiar en Occidente. En las óperas del populista Mussorgski, el arcaísmo de los “viejos creyentes” —presentes en Dugin— es ensalzado frente a los malvados jesuitas latinos. El nuevo fogonazo de 1990 fue sofocado por el desplome económico. Vuelta al pasado. Una encuesta fiable de 1994 daba un 80% favorable a la resurrección de la URSS, al orgullo de ser ruso y al regreso a valores y tradiciones propias. Frente al parlamentarismo, un 63% prefería un poder fuerte, personalizado. Lo tienen.

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