Emmanuel Carrère se asoma al infierno yihadista: crónicas de un escritor desde el juicio por los atentados de París
El autor de ‘El adversario’ narra las sesiones del Palacio de Justicia sobre el ataque terrorista más grave en la historia de Francia. EL PAÍS publicará sus escritos durante los próximos meses. A continuación, las primeras entregas
2 de septiembre de 2021. El Premio Princesa de Asturias de las Letras presenta su serie sobre el juicio por el ataque yihadista del 13-N de 2015 en París. Aquí explica qué le mueve a embarcarse en esta misión
A finales de julio se supo que el juicio no durará seis meses, sino al menos nueve. El desarrollo no cambia; varía el tiempo que se concede a las partes civiles. Son alrededor de 1.800, entre supervivie...
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Capítulo 1
Será una travesía muy muy larga
2 de septiembre de 2021. El Premio Princesa de Asturias de las Letras presenta su serie sobre el juicio por el ataque yihadista del 13-N de 2015 en París. Aquí explica qué le mueve a embarcarse en esta misión
A finales de julio se supo que el juicio no durará seis meses, sino al menos nueve. El desarrollo no cambia; varía el tiempo que se concede a las partes civiles. Son alrededor de 1.800, entre supervivientes y parientes. No se sabe todavía cuántos testificarán. Hasta el último minuto podrán agregarse o renunciar algunos. Por término medio se les asigna una media hora a cada uno, pero ¿qué magistrado se atreverá a decir “su turno de palabra ha concluido” a quien rebusque en el léxico con que narrar el infierno del Bataclan? La media hora será quizá una hora, los seis meses se están convirtiendo en un año, yo no debo de ser el único que hoy se pregunta por qué me dispongo a pasar un año de mi vida encerrado en una sala de audiencia gigantesca, con una mascarilla en la cara, para escuchar a los que hablen de las víctimas y callen de los verdugos, desde las 12.30 hasta las 20.00, y a levantarme al amanecer para pasar a limpio mis notas de la víspera antes de que sean ilegibles, lo que claramente significa no pensar en nada más y no tener más vida durante un año.
¿Por qué? ¿Por qué imponerme este cometido? ¿Por qué haber propuesto a mis amigos de L’Obs esta crónica de largo recorrido? Haría mi trabajo, por supuesto, si yo fuese abogado, o cualquier otro actor en el gran mecanismo de la justicia. E igualmente si fuera periodista. Pero soy un escritor a quien nadie ha pedido nada, un escritor que, como los lacanianos dicen del psicoanálisis, solo se remite a él mismo y a su deseo, y estoy obligado a interrogarme sobre este último. No me dañaron personalmente los atentados, no los sufrió ninguno de mis allegados. En cambio, me interesa esa misteriosa actividad humana que consiste en impartir justicia.
Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locura? Este juicio es una manera de escrutarloEmmanuel Carrère
He descrito en un libro el impresionante ceremonial de un tribunal penal, y en otro el oscuro trabajo de un tribunal civil. El juicio que se inicia el 8 de septiembre no será, como se dice a veces, el Núremberg del terrorismo; en Núremberg se juzgó a altos dignatarios nazis, aquí se juzgará a pequeños maleantes adoctrinados, no a quienes los adoctrinaron, pero será también un gran acontecimiento, algo inédito que deberá encontrar poco a poco sus reglas y su dramaturgia. Quiero presenciarlo: es un primer motivo.
Otro es que, sin ser especialista del islam, y menos aún un arabista, me interesan también las religiones, sus mutaciones patológicas, y este interrogante: ¿dónde empieza la patología? Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locura? Lo sucedido en 2015 se explica en un contexto como el de Siria, el del absurdo califato empavesado entre 2014 y 2019 por la bandera negra del Estado Islámico, y aquello nos parece ya lejano, como si la pandemia y la catástrofe ecológica hubiesen devuelto al mundo anterior a esas barbaries arcaicas y artesanales, pero escribo esto cuando los talibanes han reconquistado Afganistán y no existe ninguna posibilidad de que hayamos erradicado ese rostro aterrador del islam. Este juicio es una manera de escrutarlo: mi segundo motivo.
Pero la razón esencial, la que comparte todo el mundo más allá de la fascinación personal por la justicia y el hecho religioso, no es esa. Es que centenares de seres humanos que tienen en común haber vivido aquella noche del 13 de noviembre de 2015, haber sobrevivido a ella o haber sobrevivido a quienes amaban, van a comparecer ante nosotros y a tomar la palabra. Oiremos la verdad. Tendremos el corazón en un puño. Vamos a estar día tras día encerrados en esta caja de abeto blanco donde se sentirán y se expresarán experiencias extremas de muerte y de vida, y será una travesía muy muy larga, y pienso que entre el día en que entremos en ese recinto y el día aún lejano, aún sin fecha, en que salgamos de él, algo en nosotros, actores e incluso testigos, se habrá movido, habrá cambiado. No sé qué, pero estoy aquí para saberlo.
Capítulo 2
Una cuestión de nombres
7 de septiembre. Emmanuel Carrère explora el auto de procesamiento y los patronímicos utilizados por los yihadistas
24 de enero de 2016, la cadena Al-Hayat Media Center, órgano de propaganda oficial del Estado Islámico, difundió un vídeo de 17 minutos glorificando a quienes denomina “los nueve leones del califato”. Los filmaron en el verano de 2015 en un paisaje pedregoso, probablemente sirio. Así que están vivos. Orgullosamente, cinco de ellos decapitan a cuchillo a unos prisioneros. Otros tres abaten a presos con un fusil de asalto. Su jefe, Abdelhamid Abaaoud, anuncia y reivindica de antemano un gran atentado en Europa. Unos meses más tarde, los nueve van a París a matar a 130 personas antes de que los maten o de matarse ellos mismos.
De hecho deberían haber sido 10. Falta uno. No aparece en el vídeo, no figura en las filas de los leones del califato. A falta de los demás, él será central en el juicio: es Salah Abdeslam.
Salah Abdeslam tenía que matar y asimismo debían matarle. En el último minuto tuvo miedo o no funcionó su cinturón de explosivosEmmanuel Carrère
El auto de procesamiento es una especie de resumen, en 348 páginas, del millón de páginas que contiene la instrucción del sumario. Aunque en teoría no es realmente accesible a los periodistas, sí lo es en la práctica. Es un documento muy denso, muy rico en informaciones, que he estado desmenuzando durante una gran parte del verano. Largas reseñas detallan la personalidad y los actos de cada uno de los 14 acusados que comparecerán a partir del 8 de septiembre (otros 6 serán juzgados por contumacia). Estos 14 tienen en común que no han muerto, pero también debemos recordar que no han matado. Los nueve que mataron están todos muertos. Por tanto, la acción de la justicia se ha extinguido para ellos; aun así, tienen que soportar que sus biografías figuren en el auto. Al examinarlas, tanto las de los vivos como las de los muertos, me intriga un detalle. Una cuestión de nombres.
Los soldados de la yihad adoptan, o les asignan, nombres de guerra que se llaman kunya. El nombre empieza por “Abu”, que quiere decir padre, y termina por “al” y algo), según el origen o alguna virtud de quien lo ostenta. Por ejemplo, Abu Bakr al Bagdadi, el jefe del Estado Islámico, se llamaba así porque era oriundo de Bagdad, y asimismo porque Abu Bakr fue el primer compañero del Profeta y después el primero de los califas llamados “bien guiados” que le sucedieron. De acuerdo con este modelo prestigioso, un joven ciberyihadista de Caen, de nombre y apellido francés de pura cepa, pudo autobautizarse Abu Siyad al Normandy. Cuatro de los nueve miembros de los comandos del 13 de noviembre, y Abaaoud entre ellos, eran belgas: de ahí que se hicieran llamar Al Belgiki. Tres eran franceses: Al Faransi. Dos iraquíes: Al Iraki.
Si dejamos aparte a los 14 que van a ser juzgados, surge la sorpresa de que ya no hay ninguno de esos nombres de guerra. Algunos tienen apodos, lo que es totalmente distinto. Por ejemplo, Ahmed Dahmani, llamado Gégé o Prothèse (Prótesis). Por ejemplo, de Mohamed Abrini, llamado Brioche, no se sabe muy bien si es por su corpulencia o porque trabajó brevemente en una panadería antes de dedicarse a perforar cajas de caudales, lo que le valió su otro sobrenombre [por una marca de cajas fuertes]: Brink’s.
¿En qué momento unos se otorgaron o recibieron estos nombres de paladines de la yihad que para ellos debían de conferirles tan gran valía? ¿En qué momento los otros renunciaron prudentemente a reivindicarlos? ¿Estaba claro, era explícito, que obtenían a costa de su vida el derecho a adoptarlos? ¿Y qué pensar del único que se quedó, irresuelto, en la frontera de los dos grupos? A diferencia de los comparsas que le rodearán en el banquillo, no cabe duda de que Salah Abdeslam formaba parte del comando. Tenía que matar y asimismo debían matarle. Salvo que en el último minuto tuvo miedo o no funcionó su cinturón de explosivos: solo lo sabremos si habla y es poco probable que hable. Lo que sabemos, en cambio, es que él también tiene un alias, pero truncado: Abu Abderrahman a secas. Sin partícula, sin un título de nobleza asesina: “Abu Abderrahman al Nada”.
No estaba previsto que matasen los demás, los que solo cuentan con sus pobres nombres de todos los días, y me figuro que sus abogados intentarán explicar que no sabían muy bien lo que hacían, en qué participaban alquilando vehículos, comprando bidones de líquido para el mantenimiento de piscinas que sirven para fabricar bombas o yendo a rescatar a sangre y fuego, la noche del 13 de noviembre, a su amigo Salah porque decía que estaba en apuros. Seguro que repetirán lo que repitió continuamente Jawad Bendaoud, el mercader de camas calientes de Saint-Denis en cuya casa descubrieron y abatieron a Abaaoud unos días más tarde: “Me pidieron que prestara un servicio y yo presté el servicio”. La frase ha circulado por las redes sociales, un chisme graciosillo en aquellos días terribles, y apodaron al acogedor posadero Century 21 [la franquicia inmobiliaria].
De todos los acusados, Salah Abdeslam es el único que tendría que haber matado. Es lo que merece nuestra atención, así como las impresionantes condiciones carcelarias de las que tanto se ha hablado: aislamiento total, su celda flanqueada de otras celdas vacías para formar un tapón, cámaras las 24 horas. No se teme tanto que se fugue como que se suicide y prive así al juicio de su protagonista. Un protagonista enteco: su abogado belga, Sven Mary, ha causado sensación diciendo que el nivel mental de su cliente era el de “un cenicero vacío”. Un argumento de la defensa. El acusado es demasiado cretino para que le hagan mucho caso. Cenicero vacío o no, cabe pensar que este juicio concierne a algo muy distinto que Salah Abdeslam, y que analizar su psicología es concederle un honor excesivo.
Alguien, sin embargo, no lo pensó. Su enfoque es extraño. Es una mujer llamada Etty Mansour, que no fue víctima de los atentados —ni ella ni nadie de sus familiares— pero que estaba embarazada, dio a luz unos días más tarde y de esta coincidencia a priori poco significativa extrajo la oscura certeza de que le incumbía comprender algo de lo que acababa de ocurrir. Sin ser periodista, sin otro patrocinio que ella misma, sin hablar de ello a sus allegados, fue a investigar a Molenbeek, el barrio de Bruselas de donde procede una buena parte de los yihadistas europeos y en particular todos los Al Belgiki del comando. Para investigar en Molenbeek, investigar sobre Salah Abdeslam, hacen falta ganas. Nadie habla, las puertas se cierran en el acto. No es solo difícil, sino peligroso. Cualquiera desiste. Etty Mansour se empecinó. Ha pasado cuatro años en Molenbeek, hablado con educadores, imames, ediles, y luego, poco a poco, se ha aproximado en círculos concéntricos a vecinos, condiscípulos, y hasta a la novia de Salah, que, tal como ella la describe, es guapa, inteligente, seria, devastada, que pudo amar a un chico inmaduro, parrandero, envidioso, manipulador, carcomido por el resentimiento, sí, pero no un cenicero vacío. Nadie lo es.
En cuanto a mí, yo no he pasado cuatro años en Molenbeek, sino los cuatro últimos meses —mucho más fácil— devorando libros con el fin de prepararme para el juicio. Podría recomendar muchos, entre tantos otros: los reportajes de David Thomson (Les français jihadistes —los yihadistas franceses—, Les revenants —los retornados—), el ensayo de Marc Weitzmann (Un temps pour haïr —un tiempo para odiar—).
En la víspera de la primera audiencia, en el momento en que Salah Abdeslam y los otros 13 entren bajo nuestra mirada en la sala, el complejo e impactante retrato de Etty Mansour (Convoyeur de la mort —transportista de la muerte—, de Éditions des Équateurs, no publicado en español) me recordará que los que seguimos este juicio no hemos venido a juzgar, que es la tarea de los jueces, sino a comprender o al menos a intentarlo. Nuestro primer ministro de entonces, Manuel Valls, defendió la posición opuesta con estas palabras de indignación: “Explicar es ya disculpar”. Yo no lo creo.
Capítulo 3
¿Defensa de ruptura?
13 de septiembre. En la primera semana del juicio, Carrère se interroga sobre el concepto de víctima
1. El retorno
Más vale saberlo: esta crónica, que aparece el jueves en L’Obs y la noche del lunes en su web, debe entregarse la mañana del lunes. Esto quiere decir que habrá siempre retraso con respecto al desarrollo del juicio. Otros periodistas que trabajan para medios de comunicación más rápidos lo comentan prácticamente cada hora. Es lo que hacen, para la web de L’Obs, Violette Lazard y Mathieu Delahousse, mis compañeros de equipo: esperamos dar abasto. Para los lectores de estas líneas, los tres primeros días, el miércoles, el jueves y el viernes pasado, están ya lejos, para mí que las escribo siguen siendo muy próximos. Muy próxima es esta atmósfera de retorno escolar, a la vez emocionante e inquietante. Somos unos centenares los que cruzamos por primera vez estos detectores de seguridad que franquearemos todos los días durante nueve meses. Hay muchas probabilidades de que a ese policía al que saludamos le demos los buenos días a menudo. Van a hacerse familiares las caras de estas partes civiles con su identificador de cordón verde o rojo, en función de si acceden o no a hablar con la prensa, de esos abogados con su cordón negro, de esos periodistas con el suyo anaranjado. En el transcurso del año algunos van a hacerse amigos: el grupito de gente con el que vamos a hacer la travesía, intercambiar notas e impresiones, turnarnos cuando la jornada sea demasiado larga e ir, a hora tardía, a tomar un trago en la brasserie Les Deux Palais cuando haya sido excesivamente fatigosa. Este compañerismo en torno a sucesos horribles hace de la prensa judicial una corporación unida y cordial en la que abundan fuertes personalidades con las que ya me he codeado un poco y a las que me alegra volver a ver. La pregunta que nos hacemos todos: ¿vas a venir todo el tiempo? ¿A menudo? ¿Cómo te organizas en el resto de la vida? ¿La familia? ¿Los hijos? Sabemos ya que algunos solo vendrán de vez en cuando, los días previsiblemente más intensos. Otros han prometido venir todos los días, vivir los tiempos muertos y los tiempos agudos. Yo soy uno de ellos. ¿Aguantaré el desafío?
2. Víctimas de rebote, testigos desafortunados
Están aquí muchas partes civiles: víctimas y parientes cuyas audiciones empezarán a finales de septiembre. Por el momento vemos sobre todo a sus abogados. Nubes de togas negras, atareadas, cada uno viene a su vez a inscribir a sus clientes. Hay 1.800 partes civiles ya inscritas, este llamamiento que les concierne es una formalidad. Pero enseguida comienzan a constituirse nuevas partes civiles, posibles hasta el último minuto. Hay que decidir si su petición es admisible. En algunos casos no hay duda. En otros es más discutible. Está el señor que se considera víctima porque estaba en el estadio de Francia. “¿En el interior o en el exterior del estadio?”, pregunta el presidente, Jean-Louis Périès. “En el interior”, reconoce el hombre, con desgana. Pero dentro del estadio no sucedió nada. Es cierto que los terroristas deberían haber entrado para explotar sus cinturones de explosivos, pero no lo hicieron y no se puede considerar víctimas de una tentativa de asesinato a los 80.000 espectadores del partido Francia-Alemania. Tampoco a las personas que residen en las calles vecinas a Bataclan, que vieron muertos o moribundos en las aceras y que todavía hoy tienen pesadillas. Con delicadeza y firmeza, los fiscales Camille Hennetier y Nicolas Braconnay admiten que las pesadillas son reales, así como esas bajas por enfermedad y esos traumatismos. No dicen si es a causa de eso que toda Francia quedó traumatizada, pero les recuerdan que la jurisprudencia distingue a la “auténtica víctima” de la “víctima de rebote” o el “testigo desafortunado”. Lo que no les recuerdan es que no hay más que un paso entre la mezcla de espanto retrospectivo y el vago orgullo de quienes podrían haber sido víctimas, igual que hay quienes se jactarán toda su vida de haber perdido por los pelos un avión que se estrelló, y los puros fantaseos de las falsas víctimas. Porque las hay, hay incluso muchas, como la mujer cuya patética historia ha contado el periodista Alexandre Kauffmann en un libro titulado La mythomane du Bataclan (La mitómana de Bataclan, Éditions Goutte d’Or). Más aún que la codicia, fueron la soledad y la aflicción las que la impulsaron a irrumpir en el círculo a su entender encantado de las víctimas, hasta el punto de lograr que la contratasen como administradora de la página web de la asociación Life for Paris. En ella se mostró singularmente abnegada. Arthur Dénouveaux, el presidente de la asociación, la denunció cuando la desenmascararon, pero lo hizo con una punzada de pesar porque la apreciaba y, dijo, porque ella había encontrado en este grupo de supervivientes a los primeros amigos verdaderos de su vida. Como epígrafe del libro, esta frase de Christine Villemin: “Se diría que la gente tiene envidia de la desgracia que nos sucede”.
3. Abdeslam habla
Estábamos seguros de que no hablaría y hasta el momento no ha hecho otra cosa: tres intervenciones en tres días. Con la cara comida por la mascarilla y la barba debajo de ella, ha empezado recitando la shahada, que es el sobrio y grandioso credo del islam: “Declaro que no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”. Luego, cuando le preguntaron cuál era su profesión, respondió que era un combatiente del Estado Islámico. El presidente, con la mirada puesta en sus notas, comentó plácidamente: “Ya veo: ‘interino”. “Trabajador interino”: no pudimos contener la risa. Más tarde, cuando se ha aludido a la palabra de las víctimas, Abdeslam se ha levantado, se ha agitado en el banquillo hasta que le han abierto el micrófono y ha preguntado si también darán la palabra a quienes sufren los bombardeos sobre Irak y Siria. Este argumento es el de la defensa denominada “de ruptura” que teorizó el abogado penalista Jacques Vergès. De acuerdo, el militar Klaus Barbie torturó en los años cuarenta en Lyon, pero el Ejército francés hizo lo mismo en Argelia y, en consecuencia, cada vez que se hable de la tortura en Lyon la defensa invocará la tortura en Argelia. Es poco probable que Olivia Ronen, la joven abogada de Abdeslam, se arriesgue a utilizar la defensa de ruptura, pero es verdad que sí, que aunque no sea el equivalente de las SS, como Barbie, el Ejército francés torturó en Argelia y que sí, la coalición internacional de la que Francia formaba parte lanzó sobre Irak y Siria bombas que causaron miles de víctimas civiles. Al estudiar el auto de procesamiento, me sorprendió encontrar, en la síntesis de la instrucción del sumario, cuyo rigor todo el mundo alaba con razón, una alusión a las “pretendidas masacres de civiles que los occidentales habrían perpetrado con sus bombardeos”. No soy un especialista y excluyo la cuestión de saber si la muerte de medio millón de niños iraquíes directamente causada por las sanciones norteamericanas “valía la pena”, como dijo en una entrevista memorable la secretaria de Estado Madeleine Albright (“the price is worth it”), pero no es servir a la verdad ni a la justicia llamar “pretendidas masacres de civiles” a matanzas innegables de civiles. Tampoco serviría a la justicia y a la verdad negar que las condiciones de encarcelamiento de Salah Abdeslam son terribles, como dice él y probablemente dirá su abogada. Es su deber decirlo. Es también, sin embargo, exponerse a un correo electrónico como el que recibió Frank Berton, el precedente defensor de Abdeslam, por haber denunciado la videovigilancia de que era objeto su cliente las 24 horas del día: “Letrado: desde la velada en Bataclan, mi nuera también está sometida a videovigilancia en el hospital. Esta situación no la altera, está en un coma profundo. Tampoco altera a mi hijo, que reposa en el cementerio. Respeto su trabajo y sus convicciones, pero existen límites ante las personas que sufren”.
Capítulo 4
Un mundo muy pequeño
20 de septiembre. Continúa el relato del escritor, que en esta semana habla de “la insoportable banda sonora del crimen”
1. Un minuto, nueve segundos
Al mismo tiempo que se desarrolla el V-13 [viernes 13] —como todos, magistrados, abogados, periodistas, llaman a este juicio monstruoso en el que estamos embarcados—, otro tribunal penal especial juzga a otro terrorista en una salita del sótano del Palacio de Justicia. A este juicio se le presta poca atención. Sin embargo, Tyler Vilus es un yihadista de mayor envergadura que los 14 acusados juntos del 13-N. Juzgado en 2020, fue condenado a 30 años de cárcel, y si comparece en apelación no es a instancias de su abogado para que le rebajen la condena, sino de la Fiscalía antiterrorista para que se la aumenten. He aprovechado una suspensión de la audiencia para ir a ver y verificar qué ha dicho Isabelle Panou, la jueza de instrucción belga, a lo largo de las cuatro horas de la deposición de Tyler: el yihadismo es un mundo muy pequeño, todos estos tipos se conocen, rastrear el recorrido de Tyler es toparse con Najim Laachraoui, Abdelhamid Abaaoud, Mohamed Abrini, de quien se habla arriba durante toda la sesión.
Esta semana he vuelto a bajar cinco o seis veces. Tyler Vilus es un hombre de 30 años, atlético, de párpados pesados, que irradia un poderío amenazador. Hijo de un evangelista de la isla Guadalupe, del que dice que es un hombre violento, y de una hija de feriantes de Champaña con la que mantiene una relación muy estrecha, la enfermedad marcó su infancia y consagró su adolescencia al hachís y a la pequeña delincuencia. A pesar de que, o debido a que, fue educado en el catolicismo, no mostró el menor interés por la religión hasta el día en que un amigo le enseñó el Corán. Empieza a leerlo distraídamente, continúa, devora el libro entero en tres días. Al cabo de esos tres días todo ha cambiado, su vida a la deriva tiene ahora un sentido. Como él no hace las cosas a medias, no se convirtió al islam bonachón de la mezquita vecina, sino al salafismo yihadista. Justo después se convirtió su madre con la misma intransigencia: de inmediato, el burka. Año 2011: es la Primavera Árabe. Tyler viaja a Túnez, donde ella se reunirá con él. A pesar del momento de exaltación que supuso el ataque a la Embajada norteamericana a los gritos de “¡Obama! ¡Obama! ¡Nosotros somos Osama!”, Túnez es muy blando y entonces el hijo, seguido por su madre, parte a Siria, que es partidaria de la guerra civil y se está convirtiendo en El Dorado de los yihadistas. Allí se aplica literalmente la sharía, de las palabras del Profeta solo se atiende a las belicosas, no a las misericordiosas: en el Corán existen las dos, se puede elegir. La guerra causa estragos entre el ejército libre sirio, última parcela de Al Qaeda y el Estado Islámico, cuyo poder crece. La brújula de Tyler le conduce siempre hacia una mayor violencia: EI, por tanto. Tras unos meses dedicados a “un trabajo particular”, que él describe así a su madre: “Asesinar, capturar gente, cosas típicas de las operaciones especiales”, va a parar al hospital oftalmológico de Alepo, en cuyos sótanos se encuentran apresados los rehenes occidentales y donde se relaciona con Mehdi Nemmouche, “criminal cuya tarea consiste en ‘la limpieza étnica islámica”, según sus propias palabras, y que cometerá en mayo de 2014 el atentado contra el Museo Judío de Bruselas. Por último, de repente a Tyler le nombran, con el seudónimo de Abu Hafs al Faransi (el francés), emir de la brigada de extranjeros, a quienes la mujer de uno de ellos describirá como “un grupo de amigos que tortura, mata y decapita con el buen humor que reina en una colonia de vacaciones”. Su madre contribuye a esta alegría reinante multiplicando los selfis ante un verdadero arsenal y haciéndose llamar Mami Yihad.
De esta época datan algunos vídeos atrozmente célebres: la decapitación del periodista inglés James Foley; el piloto jordano quemado vivo en una jaula; Abaaoud eufórico al volante de su camioneta, que arrastra por el polvo los cuerpos de ocho civiles y rebeldes sirios, y finalmente la ejecución en plena calle, en presencia de mirones y de niños divertidos, de dos rehenes vestidos con un mono anaranjado que parodia los de los presos de Guantánamo. Han mostrado la escena a la audiencia (yo no estaba). Dura un minuto y nueve segundos. Tyler Vilus figura en las imágenes sin que se tenga la certeza de si formaba parte de los asesinos o simplemente pasaba por delante al salir de la mezquita, como explica al presidente en referencia a su sumario, que se sabe de memoria, como si él fuera su propio abogado. Emplea para defenderse, con una sombría desenvoltura, expresiones como “por mi parte” y habla de la “inversión de valores” enunciada en la célebre frase: “Nosotros amamos la muerte como vosotros amáis la vida”. Su nivel intelectual y el nivel de su lenguaje son muy distintos de los de Salah Abdeslam, y muy distinto, obviamente, su puesto en la jerarquía del Estado Islámico, porque los que han combatido en Siria forman una élite a la que no pertenece ninguno de los acusados del 13-N. Cuando Tyler, en julio de 2015, fue detenido en Estambul y trasladado a París, fue una captura muy importante para los servicios de inteligencia franceses. Ellos no sabían que la célula de los futuros atentados del 13 de noviembre había empezado a infiltrarse en Europa aquel verano, pero sí sabían que si individuos como él y Abaaoud volvían era una catástrofe anunciada. Veredicto, el 21 de septiembre.
2. Dos horas, 38 minutos, 47 segundos
Así pues, en el juicio de Tyler Vilnus mostraron un vídeo de una ejecución. Es una elección que también se hizo en el juicio del caso Charlie Hebdo. Los que las vieron no olvidarán jamás el traumatismo de las fotos tomadas en el escenario del crimen. La sala de redacción, los cuerpos. Y luego la videocámara de vigilancia, el vestíbulo, los hermanos Kouachi que irrumpen, uno de ellos vigila mientras el otro mata: un minuto y 49 segundos que muchos preferirían no haber visto. Los policías que aportaron su testimonio en el juicio del 13-N, con el acuerdo sin duda del presidente, optaron por la elección opuesta. Fotos sí, pero de lejos. Planos. El entorno ensangrentado pero vacío del restaurante Carillon. Una letanía de nombres, pero no de cadáveres. En la sala Bataclan, un espectador grababa el concierto con un dictáfono que siguió girando: existe, por tanto, una cinta de audio que, entre la irrupción del comando y el asalto final, dura 2 horas, 38 minutos y 47 segundos. También aquí el tribunal ha optado por el pudor y solo ha permitido que se oigan los 22 primeros segundos. El grupo Eagles of Death Metal toca, los primeros disparos se mezclan con la batería, luego un acople y se corta. Cuando suspenden la audiencia, una chica que estaba en Bataclan me dice lo que ella podía decirme y yo no: “No es suficiente. Si es para darnos una idea de lo que fue, no basta. Apenas es nada”. No lo sé. Dentro de una semana, otras personas que al igual que la chica estaban allí le pondrán palabras a esta situación.
En el juicio del 13-N se decidió lo contrario que en el de ‘Charlie Hebdo’: fotos sí, pero de lejos. PlanosEmmanuel Carrère
Entretanto, tenemos las del investigador que hizo las primeras comprobaciones: Patrick Bourbotte, un policía que ha debido de ver muchas cosas en sus 20 años de carrera en la brigada criminal, pero esto no lo había visto nunca, ignoraba que pudiese existir. Lo que vosotros no habéis oído, ha dicho, las 2 horas, 38 minutos y 25 segundos restantes, lo transcribió un agente, palabra por palabra, ruido por ruido, disparo por disparo, 258 durante los 32 primeros minutos, y como era necesario que, sin escuchar la cinta, oyéramos las palabras de los asesinos, este mismo policía se encarga personalmente. Ha dicho: “Me resulta difícil, pero voy a tener que insertar mi voz en la de los terroristas”. Se le estrangula la voz, después toma una bocanada de aire y empieza a leer, valientemente, distinguiendo bien a los tres hablantes:
“—Podéis culpar a vuestro presidente François Hollande…
—Los soldados del califato están en todas partes. Vamos a golpear en todas partes.
— (Aquí, un disparo) Te había dicho que no te movieras”.
Capítulo 5
La exhibición del sadismo
27 de septiembre. Esta semana Emmanuel Carrère se pregunta si existe algún rasgo específico en el terrorismo yihadista
1. Un fantasma
Así que somos tres, Violette Lazard, Mathieu Delahousse y yo, los que cubrimos el juicio para L’Obs: podemos turnarnos, respirar un poco. La semana pasada aproveché esta libertad para pasar media jornada en el sótano del Palacio de Justicia, en una salita donde juzgaban a un tal Tyler Vilus. Aunque no haya participado en los atentados de París, es un yihadista más importante que los 14 acusados juntos del 13-N. El ambiente era plúmbeo, la amenaza palpable: le han condenado a cadena perpetua. Unos días después, en la misma salita y ante el mismo tribunal, especialmente dedicado a los asuntos de terrorismo, comparece un señor mayor. Traje azul claro, con fular y pañuelo a juego, pelo blanco muy liso, bigote fino, fuerte acento español. Acoge con sencillez a su público desde su banquillo acristalado. O sea, por orden de aparición: un viejo admirador que se parece a Benoît Poelvoorde y al que firma un autógrafo: “Saludos revolucionarios”; dos tíos con un traje estricto y aspecto de banqueros que contra toda apariencia se presentan como “chalecos amarillos”; dos encantadoras señoras de edad, militantes históricas de la causa palestina, y una saca de su especie de bolso, para dárselo a la otra, el panfleto antisemita ¿Pero quién?; un joven golfillo en chándal que tiene apretado contra el pecho el último libro de Éric Zemmour; y, para cerrar el cortejo, monseñor Gaillot, el prelado modernista de quien se hablaba mucho, recuerden, al final del siglo XX. Todos se conocen, el acusado tiene una palabra amable para cada uno.
Al ver que una de las encantadoras viejecitas antisemitas besa a Benoît Poelvoorde, le espeta, jocoso: “¿Así que me pones los cuernos?”. Su abogada, una mujer alta y flaca, de ojos y pelo como de carbón, que resulta que además es su esposa, llega con tres vasos de café en equilibrio inestable: uno para su marido, otro para ella y el tercero para el fiscal, al que se lo ofrece bromeando, ella también: “¡Intento de corrupción!”. El fiscal sonríe, están entre antiguos camaradas. Él es la tercera vez que le imputa como acusado, ella ya le ha defendido siete veces. Lo que se dirime en el juicio es la duración de la pena a que se expone por el atentado contra el Publicis Drugstore (1974, 2 muertos, 34 heridos), y esta cuestión es nula, meramente procedimental, pues hace mucho tiempo, y por otros muchos delitos, que está condenado a cadena perpetua. Lleva 27 años en la cárcel, terminará allí sus días, esta vez es simplemente la última, no cabe ya apelación ni recurso posibles, es la despedida de la escena de Ilich Ramírez Sánchez, alias Chacal, alias Carlos. No es una broma: a unos tramos de peldaños del 13-N, y sin suscitar más interés que el del club de sus admiradores, juzgaban a Carlos. Al legendario terrorista de los años setenta. El fiscal no pudo evitar la comparación con lo que ocurría en el piso de arriba. Recordó que Carlos había cometido los primeros atentados a ciegas en suelo francés, y además atentados sangrientos, “salvando las distancias”, y esta última expresión es la que emplea el personal de la administración penitenciaria que, desde que se relacionan con los “salaf”, piensan que los corsos y los vascos eran los buenos tiempos. Cuando Me Coutant-Peyre —es decir, su esposa— ha pronunciado su alegato, era como si estuviese montada en una bicicleta estática, contaba anécdotas, recuerdos personales, él la interrumpía, ella le decía: “Si usted sabe mejor que yo lo que hay que decir, pues hable en mi lugar”, él se sentaba refunfuñando. Esta escena increíblemente extraña era de comedia. La presencié con una amiga abogada, no nos privamos de reír para nuestros adentros. No nos habríamos reído si hubiese estado en la sala junto a aquellos payasos pintorescos y ante aquel fantasma, con su pantalón de pata de elefante, de un terrorismo de otra época, una mujer en silla de ruedas que era una niña en 1974, cuando sus padres la llevaron a tomar un helado en el Drugstore y cuya vida quedó aquel día destrozada para siempre.
2. Gran fractura facial
La mañana del 14 de noviembre confundieron a dos víctimas en la morgue. Los padres de una de ellas creían que su hija había muerto pero estaba viva, y los de la otra concibieron la loca esperanza de que la suya estuviese viva cuando en realidad había muerto. El director del depósito se justifica: no habíamos visto nunca nada semejante, la llegada en unas horas de “123 cuerpos enteros y 17 cuerpos fragmentados”. “Diecisiete cuerpos fragmentados”: es la clase de cosas que oyen, día tras día, las partes civiles del 13-N. Para algunos, esos fragmentos son los de su hijo o su hija, los del hombre y la mujer que amaban. Otras palabras que tienen que aprender: laceración, desmembramiento, policriblaje mediante tuercas. Zona de dispersión: quiere decir que se encuentran restos humanos hasta a 50 metros del epicentro de una explosión. “Caminamos en medio de cuerpos embarullados, entremezclados, superpuestos, no sé qué palabra emplear”, refiere el investigador que hizo las primeras comprobaciones en la sala Bataclan. “Pisamos charcos de sangre, aplastamos pedazos de dientes y huesos, hay teléfonos que suenan, las familias que llaman. Cuando empezamos a evacuar los cadáveres, estaban hasta tal punto impregnados de sangre, pesaban tanto, que tuvimos que transportarlos entre tres. Mi obsesión era pasar al lado de una víctima que se había escondido en una ratonera y había muerto sin que la localizasen. Varios días después, todavía encontramos una pierna”.
“Lo que sentí no lo sé. Solo puedo decirle que había 30 orificios en una víctima, 22 en otra, 14 en una tercera”Investigador que acudió al bistró La Belle Équipe
Al investigador que hizo lo mismo en el bistró La Belle Équipe, un abogado de la parte civil le preguntó extrañamente qué “sintió” ante aquella matanza. “Lo que sentí no lo sé. Solo puedo decirle que había 30 orificios en una víctima, 22 en otra, 14 en una tercera”. Y a continuación: “Debe usted comprender que los disparos con un calibre de 7,62 milímetros no son iguales que los de 9 milímetros. Este último produce orificios de entrada y de salida; con el de 7,62 tenemos heridas muy destructivas, con cráneos explosionados y grandes fracturas faciales”. Una cosa más que habrán aprendido los familiares de las víctimas: en lenguaje forense, un rostro arrancado, irreconocible, se llama una “gran fractura facial”.
3. Propaganda
Han mostrado el vídeo de autoría difundido por el Estado Islámico después de los atentados. Expurgado, pero aun así su atrocidad te deja atónito. Filmado, montado, sonorizado como un éxito de taquilla de Hollywood o un videojuego, es una serie de decapitaciones perpetradas por los futuros kamikazes de París que no solo decapitan, sino que al hacerlo algunos se parten de risa. Es propaganda.
Han mostrado el vídeo de autoría difundido por el Estado Islámico después de los atentados. (…) La propaganda normalmente oculta el horror; aquí lo exhibe
Quizá me equivoque, pero me parece que esta propaganda es absolutamente inédita. Por espantoso que sea lo que encubre, la propaganda presenta habitualmente el rostro de la virtud. Desfiles, jóvenes de mirada clara que se encaminan hacia un porvenir radiante. La propaganda nazi no mostraba Auschwitz, la estalinista no mostraba el Gulag, la de los jemeres rojos no mostraba el centro de torturas S.21. La propaganda normalmente oculta el horror; aquí lo exhibe. El EI no dice: “Es la guerra, tenemos el triste deber de cometer atrocidades para que el bien triunfe”. No; reivindica el sadismo. Para convertir, cuenta con el sadismo, con su exhibición, la autorización de ser sádico.
Antes de desembocar en la calle Charonne, el Seat del trío que iba a ametrallar las terrazas paró en el semáforo, a la altura de los transeúntes. Uno de los terroristas bajó la ventanilla y dijo: “Somos el Estado Islámico, que ha venido a degollaros”. Luego, al arrancar, añadió: “No es broma”.