Un liberal que inspiró las ideas socialdemócratas, un gay que amó a una mujer: Keynes y sus contradicciones
El economista más influyente del siglo XX vuelve a marcar la agenda. 75 años después de su muerte, los planes de estímulo de EE UU y de la UE para afrontar la crisis desencadenada por el coronavirus se inspiran en sus recetas para salir de la Gran Depresión
John Maynard Keynes, el economista más influyente del siglo XX, era una maraña de paradojas: un burócrata que se casó con una bailarina, un hombre gay cuyo mayor amor fue una mujer, un leal servidor del Imperio Británico que cargó contra el imperialismo, un pacifista que contribuyó a financiar las dos guerras mundiales, un internacionalista que ensambló la arquitectura intelectual del Estado-nación moderno, un economista que cuestionó los propios fundamentos de la economía, y finalmente un liberal que contribuyó a ensamblar el corazón de las ideas socialdemócratas.
Este manojo de contra...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
John Maynard Keynes, el economista más influyente del siglo XX, era una maraña de paradojas: un burócrata que se casó con una bailarina, un hombre gay cuyo mayor amor fue una mujer, un leal servidor del Imperio Británico que cargó contra el imperialismo, un pacifista que contribuyó a financiar las dos guerras mundiales, un internacionalista que ensambló la arquitectura intelectual del Estado-nación moderno, un economista que cuestionó los propios fundamentos de la economía, y finalmente un liberal que contribuyó a ensamblar el corazón de las ideas socialdemócratas.
Este manojo de contradicciones las desarrolla exhaustivamente el periodista americano Zachary D. Carter en un nuevo libro sobre el genio de Cambridge (El precio de la paz. Dinero, democracia y la vida de John Maynard Keynes, Paidós) que se publica ahora, a los 75 años de su muerte. Este texto se une, entre otros, a la biografía canónica del personaje, de Robert Skidelsky, y a la de uno de sus seguidores más combativos, el norteamericano Hyman Minsky. De todas ellas se desprende que Keynes (1883-1946) es un cadáver ideológico muy incómodo: no se le puede enterrar mientras la economía siga padeciendo altas y bajas tan profundas como las que se turnan en el mundo real. Cuando la economía del mundo va bien, el funeral de Keynes prosigue a cámara lenta entre rezos y admoniciones dolorosas, pero cuando de nuevo pintan bastos, como durante la Gran Recesión y el Gran Confinamiento, incluso los poderosos vuelven suplicantes la vista al economista y entonces la ciencia económica se aleja de la pirotecnia ideológica del mainstream político y académico.
El libro de Carter es muy completo. Hoy a Keynes se le recuerda fundamentalmente porque fue en el campo de la economía en el que sus ideas ejercieron mayor influencia. A los estudiantes universitarios de Ciencias Económicas se les enseña sobre todo que ha instado a los gobiernos a aceptar déficits públicos en una recesión y a gastar dinero cuando el sector privado no puede ni quiere hacerlo. Ello sería tan solo un keynesianismo de brocha gorda. Su agenda económica siempre se desplegó al servicio de un proyecto social más amplio y ambicioso. Keynes fue un filósofo de la guerra y de la paz, el último de los intelectuales ilustrados que concibió la teoría política, la economía y la ética como parte de un diseño unificado. Era un hombre cuyo principal proyecto no residía en la fiscalidad o el gasto público, sino en la supervivencia de lo que él denominaba “la civilización”. Su esposa, Lydia Lopokova, dijo que Keynes fue “más que un economista”. Y él, al escribir la necrológica de su maestro Alfred Marshall, definió esta profesión del siguiente modo: el gran economista debe poseer una rara combinación de dotes; debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo; debe comprender los símbolos y hablar con palabras corrientes, debe contemplar lo particular en términos de lo general y tocar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo del pensamiento; debe estudiar el presente a la luz del pasado y con vistas al futuro; ninguna parte de la naturaleza del hombre y de sus instituciones debe quedar por completo fuera de su consideración; debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario, tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista, y sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político.
Sus vínculos intelectuales le unieron a algunos de los filósofos más valiosos de la época, como G. E. Moore, Bertrand Russell o Ludwig Wittgenstein. También al círculo universitario de Los Apóstoles, la sociedad más selecta y secreta de Cambridge, a la que pertenecían los citados anteriormente, pero también Lytton Strachey, Leonard Woolf, E. M. Forster, Roger Fry, etcétera (el “apóstol” que ejerció más influencia en Keynes fue G. E. Moore, el autor de Principia ethica). Casi todos ellos confluyeron en el llamado grupo de Bloomsbury, una comunidad de escritores, pintores, filósofos, novelistas, editores, poetas, artistas y bohemios residentes en Londres que ponían en cuestión la moral victoriana con su forma de vivir y pensar, y proponían un nuevo orden social. Keynes, como persona vinculada a la economía y a los “aspectos prácticos”, era bastante excepcional en este ambiente, aunque no solo perteneció a él, sino que fue parte de su núcleo más central. Bloomsbury fue, posiblemente, el círculo cultural más poderoso de la Inglaterra de su tiempo. Algunos de sus componentes (Virginia Woolf, Gerald Brenan, Dora Carrington, Katherine Mansfield, Duncan Grant, Vanessa y Clive Bell…) devinieron en jueces del buen gusto, que pretendían inyectar en la élite gobernante.
Contaba Luis Ángel Rojo, uno de los keynesianos españoles más ilustres (Keynes, su tiempo y el nuestro, Alianza Editorial), que los participantes en el grupo de Bloomsbury eran partidarios de una nueva sociedad que debía ser libre, racional, civilizada, orientada a la verdad y a la belleza; procedían, en general, del estrato profesional e ilustrado de la clase media británica, aunque se rebelaban contra sus ideas y sus valores. No sentían el deber social, y si se interesaban por la condición de las clases inferiores, era por razones de conciencia, no de solidaridad. Aspiraban a cambiar la sociedad transformando a la clase dominante desde la libertad, la razón, la tolerancia y —muy importante— la estética. Exclusivismo, afectación, intelectualismo y sentido de superioridad moral eran sus características más significativas. En ese ambiente, Keynes era un poco especial; lo consideraban un ser frío, carente de sentido estético (lo que no era cierto), que utilizaba su inteligencia como si fuera “una máquina de escribir”. Virginia Woolf escribió de él: “Maynard me parecía muy truculento, muy formidable. Era como un retrato de Tolstói joven, capaz de acabar una discusión que se pusiera a su alcance con un zarpazo, y sin embargo ocultaba, como dicen los novelistas, un corazón amable y sencillo bajo aquella armadura intelectual tan impresionante”.
El keynesianismo atravesó pronto el Atlántico y se transformó en una cultura política netamente norteamericana, o al menos tan estadounidense como británica: el new deal de Roosevelt; el Plan Beveridge, antecedente del Estado de bienestar, o la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson reordenaron de modo esencial las vidas británica y americana logrando que ambas sociedades fueran más igualitarias, más democráticas y más prósperas. Joe Biden trata de proseguir ese camino. Ahora, en el siglo XXI, el mundo de la alta economía estadounidense (aquella de la que realmente dependen quienes ostentan el poder en el país) se divide de hecho en diferentes variantes del keynesianismo, independientemente de que los practicantes más conservadores de la disciplina consideren o no políticamente reconocerlo, y de que sus ideales morales y políticos ya no tengan mucho que ver en muchas ocasiones con los que apreciaba Keynes. Unos y otros habrán tenido que recordar las palabras del economista de Cambridge sobre la Gran Depresión, al tener que enfrentarse a las últimas crisis mayores del sistema: “El mundo ha tardado en percatarse de que (…) estamos viviendo a la sombra de una de las mayores catástrofes económicas de la historia moderna. Pero ahora que el hombre de la calle se ha dado cuenta de lo que está pasando, sin conocer ni el cómo ni el porqué, se siente abrumado por unos temores exagerados; en cambio, previamente, cuando comenzaban a aparecer los motivos de preocupación, no experimentó lo que hubiera sido una inquietud razonable. Empieza a dudar del futuro. ¿Se está despertando ahora de un sueño agradable para afrontar las tinieblas de la realidad? ¿O se está durmiendo con una pesadilla que pasará? (…) Nos hemos metido nosotros mismos en un desorden colosal, fallando en el control de un mecanismo delicado, cuyo funcionamiento no comprendemos”. El keynesianismo adquirió vida propia, en una historia en la que las batallas por los libros de texto en los campus universitarios desempeñan un papel tan destacado en la lucha por las ideas como los despliegues militares o los resultados electorales.
En las opiniones de un hombre intelectualmente tan poliédrico destaca su relación netamente crítica con el comunismo. Una de las paradojas más sobresalientes de la vida de Keynes, quizá la mayor, es que sus ideas hayan sido utilizadas como bandera económica de la izquierda socialdemócrata siendo él un liberal. Su objetivo fue siempre una especie de revolución pasiva del capitalismo, para hacerlo más eficiente. Alguien lo ha calificado como un “bombero del capitalismo”, con el fin de que funcione correctamente y no se autodestruya por sus continuos abusos e inmoralidades. Keynes, conocedor del percal, pensaba que los principales debeladores del capitalismo son los propios capitalistas.
Pero con quien no manifestó simpatía alguna, sino todo lo contrario, fue con el marxismo como doctrina y con el comunismo soviético como su principal aplicación política. En el año 1925, a punto de morir Lenin, viajó a la URSS con Lydia Lopokova y publicó sus impresiones en tres artículos. Primero destruyó dialécticamente El capital, la obra seminal de Karl Marx: “¿Cómo puedo aceptar un credo que erige como su biblia, por encima y más allá de la crítica, un libro de texto económico obsoleto, que sé que es no solo científicamente erróneo, sino sin interés o aplicación para el mundo moderno?, ¿cómo puedo adoptar un credo que, prefiriendo el tallo a la hoja, exalta al grosero proletariado por encima del burgués y de la intelectualidad que, con los defectos que sean, posee la calidad de vida y siembra con seguridad la semilla de todo el progreso humano?”. Este párrafo despectivo y altanero ha sido utilizado como prueba por quienes han considerado a Keynes un elitista, producto de su clase y de su formación y, como consecuencia, irremediablemente proclive a analizar los problemas económicos solo desde esos puntos de vista.
En suma, no podía soportar el marxismo como análisis ni el comunismo como método. Sus ataques son continuos a las pretensiones científicas del marxismo como materialismo histórico y como materialismo dialéctico, y a los horrores (todavía no conocidos en su mayor parte: faltaba casi medio siglo para la publicación del Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn) del sistema soviético. En sus Ensayos de persuasión escribe una autodefinición que permite colocarlo en su lugar: “Cuando se llega a la lucha de clases como tal, mi patriotismo local y personal, como el de cualquier otro —excepto algunos entusiastas desagradables—, está vinculado a mi propio ambiente. Puedo estar influido por lo que me parece ser justicia y buen sentido, pero la guerra de clases me encontrará del lado de la bourgeoisie educada”.
En general, trató de buscar un espacio entre los dos errores opuestos del pesimismo de su tiempo, que son los del nuestro: entre el pesimismo de los revolucionarios, que creen que las cosas están tan mal que no nos puede salvar más que un cambio violento, y el pesimismo de los reaccionarios, que consideran tan precario el equilibrio de nuestra vida económica y social que piensan que no debemos correr el riesgo de experimentar.
El buen divulgador
Keynes dirigió y agitó diversas publicaciones y escribió habitualmente en los medios de comunicación. Odiaba permanecer en una torre de marfil. Quería dirigirse al ciudadano común a través de cualquier soporte, incluida la radio (en julio de 1933, Keynes y el famoso periodista estadounidense Walter Lippmann llevaron a cabo la primera emisión transatlántica de radio). También a auditorios más selectos y de economistas. Su famoso poder de persuasión estaba vinculado a su uso del lenguaje verbal y escrito, pleno de elocuencia e ironía. Ayudó a la fusión de 'The Nation' (fue su propietario cuando la cabecera era 'The Nation and Athenaeum') con 'New Statesman', creando 'New Statesman and Nation'. Se trató de un órgano independiente de la izquierda, con quien no siempre estuvo de acuerdo porque “tenía poco de 'The Nation' y mucho de 'New Statesman” (en algunos momentos, a partir de 1931, la publicación manifestó crecientes simpatías hacia el comunismo soviético).
Siempre se ha dicho que pocos economistas como Keynes han empuñado la pluma con tanta calidad y tanta efectividad. Fue el editor de 'The Economic Journal', revista profesional de la Royal Economic Society, y se conservan artículos suyos en 'The Economist', 'The Times', 'The Manchester Guardian', 'The Sunday Times', 'Evening Standard', 'New York Evening Post', etcétera. Fue editor de 'The Economic Journal' y del 'New Statesman' casi hasta su muerte, para mantenerse al día de la teoría económica y para tener a mano un medio persuasor e influyente con el que comunicar sus ideas.
Suscríbete aquí a la newsletter semanal de Ideas.