Mirar con un ojo cerrado

El déficit no impidió a Roosevelt el ‘new deal’ o a Kennedy mandar el hombre a la Luna

Billetes de un dólar.Andrew Harrer

Sufrir diariamente un centenar de muertos, o 200 o 500, como efecto más nocivo de la pandemia del coronavirus, esto sí que es una crisis. Que casi cinco millones de españoles no puedan trabajar aunque quieran, eso es una crisis. Que el total de ciudadanos en situación de pobreza severa (los que viven con menos de 16 euros al día) superen al final de este año los cinco millones, o que los pobres relativos (con 24 euros al día) lleguen al 23% del...

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Sufrir diariamente un centenar de muertos, o 200 o 500, como efecto más nocivo de la pandemia del coronavirus, esto sí que es una crisis. Que casi cinco millones de españoles no puedan trabajar aunque quieran, eso es una crisis. Que el total de ciudadanos en situación de pobreza severa (los que viven con menos de 16 euros al día) superen al final de este año los cinco millones, o que los pobres relativos (con 24 euros al día) lleguen al 23% del total de la población, es una crisis. Que el salario mínimo anual sea de 13.300 euros mientras los principales ejecutivos del Ibex 35 cobran 138 veces lo que sus empleados peor pagados (179.400 euros), es motivo de una crisis. Etcétera.

Que el déficit del Estado del año pasado casi llegue al 11%, y la deuda pública ascienda hoy al 120% del Producto Interior Bruto, no es una crisis sino que son desequilibrios macroeconómicos a los que algún día (no ahora) habrá que dar solución. Como ambos porcentajes sirven para financiar el gasto público, el catedrático de Historia Francisco Comín los ponía en contexto en este mismo periódico: el porcentaje de gasto público sobre el PIB se disparó durante el año pasado del 42% a aproximadamente el 51%; sólo en periodos de guerras o turbulencias económicas, políticas o sociales se han alcanzado tasas del gasto público superiores en relación al PIB. Ni durante la democracia ni con el franquismo se registraron ritmos de incremento superiores. Habría que retroceder a la Guerra Civil para hallar alzas mayores. Voluntaria u obligadamente se está desarrollando ante nuestros ojos, sin teorización previa alguna, un cambio de paradigma en la política económica.

Estos días se ha publicado en España un libro bien interesante por polémico: El mito del déficit, de la profesora norteamericana Stephanie Kelton (Taurus). Por la formación neoclásica de la mayor parte de los economistas en activo es difícil que ellos compartan las tesis de Kelton. Incluso bastantes de aquellos que rompieron con esa ortodoxia y se adentraron en alguna de las escuelas del keynesianismo no logran compartir las tesis de la Teoría Monetaria Moderna (TMM) que desarrolla esta profesora que ha sido economista jefe del Comité de Presupuestos del Senado de EE UU, y sus colegas de la Universidad de Misuri-Kansas City como Randall Wray, William Black o Michael Hudson.

El libro combate al menos media docena de mitos que, según la autora, recaen sobre la maldad ontológica de los déficits públicos; por ejemplo, la idea (tantas veces repetida entre nosotros) de que el Gobierno debe diseñar los Presupuestos como lo haría una familia o un hogar, lo que no tiene en cuenta que el Gobierno tiene el poder de emitir moneda (los países que tienen soberanía monetaria: EEUU, Canadá, Australia, Japón, Canadá…). O que los déficits representan una carga para las siguientes generaciones, abrumadas por una deuda disfrutada por sus predecesores; o que son perjudiciales porque expulsan a la inversión privada, ya que no la financian; o que el aumento de los derechos socioeconómicos siempre conlleva dificultades que acaban llevando al déficit el debate. Mariana Mazzucato, otra economista muy relevante, ha escrito que después de leer el libro de Kelton “nunca volverán a pensar en el presupuesto público como quien maneja una economía doméstica”.

La TMM es una teoría económica que defiende que un Estado soberanamente monetario tiene una capacidad ilimitada para pagar los bienes que desee comprar o cumplir con los pagos prometidos. La insolvencia y la bancarrota de ese Estado no son posibles ya que siempre puede pagar. Los límites del déficit no están en la capacidad del Estado para gastar dinero, sino en resistir las presiones inflacionistas. Los déficits no impidieron que Franklin Delano Roosevelt pusiera en práctica el new deal, ni tampoco disuadieron a John F. Kennedy de impulsar un programa para enviar al hombre a la Luna, ni jamás privaron a algunos políticos de cualquier parte de apoyar conflictos, olvidándose de la tabarra del equilibrio presupuestario.

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